la excepción del sacerdote

 

Todo empezó el día en que oí cómo alguien me llamaba por mi nombre desde dentro de mi mujer.

En un principio, lo achaqué a los largos periodos de tiempo que me pasé experimentando con alucinógenos. Era habitual en mí el uso de hongos, PCP, LSD, ketamina, éxtasis y otras sustancias durante los primeros años de mi edad adulta, por lo que no es del todo raro que de vez en cuando me despierten gritos que nadie da o me acechen sombras que no existen.

«Capullo, deja de pensar que soy fruto de tu mierda de cerebro. ¡Te voy a joder de lo lindo!» me dijo esa voz, una vez, mientras mi mujer dormía.

Esa misma noche, había mezclado whisky con un par de barbitúricos para conciliar el sueño, así que no estaba del todo seguro de haberlo soñado.

¿Qué me hizo percibir, entonces, que aquello se salía de lo normal?, podrías preguntarte. 

La respuesta es sencilla: mi mujer salió del cuarto de baño de nuestro apartamento y se dirigió al salón. Se colocó frente al sillón donde yo estaba sentado leyendo a Burroughs arropado por una lámpara de pie que colocamos en la única esquina libre que quedaba en el habitáculo. Ella lloraba desconsoladamente.

¿Qué ocurre? —le pregunté.

Ella me alargó la mano y me dio un test de embarazo.

—No puede ser... —le dije.

Y era verdad que no podía ser. Al menos, conmigo.

Hace cinco años, no sabía qué regalarle a mi mujer para su cumpleaños y me hice la vasectomía. «¡Una escopeta de fogueo!», me dijo riéndose cuando le di su regalo.

Desde entonces follamos sin ningún tipo de cuidado ya que es IMPOSIBLE que ella se quede embarazada con mi semen.

Lo siento —me dijo ella. 

Yo no contesté. Simplemente me levanté y me marché con mi Burroughs a cualquier bar donde poder pensar con claridad.

Ella lloraba y me agarraba del brazo.

—¡Por favor, dime algo!me gritaba mientras trataba de pararme. 

Sólo cuando estaba en el ascensor, ordenando mi cabeza de camino a la calle, fui consciente de que los llantos y sollozos de mi mujer estaban mezclados con un ruido que reverberaba en mi cabeza. Después, fui capaz de separar ese ruido en mis recuerdos, llegando a reconocerlo: eran carcajadas que provenían de la tripa de mi mujer, de ese puto bebé que se estaba gestando como fruto de mis cuernos.

Entré al bar más cercano, pedí una jarra de cerveza y me senté en un rincón para seguir leyendo Yonki. Yo sólo esperaba pasar un día tranquilo. ¡Joder! ¿Por qué todo es tan complicado?

Cágate en todo lo que parezca más fácil. Un cura se me acercó.

—Hola, hijo. ¿Podemos hablar?

Le hubiese contestado que no soy su hijo, pero mi padre solía recomendarme que nunca dijese que de este agua no beberé ni que ese cura no es tu padre. 

—¿Qué es lo que necesitaba? —me limité a decirle.

—Le va a sonar raro, ¿le importa que me siente? No pretendo importunarle, pero me han mandado venir a buscarle, señor.

Era lo que me faltaba. No necesitaba aguantar sermones de un sacerdote desconocido el mismo día en que mi matrimonio se venía a abajo. Pensándolo bien, tampoco los necesitaba de un sacerdote que fuese conocido para mí. ¿Era acaso preocupante que no me importase demasiado que mi matrimonio se fuese a la mierda?

—¿Qué es lo que necesitaba? —volví a preguntarle.

Permítame que me presente. Soy el padre Severo.

Alargó la mano. Yo solté el libro en la mesa en un intento deliberado de mostrar mi incomodidad. Le estreché la mano y guardé silencio.

—Verá, me han hecho llegar hasta usted. Bueno, más bien, se me ha encomendado llegar hasta la mujer con la que convive, señor.

La zorra de mi mujercontesté.

Severo me miró extrañado.

—Pero ustedes, no están casados, ¿no es cierto? —me preguntó él.

Ahora era yo el que le miraba extrañado.

—¿Cómo sabes eso? ¿Eres algún tipo de aberrado que observa parejas en la intimidad?

El sacerdote rio tímidamente mientras negaba con la cabeza.

—¡No! ¡Por amor de Dios! ¡No se trata de eso! —me dijo—. Es algo más delicado que eso. Y más difícil de explicar. 

Yo comenzaba a impacientarme realmente. Mi indiferencia hacia todo estaba comenzando a desequilibrarse. Mi mujer me era infiel y un cura me decía que sabía que no estábamos casados. Me sentía en un capítulo malo de una copia barata de CSI. CSI Vaticano.

—Tienes treinta segundos para explicarte. Cuando pase ese tiempo, apuraré mi jarra de cerveza y me iré a leer a otra parte —le dije.

Severo asintió y carraspeó. 

—Uno, dos, tres, ... —comencé a contar casi en un susurro.

Como sabrá, señor, hay cientos de escritos que sirven para acercar a Dios a los hombres. Una selección de ellos, están compendiados en la Biblia, sin embargo, hay muchos otros a los que sólo unos cuantos elegidos tenemos acceso. En uno de ellos, se presentan profecías que auguran la llegada del Anticristo a la tierra. Hay indicios que nos hacen pensar que, el hombre con el que se acostó su pareja quedando embarazada, es el propio Lucifer. Es posible que ella esté esperando a un bebé que... —todo lo que ese hombre decía sonaba a mucho más delirante de lo que eran mis alucinaciones, por lo que decidí interrumpirle.

—...veintinueve y treinta. Espero que le vaya todo bien, señor Severo —apuré mi cerveza y me levanté cogiendo mi libro.

—Tome mi tarjeta. Por favor, llámeme a cualquier hora si ocurriese algo extraño —me dijo él, rebuscando en su billetera.

«Padre Severo. Investigador de textos teológicos y sucesos místicos», decía la tarjeta que me alargó: una cartulina color crema con letras doradas. En la parte más baja, un teléfono de contacto que no pensaba marcar nunca.

Nos vemos, tíole dije.

Guardé la tarjeta en mi cartera pensando en tirarla la próxima vez que pasase junto a una papelera. Al fin y al cabo, no iba a llamar nunca a ese hombre, ¿no? Eso hubiese sido lo lógico. 

Sin embargo, esa misma madrugada, cuando mi reloj de pulsera marcaba las 03:33 de la mañana, me encontraba rebuscando mi cartera entre los bolsillos del pantalón vaquero que llevaba puesto el día anterior. 

—¿Padre Severo? Perdone que lo llame a estas horas.

—Estaba esperando su llamada.

 

*        *        *

 

Después de mi conversación con Severo, el sacerdote, en el bar, caminé por mi barrio, busqué un banco y me senté a tratar de concentrarme en la lectura, pero ahora mi cabeza estaba llena de ideas que me descolocaban. La lógica me decía que aquel hombre mentía. ¿Cómo iba a ser posible que el mismísimo Lucifer se hubiese fijado en una mujer de clase media baja? Pero, sin embargo, ¿cómo podía ese hombre saber si estaba casada conmigo o no?

Me imagino que cualquiera que dedique un ratito al día a observar a alguien podría acabar recopilando datos sobre su vida privada. Lo más probable es que ni fuese sacerdote ni se llamase Severo. ¿No sería casualidad que un cura se llame Severo? Estaba claro que era un timador tratando de sacarme algo. Algo que no tengo: un piso a medias de pagar con una zorra infiel, un trabajo que no me da para pagar todas las facturas del mes y un libro de Burroughs que nadie me deja leer.

Cuando cayó la noche y me encontraba más tranquilo, decidí volver a casa. No es que tuviese demasiadas ganas de volver, pero no tenía donde ir y en la calle estaba demasiado oscuro como para seguir leyendo.

Subí por las escaleras en lugar de por el ascensor para tardar un poco más. La verdad, no sabía que decir al entrar. No diría nada. Al fin y al cabo, la víctima de todo eso era yo.

Abrí la puerta y me asomé. No es que esperara que mi mujer estuviese esperándome en el pasillo de mi apartamento, pero al menos esperaba que saliese a mi encuentro. No lo hizo y eso me hirió un poco el orgullo, lo reconozco.

Caminé hasta la cocina, de estilo americano y compartiendo habitación con el salón, a por un vaso de agua y vi a mi mujer sentada en el sofá, mirando la tele, ignorando mi presencia.

Me tomé el vaso de agua, me acerqué a la nevera a por una lata de cerveza y me senté en mi sillón de lectura. Encendí la luz de la lamparita de pie y abrí mi libro.

—¿No piensas decir nada?me dijo mi mujer.

Yo no contesté.

Te llevo llamando toda la tarde —me reprochó.

—Olvidé mi teléfono en casa —me justifiqué. Ambos sabíamos que yo mentía. Había dejado mi teléfono en casa a propósito.

Deberíamos hablar de lo que ha pasado —me dijo ella.

—Creo que no hay nada de lo que hablar. Tú me has engañado. No sé cuántas veces, tampoco me importa. Lo que sé es que, ahora, dentro de ti, está creciendo un bebé que me va a recordar cada día que pasemos juntos que tú me mentiste. Lo mejor es que acabemos nuestra relación ahora.

—Te va a sonar a locura, pero creo que no te he engañado —me dijo ella—. Es como si hubiese sido un sueño…Cuando me acosté con ese hombre, fue como una especie de experiencia incorpórea, como si todo hubiera pasado en mi cabeza.

Guardé silencio. ¿Pero qué mierda me estaba tratando de colar mi mujer? ¿Una experiencia incorpórea? ¿De qué coño iba?

—Estoy cansado, ¿te importa irte a la cama? Hoy dormiré en el sofá —me limité a decir.

Ella se levantó indignada. Me miró con los ojos llorosos, sin decir nada y se marchó a nuestro dormitorio con paso firme. Cerró la puerta de la habitación dando un portazo. Me levanté de mi sillón, me descalcé y me quité los pantalones, me tumbé en el sofá y traté de dejar mi mente en blanco.

No sé si llegué a dormirme o simplemente estaba relajado, pero durante la madrugada, abrí los ojos con la sensación de que alguien me observaba. Me asustó sobremanera encontrarme de golpe con la silueta de mi mujer de pie, mirándome en silencio. Tenía los ojos muy abiertos y las manos la tripa.

—Algo no va bien… —me dijo.

Miré su vientre y me sobresalté en el sofá, como tratando de huir de esa monstruosa barriga. Estaba muy hinchada, demasiado, como si fuese una embarazada a punto de parir y no con las dos semanas de embarazo que llevaba mi mujer.

—¡Eso no estaba ahí hace un rato! —le dije señalando la grotesca panza.

Pero entonces, ella se levantó el camisón. Sus bragas estaban manchadas de un moco transparente, como si algo se hubiese roto por dentro y, en su tripa, se marcaba con total claridad un rostro. Cuando miré a aquella cabeza sin cara, el lugar en el que se intuía su boca, un poco más arriba del ombligo, se comenzó a mover.

—¡Ya te dije que te iba a joder de lo lindo! —me dijo. 

Entonces, la voz profunda que provenía del vientre de mi mujer, comenzó a reírse. Del ombligo surgió un trozo de carne alargado que comenzó a rozarse bajo las bragas de mi mujer.

Ella, como fuera de sí, puso los ojos en blanco y comenzó a gemir.

Empezaré por robarte tu juguete favorito —reía la voz.

Y mi mujer comenzó a levitar. Cuando sus pies se habían separado del suelo, su cuerpo se colocó en horizontal, como a metro y medio del suelo, dejando su entrepierna a la altura de mi cara. Entonces sus bragas estallaron, dejando ver un vagina hinchada y colorada. El trozo de carne alargado que salía de la tripa de mi mujer, adquirió forma fálica y comenzó a penetrarla. Ella gemía y llenaba todo de flujo mientras se corría. 

—¡Joder! —gritó ella—. ¡Nunca me habían follado así!

Yo me levanté y rebusqué mi cartera entre los bolsillos del pantalón vaquero que llevaba puesto el día anterior. Marqué el teléfono del padre Severo en mi móvil. Mientras lo hacía, miré desorientado mi reloj de pulsera: las 03:33 de la madrugada.

—¿Padre Severo? Perdone que lo llame a estas horas.

—Estaba esperando su llamada.

 

*        *        *

 

Cuando el padre Severo llegó a mi casa, a eso de las cuatro y pico de la madrugada, mi mujer seguía extasiada después de haber tenido una docena de orgasmos consecutivos. Yo la miraba como si fuese un eunuco incapaz de satisfacer a su pareja mientras a ella le temblaban las piernas con el coño aún hinchado.

Su barriga había vuelto a decrecer y, aunque se había quedado algo más hinchada de lo normal, había perdido su volumen descomunal, su forma de cabeza y su mágico falo. Ella estaba en el sillón de lectura, sudando y sin poder cerrar las piernas. Tapé su entrepierna con una sábana para evitar la incomodidad del cura que, más maravillado que pudoroso, miraba su sexo y la hinchazón de sus pezones a través del camisón.

Vamos a dar un paseo. Hablemos a solas y dejemos que ella se recupere —me dijo el cura. Yo accedí.

Arropados por la madrugada, en un primer momento sólo hablamos de cómo yo me sentía, de lo que había ocurrido aquella noche y de que no podía culpar a mi mujer de lo que le estaba pasando, ya que sufría una especie de posesión.

Y tan poseída, padre… Nunca ha gozado así conmigo —le dije a Severo.

Él asintió como si hubiese tenido esta conversación cientos de veces.

Cuando se hubo asegurado de que a mí no me quedaba ninguna duda de que el maligno había preñado a mi mujer, el sacerdote me agarró por los hombros y me giró hacia él.

Hijo mío, sólo tú puedes detenerleme dijo mirándome a los ojos.

Pero, ¿cómo? Y, sobre todo, ¿por qué? Yo sólo soy un pringao que vive como puede... —le dije.

¡Precisamente por eso! —me dijo él—. El Maligno busca mofarse de todo lo que es sagrado. Por eso, cada treinta y tres años, busca un trabajador honrado y pobre… me sorprende que es la primera vez que busca a alguien cuyo marido no sea carpintero… en cualquier caso, busca a alguien, a una mujer a la que elige porque sea todo lo contrario de María. Por eso tu mujer ha sido la elegida. Tú eres un paria dispuesto a criar un hijo que tú no has engendrado, tu mujer y tú convivís en concubinato, un pecado a ojos de Dios, pero, sobre todo, porque tú mujer es todo lo contrario a La Virgen.

No entiendo nada, padre —le dije.

—¿Cómo decirlo sin ofender? Veamos, ¿en qué trabaja su mujer?

—Ella está en paro —dije yo.

—¿Y antes de estar en paro?

—Ella era… ¡Vale, ya lo entiendo! —dije —¡Ella era estríper!

Si, esa era la verdad. ¡Aquellos maravillosos noventas! Yo solía ir hasta el culo de ketamina y whisky a un club donde mi mujer bailaba semidesnuda mientras le metían dinero en el tanga. Un día le dije que la rescataría de todo eso y ella me dijo que jamás aceptaba una propuesta sin recibir algo a cambio. A los cinco minutos estábamos follando en la calle, en mi coche. Ella quedó muy satisfecha —nada comparado con el polvo satánico que había tenido en mi casa, he de reconocerlo—, por lo que dejó su trabajo como estríper y se vino a vivir de mi sueldo de pringao

Nunca he tenido la valentía suficiente como para preguntarle con cuantos tíos se ha acostado en las calles aledañas al club donde trabajaba hasta encontrar a su príncipe azul. Me imagino que muchos.

—¿Y qué es lo que debo hacer, Severo?  —le pregunté al cura.

—Lo que te voy a proponer, es difícil, no lo dudes. La única forma de vencer al demonio es ponerse del lado de Dios. Si Dios es amor, ese demonio es un sátiro. Si Lucifer es rencor, Dios es perdón. ¿Me explico? —me dijo Severo—. Debes perdonar a tu mujer.

—¿Aunque sea una zorra? —pregunté.

—Aunque fuese una zorra —me dijo, corrigiéndome—. Asume que Lucifer es mentiroso. A ella la engañó y no mucho menos de lo que te engañó a ti. Lo más probable es que la sedujera en sueños, ella se despertase somnolienta, como sonámbula, y que la poseyera, silencioso, en algún rincón de tu casa.

—¿Poseyera como a la niña de El Exorcista? —pregunté.

—No. Me refería a poseerla sexualmente… aunque, si lo piensa, ahora tiene un demonio dentro, que es similar, aunque no lo mismo. No sé si logro explicarme… Usa su cuerpo, pero no como una vasija, sino más bien como un juguete sexual. No sé cómo exponerle esto, pero ahora la posee físicamente, en su casa, de forma sexual, ¿me entiende?

«En mi sillón de lectura», pensé.

—Vale, ¿y qué se supone que tengo que hacer? —insistí.

—¡Ya se lo he dicho, señor! Perdonarla. Perdonar a su mujer de corazón, aunque ahora, en este mismo instante, puede que esté gozando como nunca con un ser del averno.

Seguimos caminando mientras pensaba en lo que me decía el sacerdote.

—Vale. Y cuando la perdone, ¿el demonio se irá, sin más?

—Sí, pero no su retoño —me dijo.

—¿Entonces? ¿De qué coño me servirá perdonarla?

—Si el demonio se aleja, yo podría acceder a tu alma, tu parte incorpórea. Podría abrir esa puerta sin el riesgo de que otros demonios entren en el mundo humano. Entonces, podríamos transportarte de forma mística al interior de tu mujer y, allí, podrías destruir al feto, ¿me explico? —me dijo él.

—Pero eso es un aborto… ¿no están ustedes en contra del aborto?  —le dije confundido.

—¡Joder, no sea usted capullo! —me dijo Severo, perdiendo su actitud pausada y tranquila por primera vez desde que empezamos a hablar aquella tarde—. ¿De verdad no entiendes la situación? ¡Es el Anticristo, joder! ¿No podríamos hacer una puta excepción con lo del aborto, señor?

—Lo siento, no pretendía ofenderle… estoy bajo mucha presión, entiéndame, padre —le dije.

—Lo siento yo, señor. He perdido los papeles. No tenemos mucho tiempo y eso me estresa… la gestación de los demonios es realmente corta, si no nos damos prisa, puede que en un par de días sea demasiado tarde.

—Hagámoslo —dije decidido.

 

Volvimos a subir a mi vivienda y mi mujer se encontraba, de nuevo, levitando por todo el apartamento, chorreando flujo por su vulva inhumana y gimiendo hasta el borde del colapso.

Miré al padre Severo. Él me asintió.

Perdónala de corazón —me dijo.

Era una sensación extraña. El cuerpo tembloroso de mi mujer me resultaba en cierto punto excitante. Me imagino que en eso consiste realmente el amor, en encontrar reconfortante lo que es reconfortante para la persona que quieres, aunque eso sea una meada contra tu dignidad y tu autoestima.

Me esforcé en focalizar mi atención en todo aquello que me enamoró de mi mujer hace años, cuando nos conocimos. Difícil cuando ella da espasmos de placer con un tipo que no eres tú.

Agarré la mano de mi mujer, que seguía flotando por la habitación. Torció la mirada en mi dirección, con la boca muy abierta y el pelo pegado en la cara por el sudor. Gemía y me miraba, tratando de centrar sus ojos en los míos, que con una frecuencia irregular se ponían estrábicos y dilataban exageradamente las pupilas.

—Sé que me fuiste infiel. Sé que, a partir de ahora, ningún polvo que puedas echar conmigo te parecerá gran cosa. Me imagino que nunca te he prestado la atención que realmente te mereces. Supongo que, más que perdonarte yo a ti, deberías perdonarme tú a mi… siento mucho todo esto. Perdóname. Yo, te perdono.

Para mi sorpresa, mi mujer dejó de convulsionar y comenzó a descender poco a poco.

Miré al padre Severo. Notaba su actitud segura y calmada, como nadando en círculos en el acuario en el que acostumbra a vivir.

El sacerdote colocó las manos alrededor del cuello y la cabeza de mi mujer para amortiguar el golpe en el lento pero constante descenso de su cuerpo hacia el suelo.

Una vez estaba tumbada, muy rígida sobre el parqué, abrió los ojos mareada, como tratando de enfocar. Encontró su mirada con la mía.

Podrías haberme dejado cinco minutitos más —me dijo, y se desmayó.

Solté su mano y la tapé de nuevo con la sábana.

—No quiero que coja frío —le dije a Severo.

En realidad, quería que se dejase de relamer pensando en las tetas de mi mujer. Con unos cuernos místicos tenía suficiente y el de abajo había llegado antes.

—Ahora es el momento. Tienes que relajarte —dijo el cura, buscando por la habitación con la mirada—. Siéntate en el sillón. Haremos un ejercicio de hipnosis.

—¿Como en las películas?

—Como en las películas.

Negué con la cabeza. Aquello me parecía de locos. Todo, desde que mi mujer me informó de su embarazo, había sido una puta locura.

Yo sólo quería tener una puta tarde tranquila.

No tenía nada mejor a lo que agarrarme y Severo había demostrado saber lo que hacía, así que me senté en mi sillón de lectura y dejé que él empezase con el ejercicio.

Alcanzó una silla y se sentó frente a mí. Comenzó a hablar con un tono grave y tranquilo, consiguiendo la sensación soporífera que en televisión parece fingida.

—Relájate. Centra la atención en tu respiración. El día de hoy ha sido agotador, permítete a ti mismo un descanso —decía con voz pausada y monótona—. Empieza a notar como tu cuerpo pesa. Pesa tanto que se clava en el mundo terrenal y tu alma se disgrega. Deja a tu consciencia viajar detrás de ella. Busca tu alma y deja a tu consciencia viajar con ella —continuó. 

Por increíble que parezca, un cosquilleo incómodo comenzó a invadir mis piernas, como cuando te quedas dormido con los brazos por debajo de tu cabeza y la despierta la falta de circulación. Yo trataba de moverme, de parar aquello. Me llegué a agobiar tanto que el aire se escapaba de mis pulmones y estos no se volvían a llenar, como si algo los oprimiese. Mi intención era la de levantarme, la de abrir los ojos, la de empujar a Severo de su silla y romper esa conexión que me parecía brujería.

En un momento dado, incluso dejé de escuchar al sacerdote con claridad y sólo conseguía un ruido blanco dentro de mi cabeza. 

«Señores televidentes, hemos perdido la señal con la emisora».

Y, entonces, más negrura. Más ruido blanco. Más nada de nada.

Entre el ruido, comencé a diferenciar una tonada familiar, una voz humana articulando palabras aún ininteligibles. Después, comencé a diferenciar entre los sonidos la voz lejana de Severo, sin llegar a entender lo que trataba de decirme. Poco después, el sonido comenzó a llegar con más claridad, como si mi cabeza acabase de perder el vacío.

«Señores televidentes, devolvemos la conexión»

Y el cerebro pierde su atmósfera protegida para escuchar con claridad la voz del cura en medio de toda la oscuridad.

—Ahora, abre los ojos. Debes estar dentro del útero de tu mujer —me decía.

—¿Pero de qué coño vas, puto pirado? —grité.

E hice un esfuerzo inhumano para abrir mis ojos, con la sensación de que mis párpados se iban a separar de mi rostro. Conseguí abrirlos y todo estaba borroso, como si acabase de ser consciente de la cantidad de horas que llevo mezclando bebidas alcohólicas. Mis extremidades comenzaron a desentumecerse y conseguí frotarme la cara, acartonada y casi paralizada. Parpadeé rápido tratando de enfocar mi mirada y sólo entonces fui consciente de que el cura tenía razón: estaba dentro de mi mujer.

 

El tejido musculoso y húmedo del conducto vaginal chapoteaba a mi paso. Avancé procurando no apoyarme demasiado en las paredes, con temor de resultar incómodo a mi mujer.

Después pensé en el tamaño que debería haber adoptado para estar paseando por aquella gigantesca bóveda carnosa y en cómo había estado siendo penetrada por una monstruosa polla diabólica y llegué a la conclusión de que mi mujer no sería capaz de notar mi presencia.

Trepé por las rugosidades de su canal hasta alcanzar el cérvix. Me imagino que era un paisaje bonito, sobre todo si eres ginecólogo o patólogo, pero no supe disfrutar de él en lo más mínimo.

El cérvix de mi mujer no dejaba de contraerse y dilatarse, imagino que como fruto de los orgasmos consecutivos provocados por Lucifer, por lo que me costó mucho atravesarlo. 

Pensé en un parto y traté de hacer el proceso a la inversa: primero una pierna, luego la otra, luego procura reptar con ayuda de tus rodillas e introducir los brazos, por último, mete la cabeza.

Funcionó. 

Allí estaba yo, completamente mojado de flujo vaginal de mi mujer y mi propio sudor, mirando aquel cérvix gigantesco y palpitante desde el otro lado. Me giré sobre mis pies y observé el panorama al que debía enfrentarme ahora.

Frente a mí, una bolsa se movía al compás de las pulsaciones de mi mujer, toda ella, la placenta que contenía al hijo de un demonio, era deforme y hedionda.

Por un momento, evité las arcadas, al fin y al cabo, si yo vomitaba ahí dentro, era como si un adolescente vomitase sobre su consola de videojuegos.

Trepé por el útero hasta la placenta y me pregunté qué coño tenía que hacer para que aquella aberración no nata muriese antes de salir al mundo de los humanos.

Golpeé la bolsa con los puños tratando de romperla, pero antes de lograr hacerle ningún daño, la mano gigantesca de un bebé enrojecido me golpeó del otro lado, lanzándome contra las paredes de aquella caverna de carne.

Volví a la carga y, esta vez, me armé de un valor que ahora no podría reconocer en mí y mordí aquella placenta.

A los pocos segundos, un alarido surgió de su interior y mi boca se llenó de líquido amniótico.

Metí un par de dedos en el agujero y desgarré aún más la bolsa, consiguiendo un boquete por el que poder acceder.

Sin embargo, no había calculado las grandes cantidades de líquido que serían expulsadas en relación con mi tamaño, por lo que fui arrastrado llegando incluso a abandonar el útero.

En el último momento, me agarré a los labios internos del sexo de mi mujer y trepé hasta el clítoris, mientras esperaba que aquel repulsivo torrente pasase por debajo de mí.

Cuando el fluido dejó de salir, volví a subir por el canal vaginal, esta vez anegado y casi inaccesible.

Atravesé un cérvix que ahora reposaba en un estado entreabierto y me encontré de nuevo en el gigantesco útero.

La placenta estaba desinflada dejando ver al fondo las trompas de Falopio, como dos grandes túneles del metro que siguen caminos opuestos.

Busqué el agujero que había hecho antes en la bolsa, como el que rebusca la entrada de una carpa de circo que se ha venido abajo y entré en ella.

Dentro, un centenar de venas, como cables en una nave espacial de una película de ciencia ficción, agonizaban pegadas en las paredes. 

En el centro, un ser deforme me miraba sentado en el suelo, lleno de odio. Era azulado, con demasiado pelo y algo parecido a unas incipientes alas en su espalda.

—¿Por qué los seres humanos sois tan entrometidos? —me preguntó aquello.

—Sólo protejo a mi mujer —contesté.

—¡Mientes! —gritó—. Sólo protegéis vuestro absurdo orgullo de raza predilecta. No estarías aquí si no fuese porque aquella mujer te había sido infiel. No quieres acabar conmigo. Quieres borrar aquello que la ha satisfecho realmente.

—No trates de confundirme. Sólo protejo a mi mujer —reiteré.

Siendo sincero, creo que aquello llevaba algo de razón.

—¡Mírate, idiota! ¡Y mírame a mí! ¿No ves que tu mujer está muerta? Ya no tienes nada que proteger. Lárgate antes de que acabe también contigo, humano —me dijo.

Pero yo recordé las palabras del padre Severo. Aquello quería confundirme. Mi mujer no podía estar muerta porque, del peludo ombligo azulado de aquella criatura, surgía un cable que le unía al útero de mi mujer: un cordón umbilical.

—Ella no está muerta, sólo inconsciente —dije. 

Y corrí como nunca antes lo había hecho, agarré el cordón umbilical y lo desgarré con mis dientes.

El demonio comenzó a retorcerse llevándose las manos al estómago y al cuello. Se estaba asfixiando.

—¿No me ibas a joder de lo lindo? —le grité.

Eso le cabreó tanto que pudo desplegar su prototipo de alas y revolotear por el útero de mi mujer. 

Yo reía y reía de su torpeza, sabiendo que los demonios son seres a los que el orgullo les pierde tanto como nos pierde a los hombres.

Pero ese orgullo herido le dio las fuerzas suficientes como desgarrar el cielo del útero de mi mujer y volar hasta el exterior por unos segundos, en una línea recta perfecta. 

A mitad de su vuelo, quedó sin fuerzas y se desplomó muerto, entrando de nuevo por el mismo agujero que hizo para salir, y cayendo sobre mí. El golpe me dejó inconsciente por unos instantes.

 

Cuando desperté, estaba sentado en mi sillón de lectura, con su lamparita de pie justo detrás, adornando el único rincón de mi salón en el que no había nada. 

Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude notar cómo mis pies descalzos aún estaban mojados de aquella mezcla de fluidos.

Encendí la lamparita y entonces vi la escena. No eran sólo flujos, también mis pies estaban empapados en sangre. En el centro del diminuto salón, mi mujer yacía muerta en un charco de su propia sangre que emanaba de un agujero en su abdomen.

No encontraba al padre Severo, ni al hijo de Lucifer, ni a nadie que no fuésemos el cadáver de mi mujer y yo mismo.

El silencio se rompió en el momento en que la policía echó abajo la puerta de mi domicilio, alertados por algún vecino de los ruidos que estábamos haciendo a altas horas de la madrugada.

Por primera vez en mi arrogante existencia había entendido aquella maldición china: te deseo que vivas tiempos interesantes

Ahora estoy en prisión preventiva, esperando a que un juez dictamine mi sentencia. Todo apunta a que me van a matar aquí los otros presos. Todos me creen culpable porque nadie conoce a un sacerdote que se llame Severo. Y cuando marcan su número, no contesta él, sino que una voz pregrabada te dice que ese número no existe. Además, mi abogado no deja de repetirme que no ayuda en mi caso que, en los años noventa, haya experimentado con hongos, PCP, LSD, ketamina, éxtasis y otras sustancias alucinógenas.

Por supuesto, nadie tiene constancia de que este mismo ritual se haya sucedido cada treinta y tres años o que, de lo contrario, El Demonio habría comenzado su reinado de terror entre los mortales.

A veces, incluso yo mismo comienzo a dudar de si realmente he salvado al mundo.

Yo sólo quería tener una tarde tranquila. 

Sólo una.

Sentarme en mi sillón de lectura y encender esa lámpara de pie que compramos para el único rincón que quedaba libre en el salón de mi casa para poder leer tranquilo mi libro de Burroughs.

Sólo una puta tarde tranquila en toda mi vida.

Comentarios

  1. Jaja lo que de contrae es la vagina, el cervix es como los ovarios no tiene movilidad. y eso del moco por todas partes algo surrealista, o la carne en forma de polla o mejor mano. Un poco de vasija si la estaba usando también, el límite entre una violación. La descripción y la imaginación brutal algo gore pero buen texto.

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    1. Gracias por tu comentario!! Es una de las cosas más antiguas que tengo escritas... supongo que la adolescencia es lo que tiene jajaja pero bueno, ahí quedó y fue de las cosas que me hicieron atreverme a escribir más. Un saludo!

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    2. Jaja si está bien jaja creo que tuve una pesadilla con este texto. Ya yo tampoco sabía donde estaba el cervix y soy chica hasta hace poco no había oído hablar. Es lo que une el utero y la vagina por eso la copa mestrul no se cuela al utero jaja es casi imposible que se quede dentro así que tranquiliza ya que es un agujero muy pequeño como la uretra osea no se siente.

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