la clase de pintura

 

        Me apunté a clases de pintura por recomendación de un psicólogo. Ya hacía meses que había perdido mi empleo y tenía la sensación de que nunca más volvería a sentirme útil. Eso me hizo deprimirme y acomodarme. Llegó un momento en el cual no salía de casa —como mucho, para recoger una compra que hubiese realizado previamente por internet— y, la verdad, si miro con retrospectiva, puedo llegar a entender mi actitud. Es raro, pero cuando llevas años en la misma rutina, aunque sea una rutina que odies, es un duro golpe para tu autoestima que te la arrebaten de repente. 

Me despidieron porque, según mi jefa, me distraía demasiado y mi aspecto era cada vez más lamentable. También puedo llegar a entender mi actitud en ese momento. Mi pareja se había marchado sin más. Me desperté una mañana y no estaba en la cama y, cuando me dirigí a la cocina, había una nota: «Necesito irme un tiempo. No te culpes de nada. No es culpa tuya. Solo necesito respirar un poco. Te quiero.».

Yo me dejé caer en el sofá y me serví un café sin dejar de mirar la puerta, como haría un perro al que dejas en casa cuando te vas a trabajar. Pero los días pasaban y los meses pasaban y esa puerta nunca se abría. En ese momento, entendí que el problema sí era yo y que si mi pareja se había ido sin mí era porque yo no valía lo suficiente. Tal vez por eso tardé meses en empezar a descuidarme y nadie en mi trabajo supo relacionar mi abandono físico con el abandono sentimental que había experimentado.

Como sea, yo acabé en el despacho de mi jefa recibiendo una carta en la que me decían que de un tiempo a esta parte no cumplía con los mínimos exigidos por mi puesto, por lo que se veían obligados a prescindir de mí.

Y volví a casa a derrumbarme en aquel sofá y a mirar la puerta. Sin trabajo, sin pareja y sin autoestima. 

¿Nunca te ha pasado que necesitas ver a alguien para contarle cualquier cosa? En la tele a veces se ven señoras mayores que entran en un ascensor y le cuentan su vida entera a alguien que está demasiado ocupado como para escucharlas. En aquella época, entendía perfectamente a esas señoras. Así que, decidí dejarme caer por las escaleras de mi bloque y me esperé, ahí, en el suelo, como un juguete olvidado, a que algún vecino me viese.

Cuando me encontraron, llamaron a una ambulancia y me trasladaron al hospital. Me había partido el coxis y poco más, pero la doctora insistió en preguntarme si me había tropezado o me había escurrido o me había mareado o qué había ocurrido —para descartar causas neurológicas, según me dijo—.

—Me tiré por la escalera porque quería hablar con alguien —me sinceré.

Entonces me derivó a psicología y comencé a hablar con el psicólogo dos veces por semana. Me dijo que podía aprovechar los meses de recuperación por la fractura del coxis en hacer alguna actividad creativa, que me vendría muy bien y me ayudaría a pensar más positivamente e incrementar mi autoestima. 

Y, como desde mi más tierna infancia había soñado con aprender a dibujar, me apunté a clases de pintura. No tenía fe en esa terapia, he de reconocerlo. Pero pronto, en el momento en que vi mi primer trabajo terminado, supe que me equivocaba. Supe que la idea de aquel psicólogo era buena de verdad.

Tanto fue así que, en un par de meses, dejé de ir a hablar con mi terapeuta porque, según me dijo él mismo, ya no era necesario seguir acudiendo a sus citas. Así que, lo que hice, fue incrementar las clases de pintura en dos horas más a la semana en sustitución a las dos horas de terapia.

Entonces, pasé de ir a clases de pintura durante una tarde a la semana, a ir además dos mañanas. Y fue por la mañana cuando una compañera se me acercó por detrás.

—¡Me gusta muchísimo tu cuadro! —me dijo.

Yo me volví y la vi, tan sonriente y angelical.

—¡Muchas gracias! —miré un bloc de dibujo que llevaba entre los brazos—. ¿Me enseñas alguno tuyo?

Ella rio tímidamente.

—Mejor no, la verdad es que llevo poco tiempo y aún no he conseguido pintar nada de lo que me sienta orgullosa.

—¡Yo también empecé hace poco! —le dije—. Pero en este lugar aprenderás mucho y muy rápido, ¡ya lo verás! La profe es muy paciente y explica todo muy bien.

Ella asintió sin perder la sonrisa.

—¿Te importa? —me dijo señalando el caballete de mi derecha, que no se encontraba ocupado.

—¡Claro que no! —dije invitándola a sentarse.

Ella se sentó y abrió su bloc por un dibujo que tenía empezado. Era un ejercicio que la profesora me había propuesto hacía menos de una semana y que yo también había dejado a medias.

Tal vez por el autoestima recuperado gracias a las clases de pintura o tal vez por el hecho de recuperar un contacto social por ínfimo que resulte, decidí apartar del caballete la pintura en la que estaba trabajando y sacar el mismo dibujo que ella estaba haciendo.

—Me atasqué en este punto —le dije, enseñándole mi proceso.

Ella lo miró y después miró el suyo.

—¿Ves? Te pasa lo mismo que a mí —me dijo—. Es este árbol, ¿lo ves? La sombra del árbol no me convence…

Observé su dibujo y el mío y pude entender a lo que se refería.

—Sí, es cierto —le dije—. Si te apetece, podemos ir pintando nuestra lámina al mismo tiempo, así podemos ayudarnos.

—¡Buena idea! —sonrió ella—. ¿Cómo crees que podríamos solucionar lo del árbol?

Yo miré mi dibujo y después el suyo. Me paré a pensarlo un momento y pronto encontré la solución.

—Estamos pagando a una profesora, ¿no? —le dije a la chica—. Mejor que ella nos los explique.

Y reímos como en el colegio, haciendo el menor ruido posible. Después levanté la mano para llamar la atención de la profesora. Ella se nos acercó y yo le señalé el dibujo.

—¿Podrías echarnos una mano con el tema de las sombras? Creo que este árbol no queda bien porque las sombras no son realistas.

La profesora asintió y se dirigió a todo el aula.

—¡Escuchadme un momento, por favor! —dijo—. Veo muy a menudo que tenéis un problema a la hora de representar las sombras en vuestros dibujos porque os obsesionáis demasiado con las formas de los objetos que estáis dibujando y no tenéis en cuenta la luz.

Se colocó en el centro de la clase y extendió una tela blanca, como una especie de sábana, tapando la pared. Después, acercó un par de focos y encendió uno de ellos.

—Dejad lo que estéis pintando para más tarde, vamos a hacer un ejercicio en común —dijo la profesora—. Necesito que no penséis en las figuras que voy a poner aquí. Solo os tenéis que fijar en las sombras que hacen y en las sombras que proyectan. Olvidaos por un momento del objeto y obligad a vuestro cerebro a detectar dónde incide la luz.

Dicho esto, agarró el paragüero que había en la entrada del aula y lo colocó frente al foco encendido. 

Todas las personas que acudíamos a sus clases comenzamos a dibujar aquel objeto. La profesora se paseaba entre los caballetes.

—Observad cada tono de sombra —decía—. Observad cómo entre el negro de la sombra más oscura y el blanco de la luz más clara, hay una docena de tonos que podemos representar.

Después, colocó una silla frente al paragüero. 

—Observad cómo la luz y la sombra de un objeto, tiene repercusiones en los objetos que le rodean —dijo.

Y los alumnos comenzamos también a pintar la silla. Era cómo mágico. Pronto no veía un paragüero ni una silla. Pronto veía una sombra que dibujaba cada uno de los desperfectos del paragüero y luces que reflejaban el trenzado del mimbre de aquella silla.

La profesora desapareció del aula por la puerta de atrás y volvió con más objetos.

Colgó un bolso de uno de los brazos de la silla y un balón de fútbol al lado del paragüero. Encendió un segundo foco y colocó muy cerca de él una grapadora que proyectó su larga sombra sobre el resto de cosas.

—Fijaos en cómo ese balón proyecta las sombras —dijo la profesora—. Fijaos en cómo refleja las luces. Podemos utilizar el conocimiento que nos da observar una esfera para dibujar las sombras de un cráneo, por ejemplo.

Miré el bloc de mi nueva compañera y pude ver que se estaba agobiando por la velocidad del ejercicio, así que decidí interrumpir a la profesora.

—¿Entonces, con este entrenamiento, podríamos dibujar una figura humana?

—¡Por supuesto! —exclamó la profesora—. Con este ejercicio le estamos diciendo al cerebro que se olvide de reconocer figuras y que deje de idealizarlo todo. Le estamos pidiendo que se centre únicamente en las luces y las sombras.

Miré a mi compañera y le sonreí para animarla. Pero ella debió de malinterpretar mi gesto porque, en lugar de continuar con su dibujo, cerró su bloc y se sentó en la silla que la profesora había colocado en el centro del aula.

El resto de los asistentes a la clase seguimos dibujando —en este caso, a ella—, mientras la profesora seguía con su clase.

—Una vez que nuestro cerebro asimile que no nos interesa la figura que tenemos delante —dijo la profesora—, dará igual si se trata de un balón de fútbol o de un paisaje o de una persona: seremos capaces de dibujar lo que vemos. Todo lo que vemos es luz y color. Las formas son sólo una consecuencia de cómo inciden las luces sobre los colores.

La profesora volvió a salir del aula y volvió con un cráneo de resina. 

—Quiero que observéis cómo la luz incide sobre los salientes de este cráneo —dijo señalando las cavidades oculares del mismo—, y cómo, justo al lado de cada uno de ellos, se proyecta una sombra que oscurece su alrededor.

Le dio el cráneo a mi compañera y ella lo sostuvo en su regazo para que el resto pudiésemos pintarlo.

—No os preocupéis por los detalles —dijo la profesora—. En diez minutos, veremos los resultados.

Y los diez minutos pasaron y todos soltamos nuestros lápices. 

—Vale —dijo la profesora—, ahora, cada uno de vosotros, saldrá aquí en medio y nos dirá al resto qué dificultades ha encontrado en su dibujo.

Y, por orden, desde el fondo de la clase, mis compañeros pasaban al centro, enseñaban sus dibujos y nos decían sus dificultades.

El primero de los dibujos, lo miré con sorpresa —su autor pintaba bien para ser tan vago—. El segundo dibujo, lo miré con extrañeza, porque tenía algo en común con el primero que nos habían enseñado, aunque no era una técnica tan depurada. El tercero de los dibujos, lo miré con tanto terror que no me quedó más remedio que levantarme y mirar los dibujos de cada una de las personas que allí estaban.

—¿Ocurre algo? —preguntó la profesora.

—Tengo que irme —atiné a decir.

Corrí a mi caballete, agarré mi bloc y lo guardé lo más rápido que pude.

Mi compañera me agarró por el brazo.

—¿Te pasa algo?

—Me pasas tú —contesté.

Y su sonrisa se volvió grotesca, como si acabase de entender que yo había descubierto su secreto. 

Salí del aula tropezándome con todo y sin mirar atrás, tratando de asumir que todos y cada uno de mis compañeros habían dibujado el paragüero y la grapadora y la silla y el cráneo sobre la silla, pero solamente yo había pintado a aquella chica tan sonriente y angelical.

Me apunté a clases de pintura por recomendación de un psicólogo, pero ahora no podré volver a clases de pintura nunca más.

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