una historia de amor en Aluche


Fui un inexperto casi todo el tiempo. Fui, a mi manera, un inexperto en absolutamente todo. Ella, por el contrario, parecía estar de vueltas casi todo el tiempo. Ella, a su manera, parecía estar de vueltas de absolutamente todo. Yo, solitario y taciturno, llevaba toda la tarde bebiendo whisky barato. Ella, distraída y sin complejos, llevaba demasiado tiempo hastiada de su relación. Un observador externo, te hubiese dicho que tal vez por eso buscó una aventura —y eso se nos podría aplicar a cualquiera de los dos—.

—¿Siempre estás tan solo? —me preguntó ella.

No creo que estuviese segura de tener interés alguno en mí, pero algo tenía yo que le llamaba la atención. Me limité a mirarla.

—No se me da demasiado bien hablar con nadie— contesté.

—Lo sé —y se sentó a mi lado—. Entonces, ¿qué haces aquí?

Me encogí de hombros sin tener demasiado claro a dónde coño quería llegar con ese tipo de pregunta. 

—Me han invitado.

Volví a dar un trago a mi whisky y saqué la pitillera que guardaba en el bolsillo del pecho de mi camisa. Me puse un cigarro en la boca y, antes de que pudiese siquiera pararme a buscar mi encendedor, ella me dio fuego.

—¿Quieres un pitillo? —le pregunté.

Ella asintió con una media sonrisa en la cara demasiado pícara como para ser inocua. Entreabrió los labios y dirigió sus dedos con delicadeza hasta mi boca. Me quitó el cigarro encendido y comenzó a fumárselo. No sabía cómo reaccionar, así que, solté una risilla nerviosa, saqué otro cigarrillo y, esta vez, rebusqué entre los bolsillos de mis pantalones mi propio encendedor. 

Le dije mi nombre; ella me contestó que ya lo sabía.

—Vamos a la misma clase —me dijo.

La miré extrañado. No podía comprender cómo había olvidado a una compañera que ahora se me antojaba tan atractiva.

—No suelo prestar demasiada atención a la gente —dije a modo de disculpa.

Ella volvió a sonreír. Colocó su larga melena detrás de su oreja y yo no pude evitar asomarme al balcón de su escote. Llevaba los dos primeros botones de la camisa abiertos y, desde la perspectiva adecuada, era capaz de ver su sujetador rojo burdeos rematado con encaje.

—¿Por qué filosofía? —pregunté.

—¿Perdón? —ella me miró con los ojos muy abiertos.

Di una larga calada a mi cigarrillo.

—Me refiero, ¿por qué filosofía y no…? —me encogí de hombros—. No sé, ¿cualquier otra cosa?

—¿De verdad quieres hablar de eso?

Volví a encogerme de hombros.

—Vamos juntos a clase, ¿no? —di un trago a mi whisky—. ¿Por qué no hablar de lo que tenemos en común? Por ejemplo, nuestra carrera.

—Sólo estamos en primer año… —dijo sin perder su sonrisa.

—Suficiente para saber por qué filosofía y no otra cosa, ¿no crees?

—¿Qué más dará eso ahora?

—No lo sé —le dije—, sólo quería hablar de algo.

—¿Por qué no, mejor, echamos un polvo… —ella buscó con la mirada una puerta cerrada. Señaló con su uña esmaltada en rojo una que había en el fondo del pasillo— allí?

No supe qué contestar en un primer momento. ¡Ponte en mi lugar! Sólo había ido a aquella fiesta para hacer bulto. Noté cómo mis pupilas se dilataban y sentí un leve mareo. Nunca antes me habían propuesto sexo de aquella forma.

—Es la casa de mi compañero de clase —dije yo, tratando de quitarle la idea.

Ella rio a carcajadas.

—¡También es la casa de mi compañero de clase!

Reímos.

—¿Por qué no vamos a mi casa? —dije yo.

Me agarró del brazo y me sacó de aquel piso de estudiantes. Y caminamos de la mano, parando a besarnos apasionadamente cada pocos metros. Mi boca, con sabor a whisky y tabaco, pudo diferenciar en su boca el aroma a gintonic. Por un momento, me planteé si era ético acostarme con una chica que andaba borracha. Me quedé ensimismado varios segundos.

—¡Eh! —me gritó ella—. ¿Estás bien?

—Sí, es sólo…

—¿No quieres follarme? —su tono adoptó un matiz entre pícaro e irritado.

—Sí, claro que quiero —guardé silencio unos segundos y pronto entendí que yo también estaba borracho y que, además, era mucho más probable que cualquiera se aprovechase de mí en lugar de al revés—. Mucho. Me apetece mucho.

Y nos volvimos a besar.

En aquel entonces, yo tenía una habitación alquilada en un piso que compartía en el barrio de Aluche con otros estudiantes a los que apenas conocía. Cuando llegamos, aparté la ropa desordenada que tenía sobre mi cama tirándola al suelo, después la desnudé. Pude comprobar que sus bragas lucían el mismo encaje y color burdeos que su sujetador. Recordé a un viejo amigo que solía decir que, si una mujer se conjunta la ropa interior, ha salido de su casa pensando en follarte. Me quitó la ropa y me tiró con violencia contra el colchón. Después se subió a horcajadas sobre mí y lo hicimos durante horas.

A la mañana siguiente, sin habernos dado cuenta, habíamos comenzado una relación estable basada en la infidelidad de ella a su novio de toda la vida y en mi soledad, acostumbrado a vivir anclado en una vida sin contacto humano. A la mañana siguiente, sin habernos dado cuenta, habíamos comenzado una relación con base en la toxicidad de una noche de borrachera y el desconocimiento mutuo, pero enganchados a la sensación de plenitud que nos dio cada una de las veces que nos corrimos juntos.

Así, como si hubiese una especie de piloto automático con el que vivir, les expliqué a mis compañeros de piso que, algunos días, recibiría visita. Ella, decidió traerse algo de ropa a casa para las pocas noches que pasaríamos juntos. Luego el cepillo de dientes, luego el ordenador portátil y, pronto, pasaba más horas en mi casa que en la suya propia.

Hacíamos vida encerrados en mi habitación: allí comíamos y escuchábamos música y veíamos películas. También allí, follábamos como dos enfermos.


           —Hoy me ha llamado —dijo ella una noche, sentada en la cama entre apuntes de filosofía.

—¿Hoy te ha llamado, quién? —pregunté yo, sentado en el escritorio frente al ordenador.

Pero yo ya sabía quién.

—Ya sabes quién… ¿Me das un cigarrillo?

Alargué la mano y cogí un paquete de cigarros que reposaba sobre el escritorio. Saqué dos, encendí uno y se lo pasé. Después encendí el otro y di una larga calada.

—¿Y qué coño quería? —dije sin mirarla a la cara.

—¿Qué va a querer? ¡Joder, después de tantos años!

—¿Sabe que hay otra persona? —dije golpeando el cigarro sobre el cenicero, tratando de apartar una ceniza que aún no se había formado. 

Ella dio una calada a su cigarro.

—¿De verdad crees que es necesario? —dijo con tono cansado, como aburrida de mantener siempre la misma conversación.

—¿Te has parado a pensar en que, tal vez, dejaría de llamar si supiese que estás con alguien?

—¿Te has parado a pensar en todos los años que hemos compartido? —dijo en tono burlón—. Nos íbamos a casar, joder…

—Creo que aún le quieres… sinceramente, creo que…

—Pásame el cenicero —dijo ella, interrumpiéndome para acabar con aquella conversación.

Le alargué el cenicero. Ella sacudió la ceniza de su cigarro y me acarició con los dedos. Yo retiré mi mano como si la de ella quemase y ambos guardamos silencio un momento.

—Algún día, cogeré el teléfono cuando llame ese capullo y le diré: «¡Eh, deja en paz a mi chica!».

—No es ningún capullo. Es sólo que no entiende por qué hemos roto.

—Es normal que no lo entienda. Yo tampoco lo entendería.

Ella resopló con resignación.

—Mírame cuando hablamos. ¿Qué coño sugieres?

Pero yo no separé la vista de la pantalla.

—Que le digas que hay otro, así de fácil.

—¡No es nada fácil! —dijo ella, comenzando a levantar la voz—. Han sido muchos años, ¿no lo entiendes, joder?

—¡Sí, lo entiendo! —dije con ironía—. Yo lo entiendo todo, ¡joder! ¡Os ibais a casar!

—No te pongas sarcástico, ¿quieres?

—¿Por qué no, mejor, me entiendes tú a mí? —yo también levanté la voz—. ¿Qué tal si la chica con la que he estado saliendo nosécuántos años y con la que me iba a casar me llamase cada puto día?

—Nunca has estado tanto tiempo con una chica. No sabes lo que estás diciendo… Pásame el cenicero, ¿quieres?

Cerré la tapa del ordenador portátil con fuerza. Después, giré mi silla mirándola por primera vez desde que la conversación comenzó.

—Si la hubiese tenido, no me hubiese follado a una desconocida el primer día en que me dirigió la palabra —me levanté y dejé caer el cenicero en la cama, junto a ella—. Eso es mucho más de lo que tú misma puedes decir.

Y salí del dormitorio antes de que ninguno de los dos dijésemos nada más.

Casi todas las conversaciones acababan en reproches y los reproches terminaban en acaloradas discusiones. Pero yo estaba acostumbrado a que mis compañeros de piso no notasen mi presencia y prefería que así siguiese siendo. Por eso, cuando las discusiones comenzaban a subir de tono, me marchaba de la vivienda y paseaba por el barrio. Casi siempre, sacaba mi teléfono y llamaba a un amigo —el único que, realmente, había logrado acercarse a mí durante todo el curso—.

—¿Qué tal, tío? —le decía al aparato—. ¿Te pillo ocupado?

—¡Sabes que puedes venir siempre que quieras, joder! —solía contestar él desde el otro lado de la línea.

Entonces, caminaba por mi barrio. Paraba en un chino a por un par de latas de medio litro de cerveza y continuaba mi paseo hasta la casa de mi amigo. Allí, charlábamos mientras nos bebíamos las cervezas. Yo me desahogaba y él, mucho más experimentado en relaciones, me daba consejos que yo solía ignorar. Pero, entre la ida, las cervezas y la vuelta, la situación con ella había perdido tensión y ambos estábamos más abiertos al diálogo.

—He sido un capullo —solía decirle—. No tenía que haberte hablado así.

—He sido yo —solía contestar ella—, tampoco me he portado bien contigo.

Después nos abrazábamos en silencio y ambos pedíamos disculpas a nuestra manera y ambos perdonábamos a nuestra manera. Después, echábamos el más tierno y fogoso de todos los polvos para demostrarnos nuestro amor incondicional.

Así pues, sólo dos estados de ánimos se contemplaban en la pareja: nos amábamos o nos odiábamos. Follábamos con desenfreno o tratábamos de matarnos. Nunca se alcanzaba el equilibrio, la estabilidad que hace falta para que la convivencia no sea nociva. Pero nosotros no nos dábamos cuenta y nos negábamos a aceptar sin más que éramos incompatibles, así que nos esforzábamos por complacer al otro, buscando la raíz de cada discusión y tratando de solucionarla.


           La noche en que ella me llamó —una de las pocas noches que no dormimos juntos— y pidió verme, acepté encantado y caminé calle abajo hacia la parada del metro. Después de una docena de paradas y un transbordo, llegué a su barrio. Caminé hasta estar junto a su portal y le escribí un mensaje para avisarle de que ya estaba abajo.

«Bajo ahora mismo», contestó ella.

Miré el móvil irritado. No terminaba de comprender que ella no me hubiese invitado a subir.

«Ok.», me limité a contestar. Me hubiese encantado poder poner el punto después del Ok en un tamaño tan grande que mostrase mi descontento.

A los pocos segundos, ella bajó las escaleras de su portal, nos saludamos con un beso y me pidió que me sentase en un banco cercano. Recostados sobre el frío metal, compartimos un cigarrillo.

—Ha vuelto a llamarme —me dijo.

Entrecerré los ojos y negué con la cabeza. 

—No, espera —dijo poniéndome la mano en el regazo—. Me ha vuelto a llamar, pero yo le he… Dame una calada. Yo le he dicho que hay otra persona. 

Saqué otro cigarro. 

—¿Y bien?

—No deberías fumar tanto, joder… Tampoco deberías beber tanto… Te estás matando tú solito. 

—¿Eso es lo que te ha dicho ese tipo? —pregunté con el cigarro apagado en la boca.

—No, eso te lo digo yo. Él no me ha creído —dijo ella devolviéndome el cigarro.

Di una larga calada.

—Al menos tú has cumplico con tu parte.

—Pero no puedes ser así, ¿ves? Si hablo de algo que no te conviene, fumas el doble. O te marchas si discutimos y después vuelves oliendo a alcohol…

—Me pongo nervioso, ¿qué es lo que no entiendes? —dije.

—Creo que desconfías de mí siempre que me llama.

—No es eso, sólo me irrito y fumar me relaja —guardé el cigarro apagado de nuevo en la pitillera—. Tú ya has hecho tu parte.

—Pero no me ha creído cuando le he dicho que había otra persona.

—Ya no es tu problema.

Ella guardó silencio.

—Me siento sucia, joder… creo que lo mejor es que dejemos de vernos.

Cabeceé.

—¿Quién? ¿Tú y yo?

—¿Quién si no?

Me levanté del banco y me marché.

—¿Te vas, sin más? —me dijo ella—. ¿No vas a decirme nada?

—Que podrías haberme dejado por mensaje.

Caminé un par de minutos y saqué mi teléfono y marqué el de mi amigo.

—¿Estabas dormido? —pregunté.

—No, tío —contestó él—. ¿Todo bien?

—¿Puedo ir a tu casa a tomar una copa?

—¿Ahora?

—Estabas dormido, ¿no? —pregunté una vez más.

Se oyó un bostezo.

—Da igual. ¡Ven a casa, joder!

Y eso hice. Y, después de tomarnos un par de copas de whisky, volví a casa y, antes de meterme en la cama, le escribí un mensaje a ella para decirle que no quería que nos separásemos y que la amaba y que quería que pasásemos toda la vida juntos. Ella me contestó al poco rato diciéndome que no había podido pegar ojo y que sólo pensaba en verme. Y que no teníamos que haber roto y que quería verme. El metro ya estaba cerrado, por eso, ella salió de su casa y comenzó a andar hacia mi barrio y yo salí de casa y comencé a andar en dirección al suyo y nos encontramos cuando el sol salía por el este de Madrid y nos besamos apasionadamente y volvimos a su casa, donde pasamos todo el día durmiendo abrazados y despertamos por la noche. Después, cogimos el metro y fuimos a mi casa a continuar con nuestra vida en el punto en el que la habíamos dejado, sin hablar ni por un segundo de lo ocurrido la noche anterior.

Pocos días después, estando en mi casa, su teléfono empezó a sonar. 

—Está volviendo a llamar —me dijo ella.

Yo me encogí de hombros.

—¿Lo cojo?

—¿Por qué no?

Ella descolgó el teléfono y yo saqué un cigarrillo.

—Te pedí por favor que no volvieras a llamar —dijo ella.

Yo estaba expectante, tratando en vano de escuchar lo que aquel tipo tenía que decirle. Ella me hizo un gesto, llevándose los dedos a la boca, para que le pasase un cigarro.

—Simplemente conocí a otra persona, ya está —le dijo ella al teléfono.

Le encendí un cigarrillo y le acerqué el cenicero. Después, rebusqué en la papelera una lata de cerveza vacía para echar ahí la ceniza de mi pitillo.

—Es un compañero de clase, es imposible que lo conozcas… No, no llores… ¡Claro que significaste algo! Lo significaste todo… No vuelvas a llamar, ¿quieres?

De repente, sus pupilas se dilataron. Le hice un gesto impaciente, tratando de preguntarle en silencio qué es lo que estaba pasando.

—Sí, claro que me parece justo —dijo al teléfono—. No, es sólo que… Sí, llevas razón. Lo entiendo. Gracias por todo… Sí, de verdad… Tú también. Adiós. 

Colgó el teléfono y se llevó las manos a la cara.

—Tenemos un problema.

—¿Qué problema? —pregunté.

—Nunca te he hablado de… en fin, nos íbamos a casar. Él trabaja en la empresa de su padre… digamos que me ha estado echando una mano con el alquiler mientras estudio la carrera, pero ahora… creo que es comprensible, ¿me entiendes?

—No, no te entiendo —contesté.

—¡Que no tengo dinero para pagar el alquiler, joder! —dijo ella.

Guiado por la pulsión que era la vela que movía aquella relación, dije sin más:

—No te preocupes, viviremos aquí.

—¿Aquí, en tu habitación?

—Así es.

Ninguno de los dos pensamos realmente en las consecuencias de aquella acalorada decisión, pero aquel mismo día comenzamos a vivir juntos.

Ahora que su expareja dejaría de llamar, ambos asumimos que acabarían las discusiones y que nuestra relación se convertiría en una balsa de aceite. Sin embargo, las discusiones siguieron igual de activas, sólo cambiaron de protagonista.

—Me ha llamado el casero —dije sin más—. Nos ha subido el alquiler.

—Hijo de puta… —contestó ella.

—¡No, joder! No es un hijo de puta. Ahora gastamos el doble de agua y de luz y de gas y mis compañeros se han empezado a quejar de que ya no eres una visita.

—¿Y tú no me has defendido? —preguntó irritada.

—¡No creo que hubiese nada que defender, joder!

—¡Tenías que defenderme a ! ¿Es que no lo ves?

—Tenía que defender la razón —dije yo—, lo entiendas tú o no.

Guardamos silencio unos segundos.

—¿Qué hacemos? —me preguntó.

—Hablaré con mi jefe. Le diré que me deje más horas. Los fines de semana se llena el bar, joder. Te puedo asegurar que soy necesario.

—No, no es justo —dijo ella—. Yo buscaré un trabajo.

—¡No hace falta! —dije con rotundidad—. Ahora vienen los exámenes y todas esas mierdas, es mejor que consiga unas cuantas horas más en el curro y que tú sigas estudiando.

Y la conversación siguió mientras la coherencia se perdía. Yo pensaba que ella había perdido calidad de vida por haber dejado a su expareja y ella sabía lo que yo estaba pensando, pero ninguno nos atrevíamos a decir nada. Así que el ambiente comenzó a crisparse casi de forma automática y, justo antes de que una discusión se derramase, saqué mi teléfono y escribí un mensaje a mi amigo. 

«¿Te apetece tomar una cerveza?».

«Estoy en casa. Ven cuando quieras».

A las dos o tres horas, reaparecí por mi casa.

—¿Dónde has estado? —me preguntó ella.

—Salí a pasear —contesté vacilante.

—¿Has bebido?

—Mejor dormimos y hablamos mañana, ¿quieres?


        Como si fuese una decisión acordada, dejé la carrera para comenzar a trabajar a jornada completa en el bar en el que antes trabajaba sólo los fines de semana. Ella, por su parte, tenía demasiada presión encima como para centrarse en el curso, por lo que suspendió la mayor parte de las asignaturas ese año.

Y aquella situación sólo crispó más el ambiente: ahora ambos teníamos motivos más que suficientes para culpar al otro de lo aborrecible de nuestra vida. Yo ponía copas en el bar sin dejar de pensar que ella no se estaba esforzando lo más mínimo por sacar adelante los estudios que yo había tenido que abandonar. Ella consideraba que había renunciado a un matrimonio perfecto que le daría un buen trabajo y un alto nivel de vida para malvivir en un cuchitril en un piso compartido.

Pronto las discusiones comenzaron a basarse en nuestra situación económica. Ambos nos sentíamos vacíos, pero, a la vez, enganchados a nuestra pareja. Nuestra relación comenzó a ser como la que tienen el adicto y la droga: de aspereza y rechazo durante el contacto, pero de deseo agónico e impaciencia durante la abstinencia.

Derrotada por la incapacidad de sentirse realizada, ella decidió comprar un perro para tener una vida a la que cuidar. Yo maldije el hecho de que ella pagase por un animal convencido de que adoptando en la perrera podríamos haber salvado a un cachorro, pero también me maldije porque, inevitablemente, pensé en que adoptar nos hubiese ahorrado una cantidad insultante de dinero. Además, no paraba de pensar en el desfalco que suponía para nuestra cuenta corriente hacernos cargo de un perro.

Todo empeoró el día en que fui a pagar la compra en un supermercado y me rechazaron la tarjeta por falta de fondos. Saqué mi teléfono y la llamé. Ella me explicó que el perro necesitaba una serie de vacunas y juguetes y una cama y una correa de paseo y comida y que eso podía haber supuesto un gasto extra, por lo que lo más probable es que tuviera que pedir al dependiente que me quitase parte de la compra de la cuenta. 

Miré la cola de gente que se estaba formando esperando a que yo pagase y me sentí agobiado, así que me disculpé con el dependiente y le pedí que anulase la cuenta entera. Después, salí del supermercado con el teléfono aún en la oreja y comenzamos a discutir. Fue una discusión fuerte. La conversación se alargó durante todo el trayecto hacia mi casa, adquiriendo cada vez un tono más desagradable y agresivo. Colgué el teléfono justo en el momento en que llegué al portal de mi bloque.

Cuando entré en el piso, ella lloraba en la cama reprochándome el tono usado durante nuestra discusión.

—¿Es que te crees que sigues saliendo con un niño pijo? —le grité.

Ella no contestó. Se acercó al perro y le puso la correa de paseo.

—Eres un pedazo de mierda —me dijo antes de salir con el perro de la habitación.

—¡Sí, soy una mierda! —grité desde la habitación—. ¡Eso es lo que haces que me sienta!

Ella salió del apartamento dando un portazo. Yo me quedé mirando la puerta cerrada desde el pasillo. Uno de mis compañeros de piso se asomó para pedirme que bajásemos el tono. «¡Que te den por el culo, hijoputa, pensé. Pero no se lo dije. Sólo pedí disculpas y me encerré en mi cuarto.

Comencé a mirar al techo mientras notaba que el pulso se me aceleraba. Cogí el teléfono y traté de llamarla, pero ella no contestaba. Noté cómo la frustración y la ansiedad comenzaban a corroerme. Lo intenté una segunda vez y una tercera y una cuarta, pero ella rechazaba la llamada cuando apenas habían dado un par de tonos. Me aparté el teléfono a un lado. Unos segundos después, lo volví a coger.

«¿Te pillo en mal momento?», escribí en un mensaje a mi amigo.

Unos minutos después, me contestó:

«¿Estás bien?».

«¿Te apetece una cerveza?», pregunté.

«Dame media hora y nos vemos en mi casa», contestó mi amigo. 

Pensé en intentar contactar ella una última vez, pero sabía que si no respondía conseguiría irritarme más y más. Me sentía tan agobiado entre aquellas cuatro paredes que decidí salir a pasear mientras esperaba a que mi amigo pudiese recibirme.

Caminé por mi barrio sin un rumbo fijo, deseando de alguna manera encontrarme con ella. Después, preferí no verla aún, por lo que evité los parques u otros sitios donde ella pudiese estar paseando al perro. Miré mi reloj y el tiempo parecía haberse detenido. Me metí en un bar y me tomé tres o cuatro tragos de whisky mientras esperaba a que la media hora acordada con mi amigo pasase. Caminé hacia su casa parando en el chino para comprar dos latas de medio litro de cerveza. Llegué al bloque de mi amigo y saqué el teléfono.

«Ya estoy abajo», escribí.

Él no contestaba a mi mensaje, por lo que decidí llamarle. Tampoco él respondía a mis llamadas. Miré al cielo y comprobé que estaba empezando a oscurecer. Abrí una de las latas de cerveza y me la comencé a beber sentado en la acera. 

Después de un rato, ya había apurado la primera lata de medio litro y, después de comprobar que mi amigo no me había devuelto la llamada ni contestado al mensaje, abrí la segunda. Empecé a beber despacio porque ya me notaba algo pedo. No había cenado y tampoco tenía comida en casa, por lo que pensé en caminar un poco mientras me terminaba la segunda cerveza para mantenerme activo de alguna manera. Di un par de vueltas a la manzana y, cuando me acabé la segunda lata, decidí volver a casa.

Comencé a caminar algo borracho y completamente deprimido. Me sentía tan solo que deseaba que me atracasen o algo así para, al menos, conseguir algo de contacto humano. Estaba a mitad de camino cuando mi teléfono sonó.

—Perdóname, hermano, se me ha pasado la hora —dijo la voz de mi amigo al otro lado de la línea.

—No pasa nada, ¿todo bien? —contesté.

—¡Claro! ¿Y tú, todo bien?

—Todo bien —mentí—. ¿Siguen en pie esas cervezas?

—Sí, por supuesto —me dijo él—. Además, me apetece contarte algo. ¿Vienes?

—Claro.

Colgamos la llamada y volví a encaminarme a su casa. No había avanzado demasiado cuando fui consciente de que me había bebido las cervezas, así que me di la vuelta y volví al chino a por dos latas de medio litro más. Las compré y volví a retomar mi camino.

Llegué a su bloque y le escribí un mensaje para avisarle de que ya estaba abajo. Él no tardó en abrirme. Me monté en el ascensor apoyándome contra las paredes. Fui consciente de que, ante la idea de ver a mi amigo, mi depresión desaparecía, pero mi borrachera se hacía más y más presente.

Traté de serenarme. Sólo eran cuatro pisos. 

El ascensor llegó a la cuarta planta y yo me bajé. Me dirigí a la puerta del apartamento en el que vivía mi amigo y, en lugar de encontrármela abierta, como solía pasar, tuve que tocar con los nudillos para que me abriesen desde dentro. Él se asomó a los pocos segundos.

—¿Qué tal estás, tío? —preguntó nada más abrir.

—Bien, supongo… ¿Puedo pasar?

—Verás —mi amigo miró al interior del piso—, la verdad es que me he echado una novia. Entiéndeme, tampoco novia. Digamos que es un rollete, ¿vale?

—Entiendo…

—Mejor bajamos y nos tomamos las cervezas en la calle —propuso—. Tirados en un banco o algo así, ¿te apetece?

Lo pensé por un momento.

—No, mejor las tomamos otro día. No quiero molestar —contesté.

Mi amigo me miró a los ojos en silencio.

—Como quieras… —dijo después de unos segundos—. ¿Estás bien?

—Sí.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Vale… Cuídate, ¿quieres? Mañana hablamos.

Asentí mientras me daba la vuelta.

Volví a montar en el ascensor, más deprimido aún que antes de recibir la llamada de mi amigo.

Me senté en la acera, justo frente a la puerta del bloque del que acababa de salir y abrí una de las latas de cerveza. La apuré rápido y abrí la segunda. Comencé a bebérmela mientras fantaseaba con la idea de morir de frío allí mismo. De que una ambulancia me recogiese o, mejor aún, el camión de la basura. Que me llevasen a tomar por culo de allí o me tirasen a un vertedero como el pedazo de mierda en el que me había convertido.

Terminé la cerveza e hice un cálculo mental: cuatro tragos de whisky y cuatro latas de medio litro de cerveza equivalen a dos vasos completos de whisky y dos litros de cerveza. Sabía que era demasiada priva para un estómago vacío, por lo que decidí dirigirme a un callejón para intentar vomitar. Al tratar de levantarme, me tambaleé y volví a caer de culo. Sentía que iba a morir de un coma etílico de un momento a otro. Me levanté más despacio y comencé a caminar de vuelta a casa.

Ahora no me importaba si me encontraba con un atracador o con un asesino o con un comando terrorista o con el mismo Dios. Sólo necesitaba decirle a alguien lo mal que me sentía. 

Caminé y caminé y, entonces, mi teléfono sonó. Miré la pantalla tratando de enfocar con mucha dificultad por culpa de la melopea y pude ver que era ella. Descolgué en silencio.

—¿Hola? —dijo ella después de varios segundos.

—Hola.

—¿Dónde estás?

—Paseando. Estoy… aquí, pase… ando.

—¿Estás borracho?

—Tengo mucho frío.

—¿Por qué estás borracho?

Yo no contesté.

—¿No piensas venir a casa en toda la noche? —me preguntó ella.

—Sí, ya estoy de camino.

—¿Con quién estás?

—Sólo estoy… camino y ya… no estoy con nadie. 

—¿Por qué coño estás borracho?

—Tengo que colgar, tengo mucho frío.

Y guardé mi teléfono de nuevo. Caminé varios minutos más, tambaleándome por parques y calles solitarias y poco iluminadas.

Ya no quería encontrarme con Dios ni con un comando terrorista ni con un asesino ni siquiera con un atracador. Sólo quería llegar a casa y entrar en calor.

Deambulé con torpeza por mi barrio hasta llegar al portal. Subí las siete plantas en el ascensor, evitando vomitar por el ligero vaivén que este provocaba. Llegué a la puerta de mi piso compartido y abrí con torpeza, procurando inútilmente no hacer ningún ruido.

Desde el pasillo pude ver, por la rendija de debajo de la puerta de mi dormitorio, cómo se encendía una luz dentro de la habitación. También pude escuchar al perro andar por el suelo y olisquear por debajo de la puerta.

No tenía fuerzas para comenzar una batalla perdida.

Estaba demasiado borracho y ya me habían derrotado lo suficiente por un mismo día.

Me giré sobre mí mismo y, después de dar un traspiés, decidí dormir en el sofá.

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