directos desde la cuarentena parte 2: abril

 

El día cuatro de abril decidí hablar de libros y cómics eróticos. Para no sentirme tan sólo en ese páramo que es la madrugada, invité a mi amiga Cecilia al directo. Ella es escritora erótica, por lo que comprendí que tenía cosas que aportar al tema. Este es el texto que abrió la velada:

 

«—¿Por qué no escribes algo erótico? —me preguntó una amiga una vez.

—Algo hay —le contesté yo—. Algo hay…

Y es verdad que algo hay, aunque no como ella puede pensar. El erotismo forma parte de mi personalidad y me gusta que así sea. En el arte, en la vida y en mi mirada.

Si escribo algo lo suficientemente largo, habrá al menos una escena erótica, una referencia al desnudo o a la pornografía o una insinuación nada sutil. 

Sin embargo, cuando le digo que algo hay, no me refiero a esos fragmentos esparcidos por mis textos. Me refiero a que, realmente, algo hay. Sin embargo, lo que hay es escaso y firmado con otro nombre. Un nombre femenino, de hecho.

No sé si por timidez o porque he caído en la trampa de lo íntimo y aceptable. No me cuesta hablar de mis miserias y de la puta mierda que suele suponer estar vivo. Lo que sí me cuesta es hablar de sus ligueros y de la puta pasada que es escuchar cómo se corre «por soleares»

Es abrumador que alguien te pregunte: «¿Has estado llorando?» cuando ve que tienes los ojos vidriosos, pero no se atrevan a preguntarte: «¿Ha sido un buen polvo?», cuando te ven con cara de bobo.

Intento reivindicar el sexo como expresión social. Me siento mal porque incito, a veces, a cometer delitos y no a follar entre compañeros de piso. Digamos que mis vicios son otros y el sexo —que no el erotismo—, requiere de una cantidad de contacto interpersonal que tolero con muy poca gente. Invítame a una orgía y seré el tipo que se sienta en un rincón a beber bourbon mientras el resto se lo monta allí mismo. 

Erotismo, seducción, sexo… son conceptos tan distantes que sólo pueden ir de la mano.

Del erotismo, hablo a menudo. Soy torpe en la seducción y, en cuanto al sexo… bueno, de sexo mejor que hable otra gente que de verdad tenga algo nuevo que aportar al tema.

Sean bienvenidas y bienvenidos al pequeño catálogo de los horrores de mi cuaderno.»

 

 

        El día nueve de abril, decidí desempolvar mis libros de poesía. Algún día fui poeta. Pero era un poeta cínico e hipócrita, porque reconozco que leo poca poesía y la poca que leo la entiendo mal. Sin embargo, tengo mis referentes —Bukowski, Kutxi Romero, Neruda…— y, aquella noche, aprovechamos el directo para leer algunos poetas menos conocidos, sonetos descarados y alguna que otra sorpresa para los presentes. El texto con el que comenzó la sesión fue el que sigue:

 

«Cada día veo las mismas caras. Como si lo original realmente no existiese. El hastío se adueña de mí en la mayoría de ocasiones y ahora, de repente, las mismas caras se ven sólo a medias, cubiertas torpe e inútilmente por un trozo de tela que no nos salvará mucho más de lo que lo hace rezar un par de rosarios para que todo esto acabe: es una cuestión de fe y seguridad. O al menos de lograr sus sensaciones. ¿Qué más da llegados al punto en el que estamos?

La cuestión es que hay un tipo amable que siempre que viene a mi trabajo se despide diciendo: «¡Que paséis un buen día!». Sin embargo, el otro día nos dijo otra cosa: «¡Que no lo pilléis ninguno!», dijo. Supongo que es el nuevo «que pases un buen día» entre otras cosas, porque es obvio que nadie tiene ya un buen día.

Me pregunto qué pasaría si descongelasen hoy mismo a Walt Disney. Murió en su pleno apogeo personal: la edad de oro de la animación americana. Hay quien dice, incluso, que esa era terminó el mismo día en que Walt murió. También dice que lo congelaron para poder resucitarlo más tarde. Imaginaos que lo resucitásemos hoy.

Si yo fuese él, después de los años vividos, después de morir, verme resucitado en mitad de una era caótica, con mi industria venida a menos, mis parques de atracciones cerrados al público, las salas de cine vacías y mis películas pirateadas en internet… supongo que yo mediría que volvieran a congelarme. O me pegaría un tiro, qué se yo.

El que se pegó un tiro creyendo que ya había vivido de todo fue Hunter S. Thompson. ¿Ahora qué, viejo borracho? Te has perdido el apocalipsis.

Es mala época para el cine, pero la mejor época para los poetas. ¡Qué pena que dejase el vicio de la poesía hace años cuando, como a Hunter, parecía haberme pasado ya de todo! Por suerte, sigue habiendo almas perdidas que encuentran su purgatorio en un puñado de versos.

Por desgracia, la mayoría, solemos mirar incólumes a sus llantos desconsolados.

Sean bienvenidas y bienvenidos al pequeño catálogo de los horrores de mi cuaderno.»

 

 

        El último de los directos se celebró la madrugada del veintiocho de abril. Fue el comienzo de la vuelta progresiva a la normalidad. Aunque limitadas, ya se podían hacer actividades fuera de casa y, por ese motivo, decidí hacer un último directo a modo de despedida. Leyéndolo en perspectiva, puede que parezca caer en el derrotismo y la falta de fe en el género humano. Pero hay que reconocer que, a fecha de hoy y en pleno rebrote del virus, el final del texto es casi premonitorio:

 

«Quiero proponer un brindis por la estupidez humana.

Pero, para ello, primero deberíamos entender el significado primigenio del juego. Todos los cachorros, de todas las especies animales, juegan. El juego nos sirve para entrenarnos en ser mayores. Los leones juegan a ocultarse sigilosamente y a cazar. Los perros juegan a pelear entre sí para entrenar sus fuerzas y los humanos pequeñitos juegan… pues bueno, juegan a los adultos.

La impaciencia es un rasgo intrínseco en los juegos. Supongo que es una cuestión de supervivencia: cuanto menos tardes en completar un juego, menos tardarás en empezar otro nuevo y, por lo tanto, menos tardarás en aprender cosas que más tarde, cuando seas un adulto, tendrán cierta utilidad —tal vez indirecta, pero utilidad al fin y al cabo—. Supongo que por eso puedes jugar a plantar un árbol con los alumnos de un colegio, pero no puedes pedirles que se hagan cargo de una tomatera desde su germinación hasta que podamos recoger sus frutos. Aún no tienen la paciencia necesaria para mantener la atención en una sola actividad durante mucho tiempo. Digamos que, una de las muestras más claras de madurez —de ingreso en la edad adulta—, es la paciencia.

Y ya que hablamos de juegos, observemos cómo las niñas y los niños tienden a agarrar todo lo que tienen a mano. Piensan que todo les pertenece y les irrita no acceder a cada cosa que desean. Supongo que es otro rasgo evolutivo: en condiciones salvajes, el acceso a objetos nos sirve para sobrevivir. Sin embargo, cuando nos hacemos adultos tenemos que aprender a desprendernos y a renunciar a según qué cosas a las que no tenemos acceso. Así pues, podemos decir que otro rasgo de las personas adultas es su capacidad de desapego a ciertos bienes y, por qué no decirlo, renuncia a ciertas personas o relaciones interpersonales.

Si observas a la gente que se ve claramente feliz, practican la paciencia y el desapego… supongo que no es casualidad. Supongo que han cumplido con el objetivo de cualquier existencia: desarrollarse plenamente como seres vivos y esperar a que les llegue el fin. 

No puedo terminar el brindis sin hablar de televisión y consumismo. Son las herramientas más valiosas con las que cuentan nuestros amos capitalistas. Nos mantienen en ese estado infantil de deseo perpetuo e inmediatez. ¿Te has parado a observar los anuncios? «Quieres eso, lo que coño sea que vendan, y lo quieres ahora. Por un euro más, entrega en veinticuatro horas. Si vienes este mes, el descontamos el IVA. Si compras hoy el teléfono de mil pavos, mañana tendrás que tirarlo porque hemos mejorado nosequé mierdas que antes no necesitabas, pero ahora es imprescindible». Y así siempre. ¿Cuántos eslóganes se pueden resumir en hazlo y hazlo ya? ¿Cuántas marcas te han pedido, de alguna manera, no pienses, actúa?

Pues eso… la televisión y el consumismo son las mejores herramientas idiotizantes y depresivas con las que pueden mover nuestros hilos sin que nos demos cuenta…

Por eso creo, sinceramente, que no es casualidad que el mismo día en que permiten a nuestras hijas y nuestros hijos salir a la calle, nos juntemos todos como una pandilla de borregos. Sé que nos sorprenderemos el día en que la trampa del virus se reinicie y consigan que se nos olvide lo que hemos pasado hasta hoy.

Pues eso, quiero brindar por la estupidez humana: ese fenómeno tan involuntario y, a la vez, tan nuestro.

Sean bienvenidas y bienvenidos al catálogo de los horrores que encontré en mi cuaderno.»

 

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