La muerte del antihéroe (ultima potum)

 

—Me he fijado en que casi todas las cosas que escribes giran en torno a una conversación —me dijo mi mujer.

—¿Y qué coño tiene que ver eso con estar completamente seco? —le contesté yo.

Llevaba más de dos horas sentado frente al teclado y era incapaz de encajar un par de frases con sentido. Llevaba más de dos meses sin sentarme frente al teclado.

—Solo te digo que igual te hace falta eso: hablar con alguien.

—Me hace falta volver a ser yo —dije cerrando la tapa del portátil—. Volver a la noche, a los bares, a mis borracheras y a mi falta de tranquilidad. Y eso no volverá nunca.

Instintivamente, rebusqué entre mis bolsillos un paquete de tabaco. Pronto recordé que ya no era fumador.

—¿Por qué esa necesidad? —me preguntó.

—¿Qué necesidad? ¿A qué te refieres?

—Me refiero a que no entiendo la necesidad de ser un tipo autodestructivo.

Yo negué con la cabeza.

—No hay ninguna necesidad de ser autodestructivo. Es que soy así, no es algo que pueda elegir… —perdí la mirada en el techo, tratando de encontrar las palabras adecuadas—. Quiero decir que era así. Que todo lo que he sido hasta ahora se regía por unas costumbres y actitudes que ya no están. Ya no estarán jamás, de hecho. Lo que te estoy tratando de decir es que, aunque haya salido del hospital, lo que me convertía en mí mismo, murió en aquella habitación.

Me llevé las manos a la cara. Me apetecía llorar y un abrazo, pero no sé cómo hacer lo primero cuando me están mirando. Tampoco sé cómo pedir un abrazo.

—Pues creo que también he perdido mi capacidad para escribir.

Mi mujer se sentó a mi lado.

—Eso no es algo que pueda perderse… solo necesitas tiempo.

—Llevo sin poder salir de casa casi dos meses… tengo tiempo de sobra —le contesté.

Ella cabeceó y se me acercó un poco más.

—No me refiero a ese tipo de tiempo… —posó su mano en mi rodilla—. Me refiero a tiempo para recuperarte del todo. Para habituarte a la medicación. Para volver a ser tú.

Yo guardé silencio. Me daba pereza volver a explicar lo mismo una y otra vez: yo, ahora, era de otra manera. Y no era temporal. Era de otra manera para siempre.

—¿Me dejas leer lo que has escrito? —preguntó mi mujer.

Volví a abrir la tapa del ordenador y lo giré hacia ella.

—Me cuesta concentrarme —le dije yo, como disculpándome por lo que iba a leer incluso antes de que ella empezase a hacerlo.

La observé mientras leía. Yo sabía que lo que había escrito era una basura.

Un folio y poco más. La historia de un tipo que está tan jodido que lo han tenido que rellenar de algodón para que no se deshiciese por ahí.

—¿Es como te sientes? —me preguntó mi mujer.

—¿Qué te ha parecido? —pregunté yo.

—Es una rayada —se limitó a decir mi mujer.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Sí la responde.

—Sinceramente creo que no te atreves a decirme lo que piensas de verdad —le dije yo.

Ella se encogió de hombros.

—Sabes hacerlo mejor —me dijo.

«Sabía hacerlo mejor», pensé decirle. Pero no dije nada por aquello de no repetir lo mismo una y otra vez.

—Voy a pasear —dije.

—¿Quieres que te acompañe?

—Prefiero ir solo.

—Te has enfadado, ¿verdad? —preguntó mi mujer.

—No demasiado —contesté—. Quiero decir, que no por tu comentario. Estoy enfadado porque sí. No tengo claro por qué. Solo quiero que me dé un poco el aire.

Y salí de casa y caminé y pensé.

No estaba cómodo conmigo mismo pero era consciente de que lo que me pasaba estaba dentro de la normalidad.

Un día, sin más, mi vida cambió. No me encontraba como siempre, fui al médico y me hospitalizaron y me hablaron de porcentajes de éxito y de fracaso, de posibilidades de sobrevivir y de posibilidades de hacer vida normal. Me hablaron de medicación para hoy, medicación para los próximos meses y medicación para toda la vida.

Me hablaron de alcohol, de drogas, de tabaco y comidas y de cómo todo eso estaba prohibidísimo a partir de ahora.

Me hablaron de grupos de apoyo psicológico, de síndromes de abstinencia y de situaciones cercanas a la muerte.

Me hablaron de mutilaciones y de muchos más porcentajes y posibilidades.

Todo se había mezclado en mi cabeza y se agitaba y se recolocaba y no tenía del todo claro cuáles de las situaciones me afectaban y cuáles no y cuáles me afectarían en un futuro y cuáles se me olvidarían para siempre.

Lo que recuerdo con total claridad es la cara de preocupación del doctor: «Deberías quedarte ingresado», me dijo.

También la cara de la doctora que me trató durante mi internamiento: «Has perdido mucha sangre», me dijo ella.

Iba caminando de forma automática y sin darme cuenta llegué a un bar. Entré y pensé en que no podía tomar alcohol ni gas ni café, así que volví a salir antes siquiera de dar los buenos días.

Paseé por el parque y vi el estanque y a los patos. Paré sobre el puente y los animales se arremolinaron debajo mis pies esperando a que les tirase algo de pan.

Me bajé del puente y caminé hasta una panadería. Compré una barra pequeña y volví al lago.

Sobre el puente en el que había estado hace unos momentos, un anciano se apoyaba y observaba los patos.

Me paré a su lado y comencé a tirar pan al lago.

Los patos se agolpaban y los peces acudían a la superficie. Era como si el agua hubiese comenzado a hervir. Me relajó y me pareció poético.

—Una vez oí que los patos enferman al comer pan —me dijo el anciano.

Lo miré, me miró y, sin decir nada, giré mi cuerpo y seguí caminando.

Tiré el resto de la barra en la primera papelera que encontré y me dirigí hacia mi casa de nuevo.

En el camino de vuelta a casa sentí frío en los brazos y dolor en las piernas.

Todo eran efectos secundarios de la medicación. Como el insomnio, el mal humor, la falta de concentración, el dolor dental, las diarreas y la desorientación.

Llegué a mi barrio y vi a varios chavales jugando en el descampado. Traté de recordar cuando yo también era un crío que jugaba en la calle, pero mi memoria se arremolinaba y ningún recuerdo llegaba a mí con nitidez. Conforme me acercaba a ellos, sus voces me reverberaban en la cabeza produciéndome migraña, como si un par de tornillos se enroscasen en mis sienes. 

Abrí el portal y encaré la escalera sabiendo que mi casa estaba aún muy lejos. Pude notar las palpitaciones del corazón en mi tripa y en los tobillos, por lo que decidí subir por el ascensor.

Entré en casa y mi mujer leía en silencio un libro sobre asesinatos. 

—¿Estás mejor? —me preguntó con dulzura.

Yo la miré con el semblante serio, le quité el libro y lo sostuve con una mano frente a su cara. El libro comenzó a temblar como si estuviese en el epicentro de un terremoto. El temblor de mis manos se pasó a mis brazos y después a mis piernas. Me dejé caer sobre el sofá y pude notar cómo estaba más y más ligero.

—¿Eso es que no? —preguntó mi mujer.

Cogí aire y lo solté despacio.

—Soy una sombra de lo que fui —le dije—. No puedo andar, ni entrar en los bares, ni recordar nada con claridad y me han regañado por echarle pan a los patos. Tampoco soporto el aire ni el sol ni los ruidos y me cuesta incluso respirar. Me siento como…

—Tómatelo con calma, por favor —me interrumpió mi mujer.

—Tú me has preguntado —le dije.

—Sí. Y ahora, te pido que te lo tomes con calma.

—Pero me has interrumpido.

—Pero creo que he captado cómo te sientes —me dijo mi mujer con tono calmado.

—Es útil, si quieres entender lo que te están contando, que escuches hasta el final de la frase —le dije a mi mujer.

—Tú deberías hacer el ejercicio de escuchar a los demás de vez en cuando… —me dijo mi mujer con tono irritado, aunque sin perder la paciencia.

—Tengo demasiadas cosas importantes en qué pensar como para escuchar cada mierda que tenéis que decirme.

Mi mujer, lejos de enfadarse, sonrió y me besó.

—¿Lo ves? —me dijo—. Sigues estando ahí.

Me levanté del sofá, me senté frente al ordenador y comencé a escribir.

 

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