el mejor amigo del hombre.

 

 

Nunca había sentido más conexión con ningún otro ser vivo que con ese perro. 

Ni con su madre, la estirada institutriz; ni con su padre, el galardonado militar. Ni siquiera con Micaela. 

Sentado en el suelo, en la ladera de una colina lejana, observaba a su perro corriendo hacia él con un palo en la boca. Esbozó una sonrisa. Ese perro lo entendía realmente. Acarició la cabeza dorada de su querido amigo, se incorporó y volvió a lanzar el palo todo lo lejos que pudo. Aquel perro —un labrador de ocho años—, corrió ágilmente, como un destello de oro, detrás del trozo de madera. Él volvió a sentarse y su sonrisa se desvaneció de nuevo.

Tal vez había sido un poco injusto. Micaela era distinta. No, de ninguna manera se podía meter en el mismo saco que al resto de gente. Miró la punta de sus deportivas y pensó en ella. Micaela era pura y limpia e inocente. Ella no tenía que haber pasado por aquello. Eso fue una putada.

El labrador volvió corriendo, soltó el palo a los pies del chico y comenzó a ladrar impacientemente. Él se enderezó, sacudiendo su cabeza para ahuyentar los malos pensamientos y amagó varias veces antes de volver a tirar aquel palo lleno de babas. Le gustaba amagar los tiros porque era capaz de comprobar la inteligencia del animal. Con el primero, el perro corría despavorido mirando al cielo, esperando que el palo lo adelantase sobre su cabeza. Luego volvía con su dueño y comprobaba que el palo seguía en su mano. Entonces, amagaba otra vez, pero esta vez el perro no corría, sino que esperaba impaciente, ladrando y saltando alrededor del chico hasta que el palo volaba por los aires y los músculos se le tensaban y corría como un demonio tras él.

El palo rebotó varias veces y él trataba de agarrarlo en el aire, pero no lo conseguía como fruto de su impaciencia. El chico lo miraba sonriendo y pensaba en Micaela.

También estuvo muy unido a ella. Su madre estaba ocupada convirtiendo a las hijas de otras mujeres en estiradas como ella. Su padre andaba siempre guerreando en países cuyos nombres no se podían pronunciar. Sólo Micaela se quedaba en casa. Tranquila, haciendo dibujos con las ceras de colores. Una vez, dibujó un astronauta: «¡Seré astronauta!», dijo aquel día, «Cuando sea mayor, seré astronauta y te llevaré conmigo a la luna». Ya, en aquel momento, el chico sabía que Micaela nunca llegaría a ser mayor. Sonrió con nostalgia mientras veía acercarse a su perro de nuevo.

El animal llegó hasta él y, en lugar de soltar el palo a sus pies, forcejeó con el chico a modo de juego. Después, aflojó la mandíbula, permitiendo que el chico cogiese el palo, y comenzó a separarse sin perderlo de vista. El chico tomó impulso y lanzó el palo a quince o veinte o treinta metros. El labrador dorado corrió y corrió con la lengua por fuera. El chico trató de recordar la cara de Micaela. Había quemado todas sus fotos. No quería recordarla estando enferma y, realmente, nunca estuvo del todo sana. Siempre la consideró muy madura para su edad.

—¿Qué crees que nos hubiese aconsejado Micaela si estuviese viva? —le preguntó a su perro, cuando volvió con el palo.

Acarició al animal entre las orejas y volvió a lanzar el madero por los aires. El perro corrió y corrió y él se paró a recordar.

Pensó en el día en que decidió marcharse de casa. En cómo se acercó a la cama de Micaela y la despertó con un susurro.

Mica, me voy de casa —le dijo.

La niña se desperezó y le dio un beso en la mejilla.

—Es por papá, ¿verdad? —preguntó la niña.

El chico asintió.

—Piensa que él también se fue de casa de los yayos, y eso que los yayos molan bastante… —concluyó ella.

—Sí, molan mucho. Creo que me iré a vivir con ellos… pero vendré a verte cada día, ¿vale? —prometió el chico.

Y la niña le dio un profundo abrazo.

—Ángela me ha dicho que estoy tan flaca porque me estoy muriendo —dijo Micaela sin romper el abrazo. 

—Mándala a tomar por el culo la próxima vez.

La niña rompió el abrazo y lo agarró por los hombros y miró a los ojos del chico.

—No —dijo ella—, le he dicho que ella también se va a morir aunque esté gorda.

—Bien hecho —y la besó en la frente y se colocó el petate que llevaba con las cosas que consideraba imprescindibles sobre el hombro y se marchó de su casa sin más.

«Micaela era jodidamente madura», pensó mientras veía acercarse a su perro de nuevo. «Cuando me fui, ella debía tener nueve o diez años». Sintió una punzada en el pecho.

—Nueve años, amigo —le dijo a su perro cuando este lo alcanzó—. Nunca cumplió los diez años.

Lanzó el palo y pensó en sus padres, en cómo le dijeron que iba a tener una hermanita, en cómo se enteró de que su hermana había nacido con nosequé enfermedad congénita y que moriría antes de los quince —tal vez, veinte— años. Una neumonía se la llevó a los nueve. Era un ser humano magnífico que se fue por no tener un sistema inmune fuerte. Era inocente como una niña, pero audaz e inteligente como los adultos. «Me imagino que su personalidad tenía mucho que ver con el hecho de pasase la vida yendo y viniendo al hospital y rodeada de adultos preocupados constantemente», pensó el chico. En cambio, sus padres, eran tiranos e intolerantes. Les preocupaba el estatus y la imagen pública y que el chico estudiase derecho.

Él no tenía el menor interés en estudiar derecho ni arquitectura ni nada, la verdad. Sólo quería vivir. Estar en el mundo sin más.

Se fue de casa a los dieciséis años para vivir con sus abuelos y no tardó en buscar un trabajo para independizarse. Sólo encontró trabajos basura para jóvenes sin cualificación, pero no tenía demasiados gastos y consiguió ahorrar algo de dinero pensando en el futuro. Cuando su abuelo murió, sus padres y tíos decidieron llevar a su abuela a una residencia de ancianos. Allí le diagnosticaron alzhéimer y pasaba los días mirando por la ventana, esperando a que su padre —el bisabuelo del chico—, doblase la esquina a su vuelta de la quesería en la que trabajaba.

Él dejó de ir a verla la tercera vez que lo confundió con su tío, el hermano pequeño de su padre.

Su perro volvió a un paso algo más lento, como una especie de trote, soltó el palo a sus pies y lo miró fatigado, con la respiración pesada y la lengua por fuera.

—Sólo un par de veces más, ¿vale? —dijo el chico. Y se agachó y agarró el palo y lo lanzó lo más lejos que pudo. El perro sacó un resquicio de energía para correr tras él y alejarse en la oscuridad de la noche que había empezado a caer en aquel páramo.

Ahora estaba bien jodido. Con lo poco que tenía ahorrado y lo que heredó de su abuelo, el chico había decidido pagar la entrada de un piso. Era su proyecto personal: comprar una casa, conocer a un chico con quien compartir su vida, tal vez adoptar un par de niños y vivir. Vivir sin más. Tampoco le preocupaba no encontrar el amor, siempre podría vivir con su fiel amigo. Con el único ser vivo —aparte de Micaela— que lo había entendido realmente. El que ahora corría con un palo babeado en la boca hacia él.

El perro alcanzó al chico, soltó el palo y se tumbó a esperar. El chico se puso en cuclillas para acariciar a su mascota.

—Si conociésemos a un chico que nos quisiera —le dijo al perro—, tendríamos que explicarles a los viejos que su único hijo es gay… ¿Cómo crees tú que se lo tomarían, eh? —agarró el palo y se enderezó—. Si al menos Micaela estuviese viva, ella suavizaría bastante las cosas. 

Y lanzó el palo y el perro se levantó pesadamente y comenzó a correr exhausto a por él. 

La noche había llegado y el palo cayó pesadamente en la oscuridad. El perro no vio el lugar y se puso a olfatear el suelo buscando su preciado juguete. 

Pensar en sus padres le enfurecía. Había perdido su trabajo y no tenía medios para pagar la hipoteca de su casa. Había recibido dos cartas del banco exigiendo que pagase el montante que debía. La tercera carta fue un aviso de desahucio programado para la semana siguiente.

Estaba rendido, no quería luchar más. Sólo le quedaba una opción: volver a casa de sus padres. Llevar a su perro a la perrera y buscar un trabajo decente y pagar la hipoteca de una casa embargada para evitar acabar en prisión y, sobre todo, dejar de ser él mismo para evitar matarse con su progenitor. 

El perro encontró el palo entre la maleza y volvió a trote lento y jadeante.

—¡Siéntate! —dijo el chico, con tono cariñoso—. ¡Buen chico! Y ahora, espera aquí.

Echó a andar sin dejar de mirar al perro. El animal comenzó a emitir un gemido agudo y penoso.

—¡Espera ahí! —dijo el chico, alejándose varios metros—. ¡Quieto!

Y continuó alejándose.

Cuando se había separado de su perro a quince o veinte metros, el perro echó a andar tras él.

—¡No, quédate ahí! —el chico volvió hasta colocarse a la altura de su amigo. El perro movía el rabo cansado—. Alguien te encontrará y cuidará de ti, te lo prometo. Debes quedarte aquí.

Y comenzó a andar de nuevo, pero el perro no dejaba de seguirle. 

Entonces el chico tuvo una idea. Volvió al sitio donde habían dejado el palo, lo recogió y lo tiró con fuerza, pero el perro no corrió tras él. El chico volvió a sorprenderse de la inteligencia del animal. Se dio la vuelta llorando y lo abrazó.

—No puedes venir, ¿lo entiendes? —le dijo—. Allí donde voy, no puedes venir.

El perro comenzó a lamerle la cara, tratando de limpiar sus lágrimas. El chico se enderezó y comenzó a caminar. El perro caminó junto a él. Llegaron al coche y el chico abrió la puerta del conductor.

—¡Siéntate! —volvió a pedirle al perro. El animal obedeció—. Ahora, espera ahí.

Se sentó al volante y arrancó el coche sin parar de llorar. Cerró la puerta y miró por la ventanilla a su fiel amigo. Bajó el cristal.

—Alguien te encontrará y cuidará de ti, ya lo verás —le dijo al perro, tratando a la vez de convencerse a sí mismo. 

Al poco de comenzar su marcha, miró por el retrovisor y comprobó que el perro estaba ahí, esperando, tal y como él le había pedido. De pronto, comprendió que nadie cuidaría de su amigo como él mismo lo había hecho. Así que frenó el vehículo y salió de él con el motor aún arrancado.

—¡Me cago en la puta! —gritó llorando de impotencia—. ¡Me cago en la puta mierda! 

Se secó las lágrimas y emitió un silbido.

—¡Ven, Rubio!

El perro corrió entusiasmado y se abalanzó sobre su dueño. Comenzó a lamerle la cara y el chico lo abrazó y besó en el cuello. El animal estaba más feliz que nunca.

El chico abrió la puerta del copiloto y le pidió al perro que subiese. El animal obedeció y se sentó en el asiento del acompañante, tal y como hacía siempre. El chico dio la vuelta al vehículo y se montó en el asiento del piloto.

—Estaremos juntos siempre, te lo prometo —le dijo al perro, a la vez que le colocaba un enganche que fijaba el arnés del animal al cinturón de seguridad.

El chico también se puso el cinturón y comenzó a conducir por vías rurales, adentrándose más y más en la negrura de la colina. Llegó a una carretera secundaria y comenzó a conducir a gran velocidad. Encendió la radio y comenzó a cantar un viejo blues que daban en la emisora en ese mismo momento.

Se sentía libre y vivo. 

Conducía rápido y, en mitad de una recta, miró a su amigo. El perro estaba fijo en la carretera, con la lengua por fuera, fatigado del esfuerzo de aquella tarde.

—Estaremos juntos siempre —le repitió. Y le acarició detrás de la oreja izquierda. Después, desabrochó el enganche que unía el arnés del animal al cinturón de seguridad, desabrochó su propio cinturón y aceleró más y más hasta alcanzar los ciento cincuenta kilómetros por hora y, al llegar al final de la recta, despeñó el vehículo más de doscientos metros, colina abajo.

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