la belleza brutal de la naturaleza.
Esta mañana, cuando me dirigía al trabajo, vi
a dos pájaros revoloteando tras una mariposa. Los pájaros chocaban entre sí,
volando erráticos tratando de cazar la mariposa. Esta, por su parte, huía de
las aves zigzagueando. Me recordó a esas películas londinenses en las que salen
galgos persiguiendo a una liebre que huye de sus fauces. Seguí la escena con la
mirada y me maravilló. Pensé en que la naturaleza es bella y brutal al mismo
tiempo.
Cuando la
mariposa se ha perdido en la inmensidad del cielo, mi mirada se ha desviado
hacia la terraza del ático del bloque de enfrente.
Mi vecina
está apoyada en la barandilla con su sujetador deportivo y un moño casi
deshecho.
Ella es
bonita.
Atractiva a
su manera.
No es especialmente
guapa y su cuerpo está demasiado trabajado, como si cada uno de sus músculos
estuviese esculpido en madera. Su mirada es triste y fría. Se nota que es
alguien que ha visto muchas cosas. Cosas desagradables. Tampoco es de extrañar
que su físico sea fibroso y fuerte, debe tener un trabajo duro que le obliga a
mantenerse muy en forma. Lo sé porque, a veces, desde mi ventana miro la suya y
un día pude ver cómo se quitaba el abrigo y, de la axila, le colgaba una vaina
con un arma. Una pistola o un revólver o yo qué sé.
Tal vez es
militar o policía o investigadora de homicidios o algo así. Eso explicaría su
mirada tan apagada y su necesidad de mantenerse fuerte. Puede que incluso por
eso tenga esa actitud tan… no sé… segura de sí misma. Tal vez es lo que la hace
tan atractiva.
En cualquier
caso, ella no parece feliz. Casi nunca la veo contenta cuando la observo.
Juraría que nunca sonríe.
Tal vez en
su trabajo ve cosas tan duras que le impiden ser feliz del todo.
Mientras la
observaba hoy, apoyada en la barandilla de su terraza, exhausta y sudada
después de sus ejercicios matutinos, mirando una ciudad que comienza a
despertar, le he sonreído. No he sido capaz de ver si ella me sonreía a mí o
no, así que he pensado en levantar el brazo y saludarla, pero no lo he hecho.
No me he atrevido porque, detrás de ella, ha aparecido él.
Él, con su
traje caro y su corbata a medio anudar, la ha abrazado por detrás sin importar
que ella estuviese sudada. Ha besado un lateral de su cuello y ella ha girado
su cara buscando su boca para devolverle el beso, pero no ha sonreído.
Me imagino
que él se esfuerza por hacerla feliz, pero no lo consigue.
Por su
aspecto y actitud, él debe ser un gran empresario o algo así. Es elegante y
siempre se mantiene limpio y aseado. Bien afeitado y dando la impresión de que
lleva sin envejecer varios años.
Recuerdo una
época en la que el garaje de nuestro edificio se inundó. La constructora asumió
que había sido un error de diseño y, mientras lo resolvían, permitió que la
gente de mi bloque aparcase sus vehículos en las plazas libres del bloque de
enfrente. Entonces, una mañana como la de hoy, en el ascensor, me encontré con
él. Tan alto y fuerte e impoluto. Tan bien peinado y afeitado y perfumado. Tan
perfecto. Tan divino que era casi inhumano. Tan fuera de lo común que me
acomplejó.
—Que tengas
un buen día —me dijo con una voz profunda, como de locutor de radio de
madrugada, antes de salir del ascensor.
—Igualmente
—le contesté sintiéndome insignificante.
Miré mi
reflejo en el espejo del ascensor, con mi mono de trabajo lleno de restos de
óxido y pintura vieja, mis botas con punta de acero maltrechas, mi barba
descuidada y mi melena, cada vez más escasa y despeinada, rodeando ese gesto
triste y ojeroso que se nos queda a los obreros. Aquel día, me sentí la viva
imagen del fracaso.
Ahí estaba
esta mañana, abrazándola y besándola y agarrando ese musculoso culo e incapaz
de hacerla feliz.
Tal vez ella
acumulaba demasiada tensión. No sé, tal vez, en realidad, ella es una espía
secreta que debe mantenerse en forma, armada y en alerta constante y eso le
agota y le impide disfrutar del resto de cosas. En cualquier caso, él es su
marido, por lo que debería saber que es espía, aunque eso sea un secreto. Y él
se esfuerza mucho, pero en vano, en hacerla feliz.
Me imagino
que llega agotado de esas largas reuniones que tienen los empresarios
importantes, toma una ducha y se acicala. Me imagino que se pone ropa igual de
elegante que la que usa para trabajar, pero menos formal, y se sienta a esperar
a que ella llegue a casa del trabajo. Se sirve una copa y escucha música
refinada en su ático de diseño. Entonces la puerta se abre y ella entra. En un
primer momento, se extraña de verlo tan arreglado y bebiendo a media tarde. Me
imagino que, en ese momento, por la cabeza de ella, sobrevuela la idea de que
él le haya sido infiel y esté arreglado para otra mujer. Pero pronto retira ese
pensamiento porque sabe que no está siendo objetiva. Viene de ver toda la
mierda que ve en su trabajo y eso la mantiene alerta y la impide relajarse
cuando llega a casa.
Me la
imagino quitándose el abrigo, dejando ver la culata de la pistola o el revólver
o lo que sea que cuelga de su axila. Entonces él se le acerca con una copa para
ella, la besa y la invita a relajarse en el sofá un rato. Después le dice que
tome una ducha y se ponga guapa, que tiene una sorpresa que darle.
Me imagino
que ella acepta, aunque no le apetezca demasiado, se encamina a la ducha y, a
mitad de camino, se gira y le pregunta:
—¿Qué haría
yo sin ti?
Y, entonces,
él sonríe y le dice con su voz de locutor de radio de madrugada:
—Ni idea,
pero, ¿sabes qué haría yo sin ti? —y, después de que ella niegue con la cabeza,
él concluye—. Morirme.
Y ella
esbozaría una sonrisa no del todo sincera y retomaría el camino a la ducha sin
estar demasiado conforme con la respuesta.
Claro que él
no sabe eso. Él cree que ha contestado bien. Sin embargo, ella tiene ahora una
presión que antes no tenía.
Me imagino
que ella reflexionaría en la ducha. El agua caliente recorriendo cada uno de
sus tersos músculos, liberaría el estrés y, tal vez —sólo tal vez—, llore a
escondidas.
Las lágrimas
se mezclan con el agua y piensa en cómo dejarle. Ella quiere a ese hombre, pero
no puede soportar a alguien tan débil. No puede imaginar a alguien que muera
por no tenerla.
Pero ella
tampoco parece demasiado comunicativa. Me imagino que, de tener que dejar a ese
hombre, lo haría con una nota para evitar verlo hecho una mierda. Su nota de
suicidio también debe ser por el estilo. Pero ella es demasiado sofisticada
como para hacer un documento en Times New Roman a 12 puntos. Ella escribiría la
nota a mano o tal vez con máquina de escribir. Cualquiera de los dos formatos
le impediría borrar el texto. Demostraría que tiene seguridad en cada palabra
que escribe.
Me imagino
que se pondrá elegante, con un traje de dos piezas en lugar de con vestido de
noche.
Él le dirá
lo bella que está y se besarían. Bajarían en ese ascensor en el que me sentí la
imagen del fracaso y se subirían a su coche de alta gama.
Recorrerán
la ciudad escuchando música ligera hasta llegar a la sala de cine más
sofisticada de la ciudad.
Me imagino
que él habrá elegido una buena película para ver, pero ella tendrá su cabeza en
otro lado.
Al salir del
cine, irán a un buen restaurante al norte de la ciudad. El maître les
invitará a sentarse en la barra mientras esperan a que una de las mesas se
quede libre.
Él tomará
whisky y ella un vino blanco francés.
—¿Qué harías
si yo te faltase? —preguntará ella.
—Matarme
—contestará él.
Ella negará
con la cabeza y dará un trago a su copa.
—No. No es
justo —le diría ella—. Tu vida no puede depender de mí.
—Pues me
temo que me quedaría hecho una mierda. Tan destrozado que no valdría la pena
vivir.
—Pues no es
justo. Tampoco creo que tuvieses lo que hay que tener como para matarte.
Él cabeceará
pensando en qué responder.
—Tal vez no
podría matarme, pero sí que podría dejarme morir. De hambre o alcohólico.
Ella
asentirá pensativa y no volverá a hablar de ello durante un rato.
Pero no
quiere que ese tema caiga en el olvido. Desea retomar la conversación en el
mismo punto.
Por eso,
cuando ya se han sentado a cenar, insiste:
—¿Te
dejarías morir si yo te faltase?
—¿Qué te ha
dado hoy? —preguntará él algo irritado.
Y él la
mirará a los ojos. Y ella lo mirará a él con sus ojos tristes y oscuros y
preocupados. Él sonreirá complaciente, pero ella no tendrá fuerzas como para
devolverle la sonrisa. Es que, ese rostro es tan alicaído… Deberías verlo para
saber a lo que me refiero. Se nota que ha vivido mucho y que ha visto cosas
horribles y que eso la mantiene preocupada y alerta.
Ella, sin
dejar de mirarle a los ojos, alargará la mano izquierda sobre la mesa, buscando
la de él.
Él, alargará
la mano derecha en busca de la mano de ella. Se tocarán y agarrarán.
—¿Qué te preocupa?
—preguntará él.
—Que te
dejes morir y tengas una lenta agonía.
Él torcerá
el gesto extrañado, pero, antes de poder reaccionar, ella agarrará un tenedor
con su mano derecha y lo clavará en la mano derecha de él. Será un golpe seco
que atraviese el ancho de la mano y clave los dientes del tenedor en la mesa
del restaurante. Una vez él esté inmovilizado y aprovechando su sorpresa, ella
sacará de su axila el arma que lleva colgada —una pistola o un revólver o qué
sé yo— y le disparará a él en la cabeza.
Antes de que
los camareros puedan acudir a los gritos del resto de clientes, ella se meterá
el cañón de su arma en la boca y disparará contra su paladar.
Será un acto
de amor de lo más salvaje.
Todo eso
ocurrirá, supongo, algún día. Ahora, sólo está apoyada contra la barandilla de
su ático mientras él la besa.
Ya te he
dicho que la naturaleza —muy especialmente la de la mente humana—, es bella y
brutal al mismo tiempo.
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