Una de las navidades más extrañas que recuerdo III: kill your idols.
Dicen que en
internet hay de todo, pero yo sigo sin encontrar un busto de Bukowski. Quiero
comprar uno. ¡Necesito comprar uno! Uno no muy grande, de unos quince
centímetros, para colocarlo en mi estantería.
Miraba las figuritas del belén y
me parecía injusto que incluso los pastorcillos tenían su propia figura, pero
Bukowski no tenía un busto que adornase mi estantería.
—Cuando tengamos pasta,
encargaré a alguien que me haga un busto de Bukowski.
—¿Para qué quieres un busto de
ese señor? —preguntó mi mujer.
—Creo que quedaría de puta madre
en nuestra estantería —contesté.
Ella cabeceó.
—Yo creo que sería una
horterada.
Hablábamos casi en susurros. Nos
sentíamos extraños en el recibidor de aquella casa. La casa donde me crie. La
casa de la que me marché siendo un adolescente. La casa a la que juré no
volver.
Los dos contemplábamos las
figuritas del portal de belén que mi madre había montado con su nuevo novio
mientras esperábamos a que bajase a recibirnos. Estábamos cautivados con sus
luces parpadeantes de colores, su ángel en todo lo alto y sus tres reyes magos
montados a camello.
En mi casa —mi verdadera casa—,
nunca fuimos demasiado navideños. Supongo que por eso nos sorprendió aquel
despliegue tanto a mi mujer como a mí.
Me acerqué un poco y observé a
aquellas personitas de escayola, cada una haciendo lo suyo, hieráticos mientras
las luces de colores se reflejaban por todos lados. Me pregunté dónde habría
comprado mi madre —o su novio— aquellas piezas.
—¿Os gusta cómo nos ha quedado?
—la voz de mi madre sonó detrás de nosotros y nos sacó de nuestra abstracción.
—Sí, es muy bonito —contestó mi
mujer.
Guardamos silencio unos segundos
mientras mi madre mantenía una incómoda sonrisa forzada.
—Lo primero de todo, ¡hola! —dijo
con una risita nerviosa.
—¡Hola! —saludó mi mujer,
acercándose para saludarla con un abrazo.
Cuando el abrazo se rompió, mi
madre me miró esperando que yo hiciese algo. No sé muy bien el qué, pero se
notaba que esperaba alguna cosa.
—Madre —me limité a decir, a modo
de saludo.
Ella me sonrió.
—¿Cómo estás, hijo?
—Me defiendo —guardé unos
segundos de silencio—. ¿Todo bien? —pregunté finalmente, más por cortesía que
por verdadero interés.
—Todo bien —contestó. Después,
volvió a emitir una risilla nerviosa—. ¡Todo muy bien, la verdad! Estoy
encantada de que hayáis venido.
Se colocó entre mi mujer y yo y
comenzó a acariciarnos las espaldas.
—Nosotros también lo estamos
—dijo mi mujer.
Yo no dije nada.
Estaba pensando en cómo conseguir
un busto de Bukowski.
Mi madre me miró, una vez más,
esperando algo de mí que yo era incapaz de materializar con claridad. Señalé su
portal de belén.
—¿Dónde has comprado estas
figuras? —pregunté, después de unos segundos de silencio.
—Son bonitas, ¿verdad? —preguntó ella.
Agarró una de un soldado romano y
la miró con ternura.
—Son unas figuras de escayola sin
demasiado valor —dijo—. Están hechas con un molde o algo así por un escayolista
del pueblo de al lado. Su verdadero valor reside en que están pintadas a mano.
—Ya veo —dije agarrando a San
José y acercándomelo para mirarlo al detalle—. ¿Y crees que ese escayolista
sabrá hacer un busto de Bukowski?
Mi madre hizo un gesto extraño
con la boca. Era obvio que no sabía de quién le estaba hablando.
—Déjalo ya, ¿quieres? —me dijo,
con ternura, mi mujer.
Pero mi madre había encontrado
una vía de conversación con su hijo, por lo que decidió explotarla.
—La verdad, si quieres, puedo
preguntarle la próxima vez que vayamos por allí —dijo mi madre.
—¡No te molestes, de verdad! —intervino
mi mujer.
Yo, solté cuidadosamente la
figura en su lugar y dije:
—Sí, ¿por qué no? —miré a mi
mujer con cierto reproche—. ¿Por qué no iba a poder mi madre preguntar
cualquier cosa para mí?
—Por favor, ¡para!
—Sólo digo que igual no es mala
idea buscarlo en un artesano de por aquí —dije yo.
Pero mi mujer seguía refunfuñando
por lo bajo.
—En realidad —dijo mi madre—, es
un escayolista. No es artesano.
Dejé de mirar a mi mujer para
volver a mirar a mi madre.
—Pero, ¿tú crees que si le diese
una foto de Bukowski podría hacerme un busto?
Mi madre comenzó a titubear,
nerviosa.
—No tengo ni idea, hijo. Tendría
que ir y preguntarlo.
Mi mujer cabeceaba.
—¿Se puede saber qué te ha dado
hoy? —preguntó mi mujer, claramente irritada.
Ella sabía qué me había dado.
Me cuesta controlar la ansiedad cuando estoy delante de otras personas y, si
esa persona es mi madre, más aún. Mi madre era una desconocida llena de
intimidad. Una mujer que me dio a luz y me amamantó y a la que llevaba sin ver más
de una década. ¿De qué coño se habla con una persona así?
—Me ha dado que me apetece tener
un busto de Bukowski, ya está —le dije, procurando acabar la conversación.
—Lo que no entiendo es por qué ahora
has llegado a la conclusión de que quieres un busto de Bukowski
—insistió ella.
Yo me encogí de hombros.
—No lo sé —dije—. Me lo imagino
en nuestra estantería y creo que quedaría bien.
En realidad, la tarde anterior
había visto un documental sobre música clásica por internet. Y uno de los
participantes, tenía un salón con un piano de cola lacado en negro y una
estantería llena de libros sobre historia de la música. Desperdigados por las
baldas, había bustos en miniatura de Mozart y Beethoven y Bach. Yo imaginé mi
estantería llena de cabezas de Hunter S. Thomson y de Hemingway y de William
Burrough y me dio envidia de aquella estantería. Quería tener mi propia
colección de bustos, empezando por el de Bukowski, pero me daba cierta
vergüenza infantil reconocerlo.
—Se me ha ocurrido así, sin más
—dije para acabar la conversación.
—¿Queréis pasar y tomamos algo?
—nos invitó mi madre, tratando de normalizar el ambiente.
Mi mujer sonrió y asintió. Yo me
dejé llevar por la inercia.
Abandonamos aquel recibidor y
atravesamos la puerta que llevaba al salón de aquella casa. La sensación era
extraña: como si todo fuese distinto pero, a la vez, tuviese la esencia, la familiaridad
que tenía antes de que me marchase.
Escruté la habitación con la
mirada, parándome en cada uno de los sitios que reconocía: la mesa donde
solíamos comer, el rincón donde mi padre leía, justo frente a la ventana; el
sofá de piel a juego con un tresillo contiguo que sustituía al sofá de
terciopelo que mis padres solían tener en el centro del salón cuando yo era
pequeño… siempre me dio dentera el tacto de aquel sofá. Continué mirando y pude
ver un mueble con la televisión en el lugar en que mis padres solían tener el
mueble bar y una estufa eléctrica en el hueco que un día fue la chimenea.
Mi mujer me agarró la mano y me
miró a los ojos.
—¿Muchos recuerdos? —me susurró.
Yo me encogí de hombros.
—Supongo que no podríamos
considerar que son recuerdos —dije—. Llevo sin entrar en esta
habitación… no sé, como veinte años, tal vez. Puede que alguno más.
Mi mujer asintió. Yo no dejaba de
mirar las molduras de escayola que rodeaban el techo, muy cerca de la pared.
Siempre ha sido un elemento que he considerado inútil y poco estético. Tal vez
por eso me obsesiona mirarlos sin motivo alguno.
—¿Crees que el escayolista que
hizo las figuritas del belén es el mismo que hizo las molduras del techo? —le
pregunté a mi mujer en un susurro.
Pero antes de que ella pudiese
contestarme, mi madre apareció a nuestra espalda con un par de vasos y un balde
con hielo.
—Santiago vendrá hora —dijo
dándonos un vaso a cada uno—. ¡Sentaos, por favor!
Y nos empujó cariñosamente hacia
el tresillo. Tomamos asiento y ella se sentó a nuestro lado, en el sofá.
Continuamos en silencio unos segundos eternos.
—¿Qué queréis tomar? —preguntó mi
madre, con claro nerviosismo.
—No te molestes —contestó mi
mujer—, con agua bastará.
Me levanté y comencé a deambular
por el salón.
—¿Quién es Santiago? —pregunté
sin mala intención—. Creo que no lo conozco… —me detuve delante de una especie
de escritorio algo inclinado, como una mesa de dibujo muy cara—. Aquí antes
había un mueble bar con licores y cosas así, ¿ya no tienes?
—¿Por qué no esperas a después de
la cena para tomarte algo así?
—preguntó mi madre.
—Porque algo me dice que Santiago
no me caerá demasiado bien —contesté, mientras acariciaba aquel mueble—. ¿Quién
coño es Santiago?
Mi madre comenzó a negar con la
cabeza.
—Creo que te he hablado de él en
alguna ocasión —dijo—. Es más, estoy casi
segura de haberlo hecho.
—No te estoy juzgando, madre
—dije volviéndome hacia ella—. Es sólo que no recuerdo conocer a Santiago. ¿Alguien
puede decirme quién es?
—Creo que es más que evidente que
se trata de mi pareja, hijo —dijo mi madre sin perder la risilla nerviosa.
Yo asentí.
—Me parece bien —de verdad me lo
parecía.
Volví a sentarme junto a mi mujer
y solté el vaso en la mesa.
—Yo beberé cerveza —dije—.
¿Tienes cerveza?
Mi madre asintió entusiasmada y
se marchó a por las bebidas.
—Creo que deberías bajar un poco
la intensidad —me dijo mi mujer,
aprovechando que nos habíamos quedado solos.
—No sé a qué te refieres —en
realidad, tenía clarísimo a qué se refería.
—Me refiero a tu hostilidad,
joder —me dijo ella.
Asentí y volví a mirar las
molduras del techo.
—¿Crees que mi madre conseguirá
el busto de Bukowski?
—Déjalo ya, ¿quieres?
Mi madre apareció de nuevo en el
salón con una jarra de agua y un tercio helado de cerveza.
Di el primer sorbo mientras mi
mujer servía un vaso de agua para ella y otro para mi madre.
—¿Y bien? —dije mirando a mi
madre.
—¿Y bien qué? —preguntó ella sin perder su sonrisa.
—¿El viejo se muere de cáncer o algo así? —pregunté.
Las dos mujeres me miraron
horrorizadas.
—¿A qué coño ha venido eso?
—preguntó mi mujer.
Mi madre titubeaba sorprendida,
sin saber qué decir.
—Es sólo que me ha parecido
extraña tu invitación después de tantos años —le dije a mi madre—. He dado por
hecho que tenías algo importante que decirnos.
—¿Tan raro es que me apetezca ver
a mi familia en Navidad? —preguntó ella notablemente ofendida.
—No, no lo es —se adelantó en
contestar mi mujer.
Mi opinión era otra, pero preferí
no engordar más aquella bola de nieve. Asentí y mi madre volvió a sonreír como
si nada hubiese pasado.
—Santiago debe estar al llegar.
«Sí, eso ya
lo has dicho antes», pensé. Pero no dije nada, por lo de la bola
de nieve y eso.
Mi mujer comenzó a alagar el buen
gusto decorativo de mi madre y ambas comenzaron a hablar de esto y aquello. Yo
bebía en silencio sin dejar de recorrer con la mirada aquella horrible moldura
de escayola.
Al poco rato, Santiago llegó a
casa. Era un tipo más joven que mi madre, aunque no demasiado. Refinado y con
ese toque petulante que suelo detestar en la gente. Se acercó a nosotros y
saludó a mi mujer con dos besos. Yo le estreché la mano.
—Encantado de concerte —le dije
inconscientemente.
Él sonrió incómodo.
—Ya nos conocimos, ¿no te
acuerdas? —me dijo.
—Sólo bromeaba —le dije. No
bromeaba. En serio. No tenía nada en contra de aquel tipo, pero no recordaba
haberlo conocido anteriormente.
Él comenzó a reírse de manera
forzada y cumplida y todos le seguimos en aquel paripé diseñado para evitar
tensiones.
—Tu madre me habla mucho de ti
—me dijo Santiago—. Además, soy un gran admirador de tu trabajo —añadió.
Supongo que sólo pretendía adularme.
—¿Sí, de veras? —le dije— Coloco
las estanterías del supermercado mejor que nadie, ¿no?
Hubo un par de segundos de
tensión.
—¡Otra broma! —dijo mi mujer. Y
volvimos a reír los cuatro como cuatro imbéciles recién destetados.
—Fuera de bromas —dijo Santiago,
tratando demostrar que sofocaba una gran carcajada—. Me refiero a tu otro trabajo.
Hice un gesto de aprobación.
—Gracias —me limité a decir. ¿Qué
coño se supone que se puede decir ante ese tipo de comentario?
—Me gusta como escribes
—prosiguió—. Desgarrador, directo… me parece una literatura muy valiente, en
serio.
—Gracias —volví a decir.
Estaba realmente incómodo. No
suelo recibir halagos sobre lo que escribo y no termino de acostumbrarme a que
alguien me diga que le ha gustado alguno de mis relatos.
Él continuó hablando de lo bien
que introducía los nosequé y cómo
detectaba mis influencias de nosequién.
La verdad es que yo estaba sorprendido de que mi obra fuese tan diseminable. Me limito a escribir lo que me
parece sin más: cosas que me ocurren o cuentos que me invento o reflexiones que
me resultan terapéuticas… no trato de llegar a nadie ni de cambiar el curso de
la historia.
Escribo de vez en cuando y ya
está.
Pronto pude comprobar que
Santiago era poco más que un niño lleno de canas. No había visto en mi vida
alguien tan impresionable.
—¡La mejor carne que he comido en
la vida! —dijo cuando comenzamos la cena.
—¿Has probado este vino? ¡Es
majestuoso! —dijo cuando abrimos una botella de… una botella de vino. No tengo
ni puta idea de qué vino era aquel.
—¡Te has coronado con el postre,
cariño! —le dijo a mi madre cuando sirvió un tiramisú o algo así.
Después de una cena sin
incidentes, nos servimos algo de beber.
—¿Qué te apetece, hijo? —preguntó
mi madre.
—Un whisky solo estaría bien.
—¡Genial! —exclamó Santiago—
Tengo una botella reservada para ocasiones especiales… espera y verás. ¡Es un
gran caldo!
Y se marchó y volvió con un
whisky que despedía un olor de tercera. Lo probé y su sabor estaba a la altura:
un whisky de mierda.
Entonces fui consciente de algo
que me asustó. Tal vez el tipo no trataba de adularme. Quizás Santiago de verdad
me admiraba. Si te digo que aquello me asustó es porque, poco a poco, pude
comprobar que su criterio era una mierda.
—Llévate a Santiago a otra
habitación, ¿quieres? —le dije a mi mujer en un susurro—. Quiero quedarme a
solas con mi madre.
Mi mujer así lo hizo. Se inventó
una excusa que retirase a Santiago de mi madre y yo me acerqué a ella.
—Madre, ¿podemos hablar?
Ella se me acercó entusiasmada.
—¡Claro, hijo mío! Yo también
creo que tenemos muchas cosas que decirnos.
Se colocó frente a mí, di un trago
a mi vaso de whisky de mierda y, sin más, le pregunté:
—¿De verdad Santiago me ha leído?
Mi madre me miró perpleja.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Pues que no sé si realmente me
admira o no y, créeme —le dije señalando con la cabeza al vaso de whisky—, que
él diga que algo es bueno lo
convierte, cuanto menos, en mediocre.
Mi madre comenzó a cabecear.
—¿Eso es todo?
—No entiendo tu pregunta —le
dije.
—Después de tantos años sin
vernos en persona, después de tus malditos correos electrónicos diciendo que todo está bien, después de que escribas
libros contándome lo mala madre que fui, ¿eso es lo que te preocupa?
Yo me encogí de hombros.
—Nunca procuré dejarte como una
mala madre —dije.
—Tienes un problema, hijo mío —me
dijo—. Si te soy del todo sincera, creo que tienes un problema muy grave. Eres egoísta y descuidado. No
valoras a nadie que no seas tú mismo y, aunque presumes de que todo te de
igual, en realidad te importa que la
historia te deje en un buen lugar.
Cabeceé y me encogí de hombros.
—No se trata de eso —le dije—.
Más bien se trata de… ¿sabes qué? En realidad, creo que ni yo mismo sé de qué
se trata. Me imagino que me importa de
verdad vuestra opinión.
Ahora era mi madre la que
cabeceaba.
—¿No lo ves? —me dijo—. Eres
incapaz de que te importe algo que no seas tú.
—Hay otras cosas que me importan.
—¡Por supuesto! —me dijo,
irónica—. Te importa eso que escribes
y que es tan difícil de comprender para el resto de los mortales. ¿Quieres mi
opinión? —me dijo con severidad—. Creo que escribes basura. Quieres dártelas de
un atormentado que está de vuelta de
todo y, en realidad, te escudas en un lenguaje pobre y malsonante para poder
diferenciarte de los otros idiotas que escriben como tú.
Reflexioné sobre sus palabras
durante unos segundos.
—No son malsonantes, madre. Son
palabras que vienen en el diccionario y que he oído durante toda mi vida.
—¡Lo sé! —volvió a ironizar—. ¡En
los otros genios incomprendidos! El
discurso de los músicos de tu
adolescencia y de los escritores raros que siempre has leído… —volvió a ponerse
seria—. No tienes ni idea de nada, hijo.
Guardé silencio unos segundos.
—¿Eso es lo que opinas de mí?
—pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—No, hijo mío. Eso es lo que
opino de la imagen que das a los demás —me agarró por los hombros—. Te conozco
lo suficiente, o al menos eso creo, como para saber que tú no eres así.
¿Quieres un consejo? Mata a tus
ídolos de la adolescencia. Encuentra un camino de perdón, sin rencores y olvida
las actitudes que tomaste hace tantos años.
Guardé silencio.
—Hay más cosas que me importan.
No sólo yo mismo —dije.
—No te quedes con la parte de la
conversación que te interesa, por favor —me dijo, con un halo de compasión en
su tono de voz.
—No tengo ídolos.
Mi madre sonrió.
—Sí los tienes, hijo mío —me
dijo—. Y no te influyen bien, créeme. Deberías acabar con ellos.
Miré mi vaso casi vacío y lo
volví a rellenar de aquel whisky de mierda.
—Tengo que mear —dije. Y me
marché al cuarto de baño.
Cuando salí del servicio, volví a
quedarme absorto frente a aquel portal de belén lleno de luces y detalles.
No sé por qué lo hice. Tal vez
iba un poco pedo, tal vez fue una
reacción infantil o puede que, después de todo, mi madre tenga algo de razón.
La cuestión es que agarré la figurita del Niño Jesús y le sumergí por completo
en el vaso de whisky. Después, coloqué el vaso con la figurita hundida en el
fondo en el centro del portal. Entre el resto de figuritas.
Volví al salón. Santiago enseñaba
a mi mujer un álbum de fotografías de sabeDiosqué
y ella se reía de lo que él le contaba.
—Creo que debemos irnos —dije
desde la puerta.
—¿Tan pronto? —preguntó Santiago.
Mi mujer me miró a los ojos.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, es sólo que creo que
deberíamos irnos —insistí.
Mi mujer se encogió de hombros y
se despidió con entusiasmo de Santiago.
Nos despedimos de mi madre y
salimos de aquella casa. La casa que me vio nacer. Tan familiar y distante. Tan
llena de recuerdos y tan desconocida. Una casa, al fin y al cabo.
Mi mujer conducía de camino a
casa y yo iba dando cabezadas entre
cansado y borracho cuando mi teléfono sonó. Era mi madre.
—¿Te crees muy gracioso?
—preguntó nada más descolgar.
—Me suelo considerar un tipo
bastante serio —contesté.
Mi madre gritaba iracunda.
—¡Son unas figuras pintadas a
mano! —decía— ¿Cómo has podido hacer algo así?
—Verás, madre —le dije con
tranquilidad—, tienes ídolos de tu adolescencia que, desde mi humilde opinión,
no te están haciendo nada bien. Creo que deberías acabar con ellos. Yo sólo te
he ayudado un poco.
Mi madre soltó un largo suspiro.
—Eres incorregible —me dijo—. Testarudo,
egocéntrico y completamente irrespetuoso con los demás. ¿Sabes qué? Creo que ha
sido un error reencontrarnos y tratar de tener una relación contigo.
—Madre —le dije tranquilo—, creo
que, en eso último, estoy completamente de acuerdo contigo: ha sido un error.
Colgué el teléfono justo cuando
ella iba a comenzar a gritarme algo que no me apetecía escuchar.
—¿Qué has hecho esta vez?
—preguntó mi mujer.
—Nada grave, de verdad
—contesté—. Oye, tú sabes que eres importante para mí, ¿verdad?
—¿A qué viene esa pregunta? —me
dijo mi mujer.
—No sé, estaba pensando en ello
—mentí—. ¿Lo sabes o no?
—Claro que lo sé.
Guardamos silencio un momento.
—Creo que está mejor cuando no
celebramos la Navidad —le dije.
—Pues a mí no me ha disgustado
ver a tu madre —me dijo ella—. ¿Crees que podríamos quedar también con tu
padre?
—Mejor para el año que viene.
Hasta la fecha, no hemos quedado
con mi padre para celebrar ninguna fiesta. Tampoco mi madre ha vuelto a
llamarnos para ningún encuentro —ni siquiera en Navidad—. Cada vez que publico
algo, me imagino a ese inepto de Santiago admirando cada línea escrita.
¡Hola,
Santiago!
No acudí a ningún evento más: ni
cenas, ni comidas, ni amigos ni familiares. Preferí quedarme en casa a esperar
al seis de enero y darle fin, así, a una de las navidades más extrañas que
recuerdo.
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