Una de las navidades más extrañas que recuerdo II: sólo es una cena.
McRoas
y yo nos habíamos convertido en íntimos amigos después de mi colosal metedura
de pata. A veces siento que no sirvo ni para ser malo aunque quiera. Y no
quiero decir que sea una buena persona, nada más lejos de la realidad.
Es más, tampoco sirvo para ser bueno. Quiero decir que nada me sale a derechas
por más que lo intente, incluso ser mezquino. A eso me refiero: no puedo ser
malo. Simplemente, no me sale.
Me frustra querer hacer el bien y que todo se tuerza y
provoque el mal. Pero, cuando sucede al revés, cuando trato de joderlo todo y
la situación se me da la vuelta y el resultado es beneficioso, me siento un
imbécil meando contra el viento. No puedo evitarlo.
Desde que ese tipo, McRoas, se sintiese alagado y creyese
que nuestra amistad se vio recompensada cuando le entregué su propio video
porno, todo había cambiado entre nosotros. Ahora no dejaba de llamarme para
ofrecerme planes cada día. Me saludaba con un abrazo cada noche cuando llegaba
a descargar e incluso me preguntaba por la familia…
Sin embargo, el culmen de aquel exceso de confianza llegó el
día en que me envió una foto de una gran erección escondida bajo su pantalón de
pijama. «Acabo de ver el vídeo.», escribía después de haberme mandado
aquella asquerosa imagen. «Ahora toca lo que toca jejeje», volvió a
escribirme. «Que te aproveche…», le contesté. No sé si se podía entender
mi sarcasmo en un simple mensaje de texto, pero mi intención era que él notase
mi incomodidad.
El flujo de llamadas y mensajes era constante. Jamás me
había durado tan poco la batería de mi teléfono como en aquellas nefastas
navidades.
—Si no fuese porque eres un tipo bastante raro, ahora
estaría celosa —llegó a decirme mi mujer.
—Yo no soy raro —le contesté—. Es un tipo de mi
trabajo, intenté extorsionarlo y en lugar de distanciarlo de mí, el cabrón se
cree que fuimos siameses o algo así.
Mi mujer sonrió y negó con la cabeza.
—No te rindas —me dijo irónicamente, emitiendo una risilla
insoportable—. Seguro que, cuando te conozca más en profundidad, termina
odiándote.
Y se retiró dando carcajadas hasta llegar al sofá de nuestro
salón.
En el fondo, mi mujer llevaba razón. Normalmente caigo mal
sin quererlo. No es que me importe caer mal, me refiero a que caigo mal sin esforzarme
porque así sea. Tal vez sólo era una cuestión de tiempo.
En otra ocasión, mi teléfono sonó estando yo en la ducha, mi
mujer se me acercó con el aparato en la mano.
—Es McRoas, ¿lo cojo? —me preguntó.
—¡No, joder! —contesté—. Ahora estoy ocupado.
Pero a mi mujer le divertía aquella estúpida situación, por
eso, descolgó el teléfono y pulsó el botón de manos libres.
—¡Ruedines! —gritó McRoas al otro lado de la línea—.
¿Qué tal va todo?
Odiaba que me llamase así: Ruedines o Rueditas
o Ruedotas o mierdas por el estilo. Sólo mi sobrino me llamaba así.
—Es De Ruedas —contesté—. No es otra cosa que no sea De
Ruedas. Se trata de mi apellido, yo no lo elegí.
—¡Vale, como quieras! —dijo soltando una carcajada.
—McRoas, me pillas algo ocupado.
—Tranquilo, seré breve —dijo—: tú, yo, unas cervezas… ¿Qué
te parece?
—Ya te he dicho que me pillas ocupado.
—¡No es para hoy, Ruedines! —dijo—. Lo siento. Quería
decir que no es para hoy, Ruedas.
A veces tenía la sensación de que aquel tipo, realmente, era
un genio tratando de desquiciarme.
—Es De Ruedas. DE. De Ruedas.
—¿Qué más da? —preguntó.
—¿Cómo que qué más da? —le dije irritado—. Tu apellido de
mierda: McRoas… ¿Te gustaría que te llamase Roasito o algo así?
Él comenzó a reírse muy fuerte.
—¡Tienes gracia, capullo! —dijo casi llorando de la risa—: Roasito.
No me podía estar pasando por segunda vez con el mismo tipo…
—McRoas, estoy ocupado. Ya hablamos, ¿vale? —dije, desde la
ducha.
—¡Pero no me has escuchado! —dijo apresuradamente—. Te estoy
proponiendo algo así como una cena de Navidad de la empresa, pero sólo tú y yo,
¿eh? Había pensado en aprovechar que el viernes no tenemos que ir al curro.
¿Qué le dices al tito Roasito?
—Nunca voy a las cenas de empresa ni mierdas por el estilo
—comencé a decir.
Pero mi mujer había quitado el manos libres y estaba
hablando con McRoas.
—Sí, soy su mujer —estaba diciendo ella.
Salí de la ducha apresurado, cogí mi albornoz y corrí
descalzo detrás de ella.
—¡Claro! —le decía a McRoas por el teléfono—. Yo no iría a
esa cena, es sólo que él está en la ducha y no puede hablar, pero estará
encantado de ir.
Ella se dirigió al salón con paso ligero. Yo resbalé en
mitad del pasillo y quedé todo lo abierto de piernas que mi elasticidad
permite. Me había golpeado la rodilla en el proceso y había caído de lado
dándome un cabezazo contra la pared.
Al intentar enderezarme, caí de espaldas y ahí me quedé:
resignado y vencido.
Pude oír los pasos de mi mujer acercándose seguida de mi
perro, que comenzó a chuparme el agua que quedaba entre los pelos de mis
piernas. La figura de mi mujer apareció ante mí.
—Has quedado para cenar el viernes —me dijo.
—¿Por qué me haces esto?
—Porque creo que necesitas relacionarte con otras personas,
de verdad —me dijo con ternura.
Me ayudó a levantarme y me retiré a terminar de ducharme
mientras mi perro seguía lamiéndome las pantorrillas.
Así que, aquel mismo viernes, me encontraba en un
restaurante pretencioso de esos que ponen deconstrucciones y cosas así.
Es el tipo de comida que no entiendo y no está hecha para mí. Además, suele
valer una pasta que no entendía por qué tenía que gastar. Por no hablar
de la compañía. Allí estaba en toda su plenitud: McRoas, con su chaleco de
camionero y bebiendo una cerveza en mitad de aquel lugar.
—¡Eh, De Ruedas! —dijo con un grito, mientras movía el brazo
para saludarme —¡Estoy aquí!
Joder, hubiese pagado por que la tierra me tragase. Una cosa
es que deteste ese tipo de restaurante y otra muy distinta es que no me sepa
comportar en ellos. Lo peor de todo es que la noche aún estaba por comenzar.
Me acerqué a la mesa y tomé asiento.
—¿No me habías visto? —me preguntó.
Miré a mi alrededor y observé otros grupos de gente
celebrando cenas de empresa. Ellos, con trajes y barbas arregladas. Ellas, con
vestidos y maquillaje. También estábamos McRoas y yo. Él con sus pantalones
tejanos y su chaleco rojo de camionero. Yo, al menos, llevaba puesta una
americana. Como para no verlo.
—No —mentí—, no te había visto.
En realidad, me despertaba cierta ternura su simpleza. Y ya
estábamos allí, así que, ¿qué más daba? Pedí vino y bebimos.
Bebimos y comimos manjares que no estaban al alcance
de cualquiera y, sin embargo, no notaba gran diferencia entre el vino y la
comida de casa. A veces pienso que paso demasiado tiempo bebido y que es
precisamente esa embriaguez la que no me permite otra cosa más que quedar
indiferente ante los sabores, las conversaciones o incluso los sentimientos que
al resto vuelve locos.
Como sea, allí estábamos y habíamos cenado bien.
Pedimos la cuenta. Era uno de esos restaurantes en que meten
la factura en un pequeño carpetín de esos de imitación al cuero. La abrimos y
miré el total con disimulo. Era una suma bastante elevada.
—¡Me cago en mi madre! —gritó McRoas al ver la cuenta.
Después señaló al camarero—. ¡Este cabrón quiere que le paguemos el
restaurante!
Y comenzó a reír a carcajadas y a palmearme en la espalda.
Eché mano a mi cartera, pero McRoas me paró.
—¡Eh, De Ruedas! —me dijo sujetándome por el antebrazo—.
Pago yo.
Negué con la cabeza.
—Es mucha pasta, McRoas —le dije. Después me dirigí
al camarero—. Por favor, cóbrenos la mitad a cada uno.
—¡De ninguna manera! —gritó McRoas—. La cena ha sido idea
mía, así que pago yo. Invítame a tomar una cerveza en cualquier garito y
estamos en paz.
No termino de entender todo el rollo de los protocolos
sociales, así que asentí y le hice un gesto a McRoas para que pagase él la
cuenta.
¿Y ahora, qué?,
pensé. Ahora tenía que llevarme a McRoas a tomar algo a algún local. Pero yo
sólo conozco los casinos y los clubs de estriptis. Miré mi cartera y llevaba
dinero en efectivo suficiente como para acudir a cualquier sitio que McRoas me
propusiese y, aun así, sería más barato que la cena que él acababa de pagar.
Así que, cuando salimos del restaurante, le dije que eligiese un sitio en el
que tomar un trago.
—Donde quieras —le dije.
—No sé… ¿cuál es el mejor bar de copas que conoces? —me
preguntó.
«Para mí, hace años que el mejor bar de copas es el salón de
mi casa», pensé. Pero no se lo dije. Me encogí de hombros y señalé
calle abajo.
—Por allí habrá alguno —dije.
Y caminamos disimulando nuestra leve borrachera en busca de
un local abierto. Pensé en lo distintas que se habían convertido las noches
desde que mis amigos y yo habíamos dejado de vernos. No estaba seguro de
echarlos de menos, pero sí que me notaba algo incómodo al estar en los mismos
entornos, pero, a la vez, en una posición completamente distinta.
Entramos a una discoteca y pedimos un par de bebidas. McRoas
bailaba como si estuviese poseído y yo me limitaba a mirarlo sonriendo. La
música era monótona y aburrida y la gente se agolpaba cada vez más. McRoas
sudaba como un pollo mientras no dejaba de bailar como un loco y yo bebía y
bebía y le traía bebida a McRoas y volvía a beber.
La noche se nos acabó con la guita. Habíamos bebido
mucho los dos, pero McRoas iba bastante más borracho que yo. Lo acompañé a casa
para asegurarme de que no se metía en problemas y él me abrazó cuando llegamos
a su portal.
—Eres el tío más de puta madre que he conocido nunca —me
dijo.
—Entonces, deberías conocer a más gente —le contesté.
Nos sonreímos y volvió a abrazarme. Abrí la puerta de su
bloque y le entregué las llaves.
—Ahora, a dormir —le dije.
—Hasta mañana, amigo —balbuceó—. Mándame un mensaje cuando
llegues a casa, así me quedo tranquilo.
—De acuerdo —le dije.
Comencé a caminar hacia mi casa. Tenía que atravesar la
ciudad y hacía frío, pero prefería andar. Cuando dejé a McRoas en casa, fui
consciente de lo borracho que iba. Entendí que antes, cuando estaba cuidando
del camionero, mi borrachera estaba disimulada con la responsabilidad.
Estaba a más de dos kilómetros de casa, pero valía la pena
ver la arquitectura de una ciudad dormida. Siempre me gustó.
—¿Dónde vas tan solo? —dijo una voz femenina detrás de mí
cuando estaba a mitad de mi camino.
Me giré y pude reconocer a una amiga de mi mujer.
—¡Hola! —me limité a decir. La verdad es que no recordaba su
nombre y no quería cagarla.
—¿Estás bien? —me dijo, sonriendo.
—Sí, la verdad —dije—. Tengo un poco de frío, pero está todo
bien.
La miré y comprobé que llevaba una minifalda. Debía estar
congelada.
—Y tú —le dije—, ¿estás bien? ¿Qué haces aquí?
—Estoy esperando a que alguien me invite a una copa —me
dijo—, ¿serás tú?
—Lo siento de verdad —le dije—, pero me he quedado sin
pasta.
Ella se me acercó y comenzó a tocarme el hombro.
—Venga, vamos a un cajero y sacamos algo de dinero,
¿quieres?
Resoplé intentando parecer triste.
—Ya me iba a casa…
—¿Pero qué prisa tienes? —me dijo ella.
Me paré a pensar un poco.
—La verdad es que no tengo mucha prisa —le dije—, es sólo
que tampoco creo que tú y yo tengamos tanta confianza, no sé.
Ella se acercaba cada vez más.
La verdad, yo iba bastante bebido y no recuerdo de qué
estuvimos hablando ni cuánto tiempo ni cómo llegó la conversación a un punto
desagradable. Sólo sé que ella me empujó y me gritó.
—¡Pues entonces vuelve a casa con tu mujercita y no
me hagas perder el tiempo, gilipollas!
Estaba claro que yo la había cagado de alguna manera, así
que preferí disculparme.
—Perdóname, ¿vale? Voy un poco borracho. Mejor hablamos otro
día.
—¡Qué te jodan! —me contestó ella.
Yo comencé a caminar y ella se quedaba allí, en medio de la
calle, gritándome. Cuando nos habíamos separado unos metros, me giré.
—Feliz Navidad —le dije.
Ella negó con la cabeza y puso gesto de asco.
—¡Ojalá y te mueras, hijoputa! —me gritó.
Llegué a casa y abrí la puerta con cuidado. Me descalcé en
la entrada y caminé de puntillas hacia el dormitorio.
Mi mujer dormía en la cama. Sonreí mirándola un rato y
después me fui al salón para no molestarla. Me puse un último whisky y me
acomodé en el sofá.
«Para mí, hace años que el mejor bar de copas es el salón de
mi casa», volví a pensar, como hacía unas horas, después de cenar con
McRoas.
Mi perro acudió al salón y se tumbó a mi lado. Apuré mi
copa, lo cogí del suelo y me acurruqué con él en el sofá. Quedaban un par de
horas para el amanecer y tenía que aprovechar para descansar, aunque sólo fuese
ese ratito.
Me desperté a media mañana. Mi mujer estaba leyendo a
Salinger en un sillón a mi lado.
—¿Qué hora es? —pregunté desorientado.
—Son poco más de las once —me contestó con tono dulce—. ¿Qué
tal anoche?
Me desperecé y me levanté en busca de una taza de café.
—Bien —le contesté.
Me serví el café y volví a sentarme en el sofá. Mi mujer
agarró un trozo de servilleta y lo utilizó como separador. Cerró su libro y lo
dejó a un lado en el sillón.
—Esta mañana he recibido una llamada de teléfono que no me
esperaba —dijo ella, con cierto tono misterioso.
Entonces, hice memoria y me acordé de su amiga.
—¡Ya sé quién te ha llamado! —le dije— Y me da igual lo que
te haya dicho, te juro que mi intención no era ofenderla.
Mi mujer me miró extrañada.
—¿A quién te refieres? —me dijo.
—A tu amiga —le dije—. No recuerdo su nombre… esa que es
chiquitita y con el pelo largo.
Mi mujer hizo un gesto raro con la boca.
—¿Le hiciste algo a alguna de mis amigas? —preguntó.
—¡Ese es el tema! —le dije yo—. Que se puso a gritarme como
una loca y yo no le di motivos.
—¿Qué amiga?
—¡Joder! —me frustré—. Esa chiquitita. La que viene de vez
en cuando por casa.
Ella seguía poniendo gestos raros.
—Todas mis amigas vienen por casa.
Señalé un peluche en el suelo, uno con el que suele jugar mi
perro.
—La chica que nos regaló el bicho ese para el perro.
—¡Ah, vale! —me dijo mi mujer.
Después volvió a poner gesto raro.
—Pero eso es imposible —me dijo.
—¿Discutir con ella? Te aseguro que sí es posible.
Mi mujer negó con la cabeza.
—No me refiero a eso. Es imposible porque ella se ha ido a
pasar las navidades fuera, con su familia.
Di un sorbo a mi café y me encogí de hombros.
—Pues ayer discutí con ella.
Mi mujer se levantó y fue a buscar su teléfono. Buscó entre
las fotografías de la galería y me enseñó una imagen. En ella se veía a mi
mujer con otra chica. Una que se parecía sensiblemente a la chica con la que
había discutido la noche anterior.
—¿Discutiste con esta chica? —me preguntó mi mujer.
Miré la foto de nuevo y cabeceé.
—Discutí con alguien que se le parecía —dije con vergüenza y
resignación—. Joder, hubiese jurado que era ella…
Mi mujer volvió a sentarse en el sillón.
—¿Y dónde te encontraste con esa chica?
Hice memoria unos segundos.
—Yo estaba de camino a casa, bordeando el parque que hay
junto a las vías…
Pronto fui consciente de la realidad. Mi mujer comenzó a
reírse.
—Me temo que anoche —dijo entre risas—, discutiste con una
prostituta.
—¡Joder!
Pensándolo bien, era normal que aquella mujer se hubiese
enfadado conmigo y hubiese reaccionado de aquella manera. ¿Cómo se puede ser
tan imbécil?
—Nunca le digas a tu amiga que la confundí con una
prostituta —supliqué.
—No puedo prometerlo —dijo mi mujer entre risas.
Cuando se tranquilizó, hizo amago de volver a coger su
libro.
—Entonces —le dije yo—, ¿quién ha llamado hoy?
Mi mujer me miró con ternura.
—Tu madre —contestó—. Me ha pedido que nos pasemos a cenar
un día de estos, antes de que acaben las fiestas.
«¡Ay que joderse!»,
pensé.
Habían pasado, ¿cuánto? ¿Diez, quince años? Lo dicho: una de
las navidades más extrañas que recuerdo.
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