Una de las navidades más extrañas que recuerdo I: un regalo de Navidad.
—¡Ay que joderse! —exclamé al
cerrar la puerta del muelle de descarga.
Pude oír como McRoas tocaba la bocina de su
camión. Corrí el cerrojo, me giré sobre mí mismo y pude ver la inmensa soledad
del almacén de carga lleno de género.
Toda la oscuridad por delante. Saqué mis
auriculares y sintonicé la emisora que suelo escuchar. Me esperaba otra noche
esclavizante y solitaria en aquel lugar.
—¡Ay que joderse! —volví a exclamar, mientras
negaba con la cabeza y encendía un cigarrillo.
En los auriculares, la melodía de nosequé canción
de nosequé grupo de jazz. Y nosequé locutora diciendo que
deberíamos estar maravillados por el virtuosismo del bajista de aquel grupo.
Realmente era un gran bajista.
Me puse los guantes y me coloqué delante de
un palet cuyo género debía descargar en las estanterías.
Así comenzó una de las navidades más extrañas
que recuerdo.
McRoas —con ese nombre se me presentó el
primer día—, era un tipo peculiar. Tenía el aspecto y el tipo de personalidad
de las personas que se esfuerzan por parecer de fiar, consiguiendo justo lo
contrario. De porte militar e ideas extrañas, jamás me imaginé congeniar con
alguien así. Lo hicimos, en cierto modo. Pensábamos opuesto en casi todos los
temas, pero sorteábamos las discusiones con elegancia. El tío se esforzaba por
caer bien. Se interesaba por mí, por mi vida.
Él era el único con el que hablaba de lunes a
domingo cuando trabajaba como reponedor en el turno de noche. Había más gente
trabajando en mi turno, pero yo pasaba bastante de ellos. Yo llegaba el primero
de todos, justo después de que el supermercado hubiese cerrado sus puertas al
público.
Esperaba a que el largo camión de McRoas llegase, comprobaba que traía
la mercancía facturada a medida que descargaba el camión y comenzaba a
colocarlo todo en la tienda. Después de un par de horas, solía llegar otra
compañera para reponer. Más tarde, venían fruteros, carniceros y pescaderos
para preparar sus secciones. Según iban terminando, todos se marchaban. Todos
menos yo. Cuando colocábamos todo, tenía que barrer y fregar los pasillos para
dejarlos impolutos. Después —fuese la hora que fuese—, debía quedarme esperando
a la panadera, que llegaba un par de horas antes de abrir el supermercado para
que los clientes encontrasen pan caliente a primera hora de la mañana.
Un día y otro y otro y siempre lo mismo.
Hasta que un pequeño incidente, algo sin importancia que podría pasar
desapercibido, lo cambió todo.
McRoas me telefoneó una noche para decirme
que había tenido un accidente. Nada importante: «vendrá la policía, hará
cuatro fotos para el seguro y poco más», me dijo. Me puse los auriculares,
sintonicé la emisora de radio que suelo escuchar y me senté sobre unas pilas de
cartón prensado a esperar.
Esperé y esperé hasta que la puerta del muelle
de descarga se abrió y entró mi compañera.
—¿Qué ha pasado? —preguntó asustada al verme.
Miré el reloj y fui consciente de que McRoas
llevaba dos horas de retraso.
—El camionero ha tenido un accidente —dije—.
Nada grave.
Ella se encogió de hombros y se marchó hacia
los vestuarios para ponerse el uniforme de trabajo.
Mientras lo hacía, McRoas llegó disculpándose
por la tardanza. Comenzó a descargar cuando mi compañera acudió al muelle de
descarga.
—¿Te parece que vaya pasando los palets
directamente a la tienda? —me dijo—. Deberíamos tardar lo menos posible.
Yo asentí sin decir nada.
McRoas descargaba, yo contabilizaba, mi
compañera venía una y otra vez a por aquellos contenedores de género.
Trabajamos duro y conseguimos descargar en
tiempo record. McRoas comenzó a cargar el camión con los palets vacíos, las
sacas de plástico y las pilas de cartón prensado para devolverlas al almacén
central y, estando subido en el remolque, lo oí llamarme.
—¡De Ruedas! —gritaba—. ¿Puedes echarme una
mano aquí arriba?
Subí al vehículo por la parte de atrás. No
era la primera vez que una pila se descomponía o la máquina apiladora se
atascaba y necesitaba mi ayuda para alguna cosa así. Pero, esta vez, estaba
quieto en mitad de aquel remolque vacío.
—Necesito tu ayuda, tío —me decía.
Me encogí de hombros.
—Dispara.
—Necesito su teléfono —me dijo, señalando con
la cabeza hacia la tienda.
—¿Qué? —dije sorprendido—. No puedo hacer
eso.
Negué con la cabeza.
—¿Qué coño le has visto? —dije—. Es una tipa
bastante normal.
—No lo sé, tío. Pero es simpática y ese pelo
rojo me ha vuelto loco. Necesito su teléfono.
—McRoas, no puedo hacer eso —le dije.
—Pero esa pelirroja…
—No es pelirroja —le dije—. He visto
ese pelo de miles de colores.
Él comenzó a cabecear mirando al suelo. A mí
se me cruzó un recuerdo por la cabeza que me hizo sacudirla, como queriendo
quitar aquella mierda de mi cerebro.
—¿No me dijiste que estabas casado? —dije.
—Sí, pero las cosas no van muy bien con mi
mujer.
—Pues déjala, joder —le dije—. Lo que quieres
hacer es una putada para ella.
—¿Desde cuándo eres cura, tío?
—No soy cura —dije—. Nunca lo fui y tengo
convicciones éticas que me permiten jurarte que nunca lo seré. ¡No se trata de
eso, joder!
McRoas asintió con el ceño fruncido y me hizo
un gesto para que bajase del camión.
—Todo bien, De Ruedas —me dijo—. Termino de
cargar y me piro.
—Hasta mañana —le dije—. Que tengas un buen
viaje.
Y me puse los auriculares y sintonicé la
emisora que suelo escuchar antes de retomar mi trabajo.
Como te decía antes, sólo hace falta un
pequeño incidente, algo sin importancia, para que todo cambiase para siempre.
En este caso, sólo se necesitó un pequeño accidente de tráfico que retrasase
nuestra rutina dos horas para que McRoas conociese a mi compañera de trabajo y
procurase camelársela. ¿Cuál era la mejor forma de hacerlo? Retrasando adrede
su llegada un par de horas cada día.
Mi relación con McRoas comenzó a torcerse.
Incluso llegué a odiar a ese cabrón. Cada día, sin excepción, me hacía perder
dos horas de mi valioso tiempo y me obligaba a trabajar como un burro el resto
de la noche para poder acabar mis tareas. Todo ello, a cambio de un par de
minutos, una charla cruzada, un torpe flirteo con mi compañera.
—Cada día me mola más mi pelirroja —me
decía mientras firmaba los albaranes.
Al retraso y la condensación del trabajo por
el capricho de McRoas, se sumó una carta de amonestación a mi nombre de parte
del jefe por fumar en el muelle de descarga. Supongo que el problema es que
asumí que McRoas llegaría tarde cada día con el fin de ver a mi compañera, por
lo que después de cambiarme, me colocaba mis auriculares, sintonizaba la
emisora de radio que suelo escuchar y me sentaba en el suelo empalmando un
cigarro con el siguiente, resignado y paciente. Y llegué a normalizarlo tanto
que obvié las cámaras de seguridad que casi nunca se supervisan, pero que, el
día que se hizo, me descubrieron fumando en el interior de un supermercado de
alimentación.
El mismo día que recibí la carta de
amonestación, otro compañero —un tipo que trabajaba en el turno de tarde y se
marchaba a casa cuando yo llegaba—, me dijo que nuestra jefa revisaba las
grabaciones muy de vez en cuando y sólo por la mañana, por lo que, si volvía a
fumar en la tienda o cualquier otra cosa, siempre podía subir antes de
marcharme, borrar la grabación de ese día y renombrar cualquier otra grabación
—de hacía un par de meses, por ejemplo— con la fecha del día anterior.
—Al fin y al cabo —me dijo—, todos los días
son iguales.
Le agradecí el consejo y, cuando me disponía
a esperar a McRoas, en lugar de sacar mis auriculares y sintonizar la emisora
que suelo escuchar, comencé a regar la semilla de una idea que se me había
plantado en la cabeza.
Tenía que conseguir que mi compañera se
interesase por McRoas, que, al menos, le diese la oportunidad de mantener una
charla con él. Que perdiesen el tiempo un día y otro y otro y yo, cada noche,
recuperaría la grabación y la guardaría en un CD o algo así. Se lo entregaría a
él, a ese capullo de McRoas y le diría: «Si tu impuntualidad sigue afectando
a mi trabajo, no me quedará más remedio que delatar a tu pelirroja».
Y él miraría ese vídeo: cada uno de los minutos que hiciese perder a mi
compañera convertido en un vídeo de horas, si fuese preciso. Él pronto
entendería que, de entregar ese material a mi jefa, su pelirroja sería
despedida sin ningún tipo de derecho. Lo culparía a él y todo se iría a la
mierda.
Me sentía un enfermo, pero, ¿sabes qué? ¡A la
mierda! No era yo el que jodía el curro a otra gente ni el que ocultaba
cosas a mi mujer. Era un acto de justicia. O, al menos, me hacía sentirme algo
mejor tratar de convencerme de que lo era.
En cualquier caso, así lo hice.
Ya no iba a
mi rollo, con los auriculares puestos escuchando llamadas nocturnas a una
emisora de radio. Me colocaba al lado de mi compañera para hablarle de lo buen
tipo que era McRoas, de cómo miraba por todos y cómo era capaz de alegrarme en
los días que estaba de bajón.
Un día y otro y otro y siempre la misma
cantinela. El mismo mensaje durante horas hace que ese mensaje penetre en ti y
te haga dotarlo de un sentido que antes no tenía. Por eso mismo triunfan las
dictaduras. Y, por eso mismo, mi compañera se comenzó a interesar por McRoas.
Ahora ella también entraba en ese torpe juego
de la seducción, trataba de alargar lo máximo sus conversaciones con McRoas. En
un par de ocasiones en las siguientes semanas, pude comprobar que esperaban
quedarse solos y charlar con más intimidad.
Así que, sin más, una noche los dejé solos.
Me puse los auriculares, sintonicé la emisora que suelo escuchar y me puse a
colocar el género de los carros ignorando por completo a McRoas y a mi
compañera. Conforme iba reponiendo las estanterías, miraba el reloj mientras me
regocijaba por dentro. «Han perdido media
hora», pensaba con inquina. Me odiaba por esa actitud, pero a la vez no
podía evitarlo. Supongo que, esas pequeñas muestras de maldad hacia otras
personas, forman parte de nuestro ser.
En fin, que cuando habían perdido más de
media hora, mi compañera reapareció en la sala de ventas con la sonrisilla de
una adolescente y comenzó a colocar el género en las estanterías. McRoas
apareció cinco minutos después, como tratando de que no los relacionasen, con
los albaranes en la mano.
—De Ruedas, ¿me los firmas y me voy? —me
dijo, sonriente.
—Por supuesto —contesté.
Firmé, firmó, cerró su camión y se marchó.
Como siempre, McRoas hizo sonar la bocina de su camión a modo de despedida,
corrí el cerrojo y miré el almacén lleno de género.
Sonreí como un sádico.
Me dirigí procurando que nadie me viese hasta
la escalera que sube a la oficina, me escurrí hasta el ordenador y accedí a la
carpeta de las grabaciones de seguridad. Abrí una carpeta al azar y copié un
archivo de vídeo en la carpeta del mes en curso. Lo renombré como el mismo día
en el que estábamos y me grabé en un pendrive la grabación original de aquel
día.
Bajé a la sala de ventas con la misma
prudencia que había subido al despacho, me coloqué los auriculares y comencé a
escuchar la emisora que siempre pongo, mientras colocaba el género en las
estanterías.
Al llegar a casa, justo antes del amanecer,
metí el pendrive en mi ordenador y me dispuse a recortar el fragmento de video
que me interesaba, entre las once y media y las doce y media de la noche
anterior, más o menos.
Pude ver cómo McRoas estaba descargando uno
de los palets y mi compañera aparecía detrás de él, por la puerta que comunica
el muelle de descarga con la tienda. Aceleré el video para comprobar cuánto
tiempo se pasaban charlando.
Para mi sorpresa, charlando lo que se dice charlando,
estuvieron menos de diez minutos. Después, pude ver cómo mi compañera se bajaba
los pantalones y las bragas hasta la altura de los tobillos y se apoyaba contra
un palet de agua y McRoas se lo hacía allí mismo, contra aquellas botellas.
Era asqueroso y, a la vez, tenía un material
mucho mejor del que me esperaba. Grabé el video en un CD y le escribí como
título: «cámara de seguridad del muelle
de descarga», seguido de la fecha de ese mismo día.
Podía haber esperado al día siguiente, pero
las ansias por obtener mi victoria personal me volvieron impaciente, así que
saqué mi teléfono, hice una fotografía a la pantalla de mi ordenador, justo en
el momento en que McRoas comenzaba a tirarse a mi compañera y le mandé un
mensaje al camionero: «tengo un video que
puede interesarte». Y, después, la fotografía que delataba su aventura con su pelirroja.
«Esta noche
te veo», se limitó
a contestar.
Me tomé un bourbon y me metí en la cama para
dormir toda la mañana.
Esa noche, McRoas llegó puntual. Fue la
primera vez en meses que no se había retrasado. Se le notaba impaciente y
ansioso.
—¿Tienes el video? —me preguntó nada más
verme.
—Buenas noches, McRoas —le contesté con el
tono de un adulto que reprende la mala educación a un niño.
—¡No me jodas, tío! —me dijo
impacientándose—. ¿Tienes el video o no?
Entonces, saqué de mi bolsillo el CD y se lo
mostré muy despacio.
—Tómalo —le dije alargándoselo—. Procura no
romperlo ni perder ni nada de eso —le dije sarcástico—. Aunque, pensándolo
bien, tengo el video en mi ordenador. No debería preocuparte demasiado.
Sonreí sintiendo que lo tenía agarrado por las pelotas. McRoas miró el
CD, alargó la mano y lo cogió con cuidado. Después me miró con un gesto
extraño.
—Te tenía por una buena persona, De Ruedas —me
dijo—. Pero jamás imaginé que eras tan buena
persona.
Y se abalanzó sobre mí, pero no para partirme
la cara, como yo hubiese esperado, sino para abrazarme.
—Gracias, amigo —me decía—. ¿Qué digo amigo?
Gracias HERMANO —me decía, mientras daba sonoras palmadas en mi espalda.
—En el video —le dije perplejo, asumiendo que
no lo había entendido bien—, sales tú tirándote
sobre un palet de agua a mi compañera. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, hermano —me dijo—. La verdad, es una
facilona y he perdido todo el interés por ella. Pero, ¡mira! Ahora tengo mi
propia peli porno.
Reía a carcajadas levantando el CD como el
que levanta un trofeo.
Ese orangután
estaba feliz. Pensándolo bien, el gilipollas era yo, por no saber predecir
ese resultado.
Volvió a la cabina del camión y guardó el CD
en la guantera.
Descargó con una sonrisa el género de su
camión y volvió a cargarlo con los palets vacíos, las sacas de plástico y las
pilas de cartón prensado.
Antes de irse, me abrazó muy fuerte y me
dijo:
—De Ruedas, aquí tienes un amigo para lo que
quieras —el tipo estaba realmente emocionado—. En serio: para lo que quieras.
Es más, deberíamos cenar juntos en navidad, en plan cena de supercolegas.
—Sí —le dije, decepcionado—, mejor lo vamos
viendo.
Terminó el abrazo, se montó en su camión y
abrió la ventanilla para que pudiese verlo y me mostró el CD.
—En cuanto llegue a casa lo veo —gritaba
entusiasmado—. Ya te contaré —me dijo despidiéndose, mientras con la mano hacía
un gesto como si se estuviese masturbando.
Levanté mi brazo en señal de despedida y
volví a meterme en el supermercado.
—¡Ay que joderse! —exclamé al cerrar la
puerta del muelle de descarga.
Pude oír como McRoas tocaba la bocina de su
camión. Corrí el cerrojo, me giré sobre mí mismo y pude ver la inmensa soledad
del almacén de carga lleno de género.
Toda la oscuridad por delante. Saqué mis
auriculares y sintonicé la emisora que suelo escuchar. Me esperaba otra noche
esclavizante y solitaria en aquel lugar.
—¡Ay que joderse! —volví a exclamar, mientras
negaba con la cabeza y encendía un cigarrillo.
Sinceramente, ya me daba igual que me
volviesen a pillar.
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