cincuenta euros.



—¿Un café? —me preguntó ella.

—No, gracias —contesté—. Me acabo de tomar uno.

Me hizo un gesto para que me sentase frente a ella. Yo cogí una silla y lo hice.

—Bueno, cuéntame. ¿Qué tal el día?

Yo me encogí de hombros. 

—Como todos —contesté—. A veces, tengo la sensación de que no estoy viviendo realmente. Quiero decir: estoy vivo, ¿no? Debo estarlo. Pero me parece que simplemente me dejo llevar por una inercia que no termino de comprender. Y como si estuviera agotado del todo. Como si todo me hubiese agotado y nada pudiera sorprenderme realmente. Me cuesta sentir algo que no sea hastío.

»¿Alguna vez te he hablado de mi colega J? Murió insultantemente joven. Yo también lo era. Éramos críos. Ya entonces sentía que no sentía nada, ¿me explico? Quiero decir: me esforzaba cuando traté de estar triste y me odié por no conseguirlo.

»En realidad, me odio casi siempre por motivos distintos.

»¿Sabes cuándo acabé bien jodido? El día en que murió mi perra. La llamamos Malachy por el protagonista de un libro. Era una hembra y ese nombre es masculino, pero nosotros no teníamos ni puta idea de si era macho o hembra cuando la adoptamos.

»Se escapó y corrió y cruzó la carretera y un coche la arrolló. Aún recuerdo cómo se destensaron cada uno de sus músculos y sus ojos se quedaron en blanco. 

»Yo aún no había leído a Nietzsche, pero maté a Dios un poquito dentro de mí aquel día.

»No sé, pero recuerdo aquel momento más que muchos otros. He tenido más perros y he conectado con ellos más que con Malachy, no sé explicarme, de forma más madura, ¿me entiendes? Pero casi siempre olvido detalles importantes como qué día murieron. Malachy murió el día doce de octubre.

»En fin. Casi siempre siento que la vida pasa por mí, que nada cambiará y que da igual lo que me esfuerce. Entonces comienzo a actuar como eso: como si la realidad en realidad no fuese nada. Sólo puedo compararlo con las drogas: es como si nada de lo que percibo estuviese ahí realmente, ¿sabes? Como cuando estás colocado.

»Cuando me siento así ocurre algo que me preocupa realmente: comienza a importarme poco o nada la gente que tengo a mi alrededor. Y no me refiero a mi alrededor más inmediato. Me refiero al resto. Por supuesto que me jode ver mal a mi mujer o me preocupa que mi hermana sea o no feliz. Pero la mayoría de la gente que tiende a considerarme su amigo, me dan bastante igual. ¡No me mires así, joder! Hablo en serio.

»De hecho, no me costó demasiado alejarme de mis amistades de toda la vida. Entiéndeme, no me hicieron nada. Pensándolo bien, tal vez ese sea el puto problema. Aún así, a veces pienso que debería volver y procurar cerrar la puerta que dejé abierta el día que me marché. Pero, sinceramente, me da igual. Y no lo digo con acritud. Es que, realmente, no puedo sentir nada que no sea indiferencia ante esta situación.

»Sí. Sé lo que estás pensando: «sufriste un colapso que no supiste gestionar». ¡A la mierda con los colapsos y las gestiones, joder! No se trata de eso. Tenía dentro de mí un gen autodestructivo y no paraba de reclamar la atención de aquella gente, pero, ¿en qué contrato social pone que debían haberse preocupado por mí? Todas las vidas tienen bastantes mierdas como para meterles las mías a palazos.

»Sinceramente, creo que siempre he sido un poco así.

»¿Te has parado a escuchar algo de la música que solía hacer? Estaba bastante mal de la cabeza. Ahora también lo estoy, supongo. No sé en qué punto de mi vida ni qué motivo ni qué circunstancia, pero algo dentro de mí dejó de funcionar y paralizó mi mundo.

»Supongo que ahora hay demasiada gente que se cree el puto Sigmund Freud y me pregunta: «¿es que acaso no eres feliz?» o «¿qué más puedes pedirle a la vida?». Me encantaría serles del todo sincero y contestar que lo único que le pido a la vida es odiarme un poco menos.

»Perdonarme por mis pecados y entender que me ayudaron a ser quien soy. Ser capaz de hacer conmigo lo que haría con cualquier otra persona. Pero tengo el sentimiento de que todo dentro de mí es tan oscuro que no merece redención.

»Tal vez me exijo demasiado, ¿qué sé yo?

»Lo cierto es que tengo un nivel de tolerancia hacia mis actos de maldad mucho más bajo de lo que tengo para el resto. ¡Todos somos malos, joder! ¡Todos actuamos mal y a la vez todos merecemos ser perdonados! Las segundas oportunidades y los remiendos de realidades rotas son lo que me han traído hasta aquí hoy.

»Fueron esas realidades las que me llevaron a formarme en psicología y las que me llevaron a trabajar con otras realidades tan jodidas que sólo la muerte puede remendarlas. Pero a la vez, fue el estudio del ser humano y las sociedades y las leyes y dogmas y, en definitiva, la formación en psicología, los que me han hecho aborrecer esta innoble profesión.

»A veces tengo la sensación de que los psicólogos somos los ídolos de barro enviados por un dios vengativo para arruinar las mentes más débiles. Piensa en la cantidad de responsabilidad que porta una sola palabra.

»Piensa en cómo cala un insulto o un consejo o una discusión o un elogio en el día a día de cada uno de los seres humanos de este planeta.

»Los psicólogos somos una especie de sociópatas que recibimos dinero a cambio de decirle a alguien todo lo que no quiere escuchar.

»Nos sentimos en el derecho… ¿qué coño derecho? Nos sentimos en el deber de decirle a la persona que tenemos delante lo que ya sabe. Fingimos que lo escuchamos y que individualizamos sus problemas o desajustes como un ente único y bello y extraño, pero a la vez aportamos las respuestas que noséquién dejó por escrito hace más de doscientos años tras analizar el comportamiento de sus hijas.

»A veces pienso que, en realidad, los psicólogos somos una especie de espejo del alma. Nos damos la vuelta y dejamos que la persona que está ahí, sentada en frente nuestra, sea consciente de que está en el punto de su vida al que ha decidido llegar. Tal vez inconscientemente, pero, al fin y al cabo, el punto al que has decidido llegar.

»La palabra es un arma de la que muy pocas veces somos conscientes. Mírame a mí ahora, contándote mis miserias y, en cierto modo, pidiéndote que lo entiendas. Supongo que es deprimente. Supongo que ahora estás deprimida. Supongo que te lo has buscado tú, por preguntarme que qué tal he pasado el día.

»¿Era una pregunta de cortesía? Puede ser, pero estoy acostumbrado a no preguntar algo de lo que no estoy dispuesto a escuchar la respuesta. Tal vez deberías hacer lo mismo.

»Ya no ejerzo. Quemaría mi título universitario si supiese dónde coño lo he metido. He sido estafado con eso del plan de futuro. La gente se sorprende cuando me pregunta «¿de verdad eres más feliz ahora, con un sueldo de mierda en un trabajo de esclavo?» y yo les contesto «sí». De verdad que lo soy. Entre otras cosas, porque sé que toda mi situación actual es temporal y que saldré de este bache. ¡Saldremos, joder! Y todo será mejor.

»También hay gente menos discreta que me dice que si no me da pena dejar de trabajar de lo mío, después de todo el esfuerzo y tiempo y dinero invertido en estudiar una carrera.

»Cuando alguien me dice eso, me encojo de hombros. Me niego a reconocer en sus caras que ya me siento un pedazo de mierda por eso. Que ya siento que he perdido un tiempo que no volverá. El dinero me la suda y el esfuerzo me ha llevado a ser quien soy. Pero, ¿el tiempo? Eso no vuelve… Es una putada, pero no vuelve.

»¿Cómo no voy a dejarlo? ¿Nunca te he contado que, durante una de mis intervenciones, un hombre se suicidó? No sería justo decir que era mi paciente. En realidad, yo formaba parte de un equipo que trabajaba con él. Un alcohólico y drogadicto y delincuente y toda esa mierda, pero, sobre todo, un hombre profundamente deprimido. Cada vez que algo no salía como él quería, amenazaba con suicidarse: «dadme dinero o me suicido», «dadme metadona o me suicido»… El tipo sólo era un crío atrapado en el cuerpo de un hombre adulto que no dejaba de exigir que alguien solucionase sus problemas por él. Cuando, en el equipo, decidimos que era mejor dotarle de autonomía para que así se sintiese más realizado y, por ende, mucho más feliz, el tipo se ahorcó en mitad de un parque.

»Deberían colgarlos a ellos. A todos y cada uno de los que te dicen que deberías salir de tu zona de confort. ¿Te has parado a pensar en por qué la llaman zona de confort? Está bien lo de ser autónomo, lo de responsabilizarte de tus actos y lo de encauzar tu vida hacia un futuro mejor. Pero, ¿nos hemos parado a pensar qué pasa si no me sale de los cojones ir hacia ese futuro tan prometedor que me estás regalando? Tal vez ese tipo estaría vivo si nunca hubiésemos supuesto que todo le iría mejor si se responsabilizaba de sus actos.

»No sé. Supongo que a todos nos iría mejor si dejásemos de preocuparnos por solucionar la vida a los demás.

»Eso me recuerda a algo que también me irrita de mí. No pienso en la forma en la que viven los demás en lo más mínimo, me resultan indiferentes los cotilleos y me suelen aburrir las conversaciones que giran en torno a gente que no está delante. Sólo me preocupan las vidas en el sentido más estricto de la palabra; la supervivencia, la ausencia del sufrimiento y la felicidad de cada ser vivo que puebla el mundo. No sólo seres humanos, ¿me entiendes? Y eso está de puta madre, no es lo que me irrita de mí mismo. Lo que me jode y a lo que me estoy refiriendo es esa necesidad que tengo a la vez, no sé… de que todo se destruya poco a poco. Por ejemplo, cuando escucho a mis vecinos discutir con sus parejas, algo dentro de mí desea que esa relación se rompa. Que les vaya mal. Que prueben un poco de las mieles del sufrimiento.

»No sé si todas las personas tenemos ese punto sádico en el que ansiamos, deseamos y disfrutamos el padecimiento ajeno o sólo soy yo con una de mis múltiples taras. En cualquier caso, detesto ser así y no sé qué hacer para evitarlo. Me he rendido a mis impulsos más destructivos y me consuelo con que, en lo más profundo de mi ser, deseo que todo le vaya bien a todo el mundo y sé que esa alegría suscitada del sufrimiento ajeno me repugna y la evito y consigo sacarla de mí en pocos minutos o sustituirla por compasión. No sé, es una especie de búsqueda de redención, tal vez.

»Tal vez sólo soy un mal tipo y lo de buscar redención es para conseguir dormir tranquilo un ratito cada noche. En serio, siendo sincera, ¿crees que soy un buen tipo? ¡Espera! Mejor no me contestes. No sé si podría soportar la respuesta.  

»En fin, ¿que qué tal el día? Supongo que terminándome de acostumbrar a que la felicidad es lo que está fuera de la pecera y a que yo sólo soy el pececito que choca una y otra vez contra el cristal, ansiando un exterior que no está hecho para mí.

Ella cabeceó y cogió su libreta.

—Vale, creo que deberíamos centrarnos en cómo te sientes hoy.

Suspiré pesadamente.

—¿Has escuchado algo? No sé por qué coño he venido…

Me llevé la mano a la cartera, saqué cincuenta euros y se los dejé sobre la mesa.

Salí de la consulta de aquella psicóloga y, al llegar a casa, llamé por teléfono para disculparme por mi reacción y posponer indefinidamente nuestras siguientes citas.

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