La breve historia de Martín Roca. Capítulo 10.

            
            El perroflauta se preparó para marcharse de la casa de Martín y me dio unas instrucciones básicas: «que si los rincones, esto, que si la despensa lo otro...». Yo también quería marcharme, pero el tipo no se movía de la puerta.

—Vale —le dije—, daré toda la información a mi amigo y que él decida qué hacer.

—Aún no he terminado —se puso misterioso.

Se metió la mano en el bolsillo de atrás de su pantalón y sacó una especie de compresas.

—Como me has caído bien —me dijo—, te regalo estas trampas. ¡Pero úsalas con cuidado! 

—Vale, amigo. Se las daré a mi colega y que las ponga por ahí —de verdad quería marcharme.

—Les tiene que quitar este papelito —me dijo, señalando una esquina de la trampa— y pegarla en el suelo. Luego, le quitas este plástico —señaló al envoltorio de aquella cosa— y la rata vendrá a comer.

Asentí e hice ademán de marcharme.

—Es un veneno muy potente —continuó diciéndome, agarrando mi hombro para impedir que me marchase—. Tienes que tener cuidado y no pegarlo donde haya alimentos cerca ni mascotas ni plantas.

—Vale, tío. Ahora deberías irte y yo también —le insistí—. Mañana hablaré con mi colega y que ponga todos estos chismes.

—¡JA! —espetó con sorna— ¡«Chismes», dice! ¡Las fabrican en Bélgica, tío! Ya te he dicho que te las doy porque me has caído bien.

Empecé a cabecear perdiendo la paciencia.

—Y yo ya te he dicho que gracias. Ahora, ¡a tomar por culo! —y comencé a empujarle, suavemente, hacia la salida.

—Una última cosa… —me dijo, parando en seco.

Metió la mano en su otro bolsillo trasero y sacó la factura.

—Tiene que abonar el importe de los servicios, señor. 

Miré a aquel tipo, ojiplático.

—Mi amigo no me ha dicho nada de eso…

—Pues yo no puedo marcharme sin cobrar… 

La situación se tensó.

—Ahora no tengo efectivo —le dije. Y era verdad—. Podría firmarte la factura y que mi colega te pague cuando la vea.

El tipo rompió en una sarcástica carcajada.

—Si no tienes efectivo —me dijo—, esperaremos a tu colega.

Y pasó, con su factura en la mano, hasta el salón de Martín. Ocupó su sofá y comenzó a mirar su teléfono.

—Tío, ¿no podemos hacer algo? No podemos quedarnos aquí a esperarlo, ¿no crees? —le dije tratando de buscar una solución.

—No lo creo —me dijo el perroflauta—. Ponte cómodo, he visto que tu colega no tiene cervezas en la nevera. Va a ser una espera aburrida. 

En ese momento fui consciente de que él no se iría de aquella casa sin su dinero. Metí la mano en mis bolsillos y sólo tenía un par de euros. Si no puedes con tu enemigo…

—Vale —le dije—, no te muevas de aquí. Voy a la tienda de abajo a por un par de birras

Al menos fue obediente, el tipo. Cogí dos cervezas baratas del super más cercano y volví a subir a casa de Martín y allí estaba el perroflauta, tal cual lo había dejado: sentado en el sofá de mi compañero y mirando la pantalla de su móvil.

Me senté a su lado y le alargué una de las cervezas. Él la miró con desdén antes de abrirla. Dio el primer trago e hizo un gesto de desaprobación con la boca.

—Esta cerveza es una mierda —me dijo.

—Es barata. Gratis para ti —contesté.

El tipo asintió y dio otro trago. Esta vez, no hizo mueca alguna.

—Creía que los tipos con traje tenían pasta —me dijo después de unos momentos de silencio.

—¡No seas capullo! ¡Llevo traje por mi curro! —traté de explicarle—. Aunque la verdad es que sí. Tengo mucha pasta.

El tipo asintió y dio otro trago de cerveza.

El mamón me estaba haciendo sentir un tirao por no llevar efectivo encima, así que me resultó inevitable tener una reacción tan infantil como la que tuve.

—¿Cuánto cobras cada hora? —pregunté.

—No creo que a ti te interese eso.

—¿Cinco? ¿Seis pavos la hora? —insistí.

El tipo miró al techo.

—Más o menos —dijo después de pensarlo un poco.

Saqué mi pitillera y le ofrecí un puro. Saqué otro para mí. Los encendí y, cuando dio la primera calada, le dije:

—Deberías trabajar toda una mañana para poder pagar un puro como el que te acabo de regalar.

¡Lo sé! Ya te he dicho que fue una reacción infantil, pero tenía que demostrarle a ese mamonazo quién mandaba allí.

Soltó el humo mientras asentía pensativo.

—Y tu colega, el que vive aquí —me dijo—, ¿es igual de gilipollas que tú?

No supe cómo reaccionar. ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Partirle la cara a ese niñato?

Supongo que sí, pero preferí sonreír fingiendo que aceptaba la coña.

—Es que —continuó diciendo—, no me creo que todos los que ganen pasta sean gilipollas.

Yo reflexioné un poco.

—La verdad es que Martín no tiene nada que ver conmigo —le dije—. Martín es mi compañero, el que vive aquí… sólo tenemos en común que nuestro jefe es el mismo.

Continuamos un rato en silencio, fumando un puro de treinta pavos y bebiendo una cerveza de treinta céntimos.

Miré a mi alrededor y comprobé la evidencia: Martín no tenía ni un solo cenicero en aquella habitación.

Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué la trampa para ratas. El perroflauta me miró expectante. Quité el plastiquito protector y comencé a echar la ceniza de mi puro sobre la pega de la trampa. Después, se la alargué a aquel tipo para que hiciese lo mismo.

—¿Sabes qué? —me dijo—. En realidad, me la suda. Estas trampas se las damos a todos los clientes. Van metidas en el precio de la mano de obra —dio una larga calada y volvió a descargar la ceniza de su puro sobre la trampa—. A mi jefe se le ocurrió lo de «esto es para ti, por ser tan especial» para fidelizar clientes.

Me comencé a reír en el mismo momento en que el timbre del apartamento sonó. Me levanté para abrir y allí estaba Martín.

—¿Estás fumando en mi casa? —preguntó al verme.

—Buenas tardes, Martín —le contesté.

En ese momento, el perroflauta salió de su salón con su puro encendido en la boca.

—¿Quién es él? —preguntó Martín, señalando al tipo—. ¿Y qué hace fumando en mi salón?

El perroflauta se acercó con tranquilidad.

—Soy de control de plagas —y le alargó la factura—. Me iré de aquí cuando usted pague mis servicios.

Martín cogió la factura de la mano de aquel chico y la revisó. Sacó su cartera y pagó sin protestar.

—Que tengan ustedes un buen día —dijo el tipo, saliendo del apartamento.
Antes de cerrar la puerta, Martín volvió a revisar la factura.

—¡Perdona! —gritó para llamar la atención del chico—. Aquí pone que «no se aprecia actividad animal alguna». ¿Qué significa eso?

—Pues que no se aprecia actividad animal alguna. ¿No lo entiende? —dijo el chico. 

—¡Pero aparecen heces! ¿Me estás queriendo decir que aparecen solas? —preguntó Martín.

El tipo se dio la vuelta en mitad del rellano, resoplando y perdiendo la paciencia.

—Te estoy queriendo decir que el animal no está. Ni tampoco su nido ni su comida. Ni siquiera sus heces.

—¡Yo mismo limpié las heces! —dijo Martín.

—¿Yo qué sé, amigo? —dijo el perroflauta—. No sería la primera rata que sale por el desagüe de la taza del váter y vuelve a las alcantarillas después de comer.

Martín se quedó en silencio y el tipo se metió en el ascensor sin despedirse.

—Tranquilo, Martín. Ya conseguiremos… —comencé a decirle.

—Déjame sólo, por favor —me interrumpió—. Y apaga ese puro.

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