La breve historia de Martín Roca. Capítulo 9.


Me parecía inconcebible lo que estaba pasando. 
Si hace un par de semanas me dices que iba a tener las llaves de la casa de Martín en mis manos y que él mismo me daba permiso —es más, me pedía por favor— para que entrase en su domicilio en su ausencia, hubiese mirado tu vaso como pensando: «Tío, no sé qué coño te han puesto, pero yo quiero tomar lo mismo»
El tipo del control de plagas era un perroflauta de cojones. Se notaba que el tipo era vegetariano o algo así, con su barba desaliñada y sus dilataciones en las orejas. ¿Qué coño pintaba ese tipo exterminando bichos?
Como sea, allí estaba yo, en el rellano de aquel edificio lleno de apartamentos diminutos. ¡Tenemos un buen sueldo, joder! Estoy seguro de que Martín se puede permitir algo mejor.
Abrí la puerta del apartamento y le pedí al perroflauta que entrase delante de mí. 
El tipo miró detrás de la puerta, buscando rinconeras y quicios. Yo lo miré, él me miró y me encogí de hombros.
—¿Por dónde aparecen los visitantes? —me preguntó.
Había un toque sádico en su voz.
—La verdad es que no tengo ni puta idea —le contesté—. Esta es la casa de un compañero de trabajo que me ha pedido que viniese a abrirte porque a él le resultaba imposible.
El tipo asintió en silencio y comenzó a mirar los muebles, como aguantando el impulso de tirarse al suelo y mirar debajo de ellos en busca de pruebas.
—Entiendo… —dijo casi en un susurro.
Se dejó caer y, tal y como yo sospechaba, comenzó a mirar debajo del mueble del recibidor.
—¿A qué tipo de plaga nos enfrentamos? —preguntó, mirando con una pequeña linterna debajo del mueble.
—Pues… —comencé a decir—; pues deben ser bichos grandes… Mi amigo, el dueño de esta casa, no ha visto insectos ni nada de eso. Aparecen heces, ¿entiendes? Heces por todas partes.
El tipo se levantó y me miró con los ojos entreabiertos, como si procesase la información y buscase en un archivo de su cerebro la causa de nuestro problemilla.
—¿De qué tamaño son las heces?
Yo resoplé encogiéndome de hombros.
—En realidad nunca ha visto las heces como tal —le dije—. Se levanta adormilado y, cuando sale de la ducha, descubre huellas. Sus huellas, pero marcadas en heces. Es como si hubiese pisado una mierda y hubiese dejado la marca.
El tipo asintió en silencio sin dejar de mirarme con esos ojos entreabiertos casi reptilianos.
—Vale —me dijo—. Primero, revisaré el dormitorio. Después, usted se quedará allí y procurará no hacer ningún ruido ni moverse bruscamente ni nada que pueda espantar a un animal pequeño —dejó de mirarme y comenzó a barrer con los ojos aquel apartamento—. Es hora de cazar —dijo, después de unos segundos de silencio.
O aquel tipo estaba como una puta cabra, o yo no tengo ni idea de cómo se comporta la gente hoy por hoy. Entre el propio Martín, el médium, su compañera Trini y este tipo, tenía la sensación de que todo el que entraba por el umbral de esta puerta se volvía completamente tarumba. Por un momento, temí volverme yo también un idiota.
Me quedé en el recibidor esperando a que aquel tipo revisase el dormitorio de Martín. No pude evitar echar un ojo a mi alrededor y sorprenderme con la sobriedad de aquel habitáculo: ni una sola fotografía ni un cuadro ni nada de eso. Sólo un escueto perchero en el que colgar un abrigo y un mueble bajo en el que soltar las llaves de casa al entrar por la puerta.
No sé, pero me paré a pensar en el resto de recibidores que he visto. No dejan de ser lo primero que le muestras a alguien cuando viene a tu casa, una especie de: «esto soy yo». Pero, a su vez, también es lo primero que ves cuando entras a tu propia casa. ¿De verdad Martín no tenía necesidad de ver algo agradable?
Estando perdido en esos pensamientos, el perroflauta salió del dormitorio de Martín. Se llevó un dedo a la boca pidiéndome silencio y me hizo un gesto con las manos, pidiéndome que me acercase a él.
Cuando empecé a recorrer aquellos dos o tres metros que separaban la puerta de la calle con la del dormitorio, el tipo me hizo un gesto para que anduviese con cuidado y me miró con enfado.
Lo que suele pasar con este tipo de locos es que te llevan a su terreno, así que pedí perdón con un gesto de las manos y comencé a andar de puntillas y despacio hacia el dormitorio.
—Esta habitación ya es segura —me dijo en un susurro solemne el tipo.
Yo levanté mi dedo pulgar para mostrarle mi aprobación y me metí en aquel dormitorio.
Me quedé quieto en mitad de la habitación hasta que perdí de vista al lunático, que se dirigió al cuarto de baño. En ese momento, me paseé por la habitación volviendo a examinarlo todo.
Al fin y al cabo, al igual que en el recibidor expones lo más visible de ti, en tu dormitorio guardas aquello que no todo el mundo puede conocer. No es que sea un cotilla ni nada de eso, es que Martín me había dado las llaves de su casa. Eso es una señal clara de confianza. Además, necesitaba conocer más a fondo a mi tan enigmático compañero de trabajo.
Recorrí la estancia con la mirada. Cuando estaba en el recibidor de aquel piso, pude ver en el salón una gran estantería llena de libros de todos los tamaños. En su habitación, Martín también tenía varias baldas clavadas a la pared repletas de libros.
Leí los títulos: novelas clásicas de autores extranjeros. Las típicas novelas que todos deberíamos haber leído: Los tres mosqueteros, Moby Dick, todas esas… la verdad, no he leído ninguna ni creo que lo haga en mi vida.
También tenía un pequeño reproductor de CDs encima de una cómoda. Tenía discos de música clásica, de esas de violines y pianos que a todos deberían gustarnos. Siempre me ha aburrido esa mierda para intelectuales.
Tenía alguna revista de investigación encima de su mesita de noche: el cosmos y esas mierdas. Me imagino que las tiene ahí para coger el sueño. Yo, al menos, me dormiría después de hojearlas un par de minutos.
Me lo imaginé metido en la cama y no pude evitar pensar cómo sería su pijama. Así que me puse a buscarlo. 
Fui a la cómoda, donde tenía la radio y los CDs de música clásica y abrí el primer cajón. Dentro, sólo tenía ropa interior escrupulosamente ordenada: calzoncillos, calcetines, camisetas de tirantes… todo eso. En el segundo cajón, encontré la ropa de cama: sábanas y todo eso. En el tercer y último cajón, el de más abajo, pude ver un montón de documentos importantes: la cartilla del médico, el pasaporte, el libro de familia… todos esos documentos que todos tenemos porque son muy importantes y que no usamos en la puta vida.
Pensé en que lo más lógico sería que su pijama estuviese en el cajón central. Así que, volví a abrirlo y levanté las sábanas.
Debajo de la ropa de cama no encontré ningún pijama. Encontré una colección extensa de pornografía sadomasoquista, lubricantes, esposas, látigos y máscaras. 
De repente, pude imaginar a Martín muriendo como David Carradine, en medio de una autoasifixa erótica, tumbado en aquella cama. Excitado cómo un perro en celo mientras observaba como ataban y golpeaban y humillaban a alguien.
Fui consciente de que estaba atravesando una línea en la intimidad de mi compañero que me impediría volver a mirarlo de igual manera.
Me sentía violento y me impacienté tanto que no me quedó más remedio que asomar la cabeza fuera del dormitorio y gritar al tipo de las plagas.
—¿Te queda mucho, colega? —dije.
El perroflauta se asomó desde el salón con gesto de rechazo.
—Ya termino —se limitó a decir.

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