La breve historia de Martín Roca. Capítulo 13.



Después del fin de semana, volví a la oficina pensando en Martín.

La verdad, llevaba sin acordarme de él desde el viernes. No fue hasta el lunes, al bajarme de mi vehículo con cuidado de no pisar ningún mojón de perro, cuando me acordé de Martín, su ducha y sus días libres.

Pensé en llamarle por teléfono o mandarle un e-mail o cualquier cosa por el estilo, ya sabes, desearle que disfrute de sus días libres y preguntarle por la rata. Pero fui consciente de que nunca tuve su teléfono personal. Tampoco su correo. Siempre me dirigí a él por la extensión del teléfono interno de la empresa. Ni siquiera el día que me quedé en su casa, fui consciente de que no tenía forma de ponerme en contacto con él si hubiese sido necesario.

Perdido en esos pensamientos atravesé el vestíbulo de recepción y me monté en el ascensor. Elena no estaba aquella mañana, ni Gorka, ni el gordo que hace las fotocopias… hubiese sido el día perfecto para pisar una mierda.

Llegué a mi planta y, al pasar frente a la puerta del despacho de mi jefe, pude oír sus gritos.

—¡No vuelvas a pedirme un puto día libre en tu vida!

Le gritaba a un pobre desgraciado.

Llegué a mi puesto, encendí el ordenador y fui a servirme un poco de café.

Gorka estaba allí, resoplando y con esa actitud de «pregúntame qué es lo que me pasa», ya sabes, en plan plañidera.

Me puse una taza de café e hice como si nada. Así que Gorka resopló más y más fuerte.

—¡Qué tengas un buen día, Gorka! —le dije dándome la vuelta.

¡Qué le jodan! Era lunes, no me apetecía aguantar llantos de nadie. Además, la última vez que me interesé por un compañero, me encontré en medio de un lío con ratas y perroflautas y huellas de mierda.

Pero Gorka no estaba conforme.

—¡Espere, por favor! —su tono pretendía ser un reproche, pero sonaba más a súplica.

—¡Tutéame, Gorka, joder! —le dije para relajarlo un poco—. ¿En qué puedo ayudarte?

Gorka cabeceó un poco.

—Es que, el favor que me pediste… —comenzó a decirme—. Le insistí tanto al jefe y ahora esto, pues…

—Vale, Gorka. Tienes que ser más específico —comencé a hablar más despacio—. El favor que te pedí, sí, lo recuerdo. Un favor sobre Roca, vale. ¿Y qué es esto que ha pasado ahora?

Pero antes de que me contestase, pude verlo yo mismo.

Martín apareció por la puerta de la sala del café con un aspecto penoso. Estaba mal de cojones. Daba grima sólo con verlo andar.

—Gorka, el jefe quiere verte —dijo Martín, completamente derrotado.

Gorka me miró con un gesto parecido a la ira, soltó su taza de café y salió de aquella sala.

—Tranquilo, Gorka —le dije—. Hablaré con el jefe y lo aclararé todo.

Pero Gorka siguió andando sin mirarme a la cara. 

Esperé un par de segundos antes de asomarme al pasillo y comprobar que entraba, con la cabeza gacha, en el despacho de ese demonio desalmado que firma las nóminas.

Me volví hacia Martín.

—¡¿Qué coño haces aquí?! —le dije, notablemente irritado.

Martín se encogió de hombros.

Yo lo imité. Puse cara de bobo y comencé a encogerme de hombros burlonamente.

—¿Eso es todo? —le dije mientras seguía imitándole. 

Negué con la cabeza y lo miré de arriba a abajo. Me apetecía pegarle una buena a ese hijoputa. Había jodido a Gorka y me iba a joder a mí también. 

Justo cuando iba a seguir gritándole, pude ver la desesperación en su cara.

—Tenía miedo —se limitó a decir.

Yo respiré hondo para tranquilizarme.

—¿Miedo de qué, Martín? —le pregunté.

—Miedo a todo —se abrazó a sí mismo, como si hiciese mucho frío—. A la rata, a las huellas, a mi ducha, a perder mi trabajo… A mi aspecto, mi salud, sobre todo la mental… No puedo permitirme perder mi trabajo. He renunciado a mis días libres porque no puedo perder mi trabajo.

Su agobio me agobió.

—¡Nadie pierde el trabajo por dos días libres! —le dije—. Vamos por partes, ¿quieres? Hoy llamarás a un fontanero. Hoy mismo, pedirás cita con tu médico. Esta tarde arreglaremos todo, Martín.

Asintió como un niño asustado.

—Yo me encargaré de atender al fontanero —continué—. Sólo tienes que procurar dejarme la pasta para pagar a ese capullo. Tú irás al médico, le dirás que estás hecho un asco y que necesitas que te dé de baja.

—No haré eso. No quiero perder mi trabajo.

—¡No vas a perder tu trabajo, joder! —le dije—. Deja de decir que perderás tu trabajo. Soy abogado y sé lo que me digo: nadie va a perder su trabajo por esta gilipollez. 

Me acerqué a él. Olía peor que la última vez.

—Te darás una ducha y te irás al médico —le dije.

—Mi ducha sigue rota.

Negué con la cabeza.

—Vale, socio —le dije—. Pues te pondrás perfume y te irás al médico. Yo me encargo de buscar un fontanero para esta misma tarde.

—Gracias. Llamaré al médico después de tomarme el café.

—Llamarás al médico en este mismo instante —le dije, mientras buscaba en mi móvil el teléfono de un fontanero.

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