La breve historia de Martín Roca. Capítulo 11.
Me bajé de mi coche y, al poner un pie en la
acera, noté cómo mis George Cleverley se hundían en material blando.
Miré abajo temiendo lo peor y allí estaba: quinientos euros del zapato más
elegante que un hombre podría calzar, hundidos en la mierda de perro más
descomunal que hayas visto jamás.
Maldije y observé mi zapato. La mitad delantera
estaba completamente sumergida en una mierda que se intuía aún caliente y cuyo
hedor llegaba hasta mí. ¿Cómo podía ser posible que un olor tan putrefacto
hubiese salido de dentro de un ser vivo? ¿Qué desalmado dejaría aquel mojón
del tamaño de un puto sombrero de mariachi en mitad de un aparcamiento?
—¡Joder! —grité.
Miré a mi alrededor y comprobé que nadie me
había visto. Me planteé la opción de frotar mis zapatos contra el asfalto hasta
eliminar aquello, pero ya te he dicho que son unos zapatos de quinientos pavos.
Tenía que urdir un plan para entrar a la oficina
sin que nadie supiese de mi percance. Me dirigí a la puerta trasera del
edificio donde trabajo, el sitio donde salen a fumar los de recepción, andando
con cuidado de apoyar sólo el talón izquierdo.
A pocos metros de llegar, la puerta se abrió y
salió el tipo gordo que se dedica a hacer las fotocopias.
—¡Buenos días! —me dijo, sujetando la puerta
para dejarme pasar.
—Hola —me limité a contestar.
Pasé delante de él con mi curioso andar
lo más rápido posible, evitando que fuese capaz de percibir el olor que yo
desprendía en ese momento.
—¡Que te mejores! —me dijo cuando ya me había
separado de él un par de metros.
Yo me di la vuelta con gesto extrañado y él
señaló a mi pierna izquierda.
—De tu pierna —dijo—, que te mejores.
—Gracias —mascullé mientras me retiraba.
Acentué aún más eso de andar con el talón en el
momento en que entré en la recepción del edificio porque, a partir de ese
punto, el suelo está enmoquetado.
¿Imaginas cómo sería que alguien de mi estatus
dejase una huella de mierda en aquella moqueta?
En el fondo de la recepción, Gorka —el
secretario del jefe—, leía unos informes mientras se paseaba de un lado al otro
de la sala.
Yo me encaminé a las escaleras tratando de pasar
desapercibido.
—¡Te estaba esperando! —me dijo al verme.
A veces, el mundo conspira para que tengas un
día de mierda.
—Ahora no puedo, Gorka —traté de disuadirle,
encarando las escaleras.
—Es importante —me insistió acercándose a mí.
Yo me paré a esperarlo, retrasando un poco mi
pie izquierdo para evitar que viese y oliese la mierda pegada a mi zapato.
—Son unos informes sobre una defensa que nuestra
empresa necesita que diseñes —me explicó, alargándome los papeles.
—Vale, le echo un ojo ahora mismo —dije
apresuradamente.
Me giré y volví a cojear hacia los
primeros peldaños de la escalera.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó Gorka.
—Un esguince o algo así, ayer jugando al pádel
—le dije—. Seguro que no es nada.
Gorka se quedó mirándome en silencio.
—¿Por qué no subes en el ascensor? —me preguntó
después de unos segundos.
—Gorka, colega. Tengo un poco de prisa.
El servicial y lameculos de Gorka, me
agarró por detrás y pasó mi brazo por encima de su hombro.
—Vamos, te ayudo a llegar al ascensor —me dijo.
—No hace falta, joder —pero ya era tarde.
Volvimos a cruzar la recepción como si fuese un
puto herido de guerra. Yo, que quería pasar desapercibido, me convertí en el
centro de todas las miradas con mi caminar lento y tortuoso, apoyado en ese
secretario.
Llegamos al ascensor y Gorka tocó el botón para
llamarlo. Mientras esperábamos, se acercó Elena.
En el peor momento de la historia de los
momentos inoportunos, llegó ella.
Elena es contable. Está buena de cojones, pero
no es sólo eso. Cuando habla, cuando ríe, cuando camina… no sé. Digamos que me
tiene encandilado.
Yo trato de acercarme a ella, pero suelo quedar
como un gilipollas. Últimamente, me veía animado para pedirle una cita. Un buen
momento sería ese: coincidir en el ascensor: «¡eh, Elena! ¿Qué haces hoy
después del curro?». Algo así, ¿no?
Pero hoy, cojeando y apestando a mierda.
El peor momento de la historia de los momentos
inoportunos.
Me miró. La miré. Nos sonreímos.
La puerta del ascensor se abrió y Elena subió a
él. Después, el tándem formado por Gorka y yo mismo, nos arrastramos
como pudimos al interior.
—¿Estás bien? —me preguntó Elena, con esa
vocecilla.
—Sí —contesté—. Es sólo que me torcí el tobillo
jugando al pádel.
Ella sonrió.
—No te hacía por un hombre deportista —me dijo.
Y la verdad, llevo sin hacer deporte desde la
secundaria.
—¡Pues ya ves! —le mentí.
Pude observar cómo torcía la nariz, como si un
olor desagradable hubiese llegado hasta ella. Olfateé y descubrí que mi zapato
apestaba como un demonio.
—¡Gorka, joder! —grité—. ¿No puedes esperar a
bajarte del ascensor? Hay una dama delante…
Elena se sonrojó y sonrió. Gorka miró al suelo.
—Yo no… —comenzó a decir.
La puerta del ascensor se abrió en mi planta y
Gorka y yo nos bajamos. Elena tenía que subir un par de plantas más.
—¡Nos vemos! —le dije a ella. Y ella me dijo
adiós con la mano.
—Está bien, Gorka. Ya puedo yo sólo —le dije,
separándome de él.
—Yo no me he tirado un pedo dentro del ascensor.
Yo lo miré riéndome.
—¡No me jodas! —le dije entre carcajadas— ¡No me
digas que ha sido Elena!
Gorka me sonrió y se encogió de hombros. Después
se metió en el ascensor y volvió a la recepción.
Yo me apresuré a meterme el baño, comprobé que
no había nadie en los lavabos, me quité el zapato y comencé a limpiarlo debajo
del grifo.
La puerta se abrió y me sobresalté, pero sólo
era Martín.
—¿Qué tal, colega? —le pregunté mientras frotaba
la suela de aquel tesoro.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó Martín, señalando
al zapato.
—Nada —le dije—. Un incidente sin importancia.
Martín se colocó a mi lado y comenzó a lavarse
la cara.
¿Qué coño había comido ese perro? Cuanto más
frotaba el zapato, peor olía todo a mi alrededor.
—¿Ha caído algo en las trampas? —le pregunté a
Martín.
—No. Ningún animal —me dijo.
—¿Huellas? —pregunté. Él asintió en silencio.
Siguió lavándose la cara y yo seguí frotando el
zapato. Aquello olía francamente mal.
—Perdona por el olor, Martín —le dije—. No
entiendo qué ha podido pasar.
Martín me miró y comenzó a sollozar.
—Soy yo —dijo—. Soy yo el que apesta.
Me acerqué y lo olfateé.
—¡Joder, Martín! —le dije. Olía francamente
mal—. ¿Qué te ha pasado?
—Esta mañana, después de ducharme, he visto que
el plato de la ducha estaba lleno de un líquido apestoso y marrón —guardó
silencio un instante mirando hacia el lavabo y me miró a los ojos—. Creo que
hoy me he duchado con mierda…
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