hoy no es la noche.



El taxista le estaba dando de hostias a Torres. Se lo merecía. Yo los observaba desde dentro del coche sin ningún tipo de compasión.

Me imagino que a todos nos ha pasado alguna vez, que la noche nos da señales de que todo está yendo mal, de que es hora de volver a casa, de que todo c´est fini desde hacía rato.

Depende de ti querer o no escucharlas.

La primera señal la recibí cuando aún era de día, justo antes de salir de casa, en el momento en que mi mujer me dijo:

—No será una cena y un par de cervezas.

La última señal la recibí justo antes del amanecer, cuando el taxista le gritaba a Torres:

—¡¿Te parece divertido esto, hijo de la gran puta?!

En total fueron cinco las señales recibidas. En total fueron cinco las señales ignoradas por mí. A veces pienso que deberían darme algún tipo de reconocimiento —un diploma, al menos—, por ser tan gilipollas.

—No te engañes. Mañana no podremos acudir a la comida —me dijo mi mujer.

—Cenamos, un par de cervezas y en casa antes de las tres. Prometido —le dije yo.  

Teníamos una comida familiar al día siguiente. Era importante —sobre todo para mis cuñados— y, por supuesto, para mi mujer. Pero Torres se marchaba de la ciudad y quería despedirse de nosotros, así que la solución era recogerse pronto y levantarse antes de la comida.  

—No prometas eso… —dijo mi mujer.

—¿Por qué no? —le dije, ofendido.

—¿En serio me estás preguntando eso?

Negó con la cabeza.

—No será una cena y un par de cervezas —me dijo.

«De Ruedas: hoy no es la noche. Primera señal».

En un principio, interpreté que me jodía darle la razón. Sin embargo, haciendo un ejercicio de autocrítica, sabía que lo que en realidad me jodía era que la llevaba. Y yo lo sabía desde el primer momento.

—Confía en mí —le dije.

Me imagino que no lo hizo.

Salí de casa y esperé a que Urzúa me recogiese con su coche. Pensaba en mi mujer, en lo poco que le habían gustado siempre mis amigos. No todos, en realidad. E siempre le cayó muy bien. 

Mientras esperaba, pensaba en la cantidad de cosas que nos han pasado a los cuatro y pronto pude comprobar el patrón que se repetía: E casi siempre se las ingeniaba para salir ileso de nuestras desventuras. Por eso, decidí que esa noche le diría a E que no me dejase terminar muy tarde, que a las tres de la madrugada debía estar metido en la cama y que era importante. Estaba seguro de que él me ayudaría a conseguirlo.

Justo estaba pensando en eso cuando el coche de Urzúa giró mi calle y se paró delante de mí. Me subí al coche.

—Llama a Torres y dile que lo recojo en la plazoleta —me dijo Urzúa después del saludo.

—Voy a llamar a E. Seguro que no está en casa y tendremos que recogerlo primero —dije yo.

—Ni te molestes: E me ha dicho que hoy no sale —se limitó a decirme.

Pero yo no quería aceptar ese no por respuesta. Y no es que no entendiese los motivos. E había compartido piso con Torres y se había comido una cantidad insultante de marrones por él. Era normal que aceptase que se marchase sin más. Además, no es por pavonearme, pero E fue amigo mío mucho antes que de los otros dos. Yo hablaría con él y seguro que entraba en razón.

Saqué mi teléfono, marqué el de E y esperé el tono. Pero el tono nunca llegó. En su lugar, una voz femenina absurdamente sensual me informó de que «el teléfono al que llama se encuentra apagado o fuera de cobertura». El cabrón de E había dicho que esa noche no salía y cumplió.

«De Ruedas: hoy no es la noche. Segunda señal».

No insistí en llamar a un teléfono apagado, así que llamé a Torres para decirle que le recogíamos: la noche acababa de comenzar.

Cenamos en una hamburguesería y tomamos un par de cervezas en un bar cercano. Miré el reloj y apenas eran las doce y media de la noche. Todo estaba saliendo bien, así que, decidí escribirle un mensaje a mi mujer para tranquilizarla: «Por aquí, ya estamos terminando», le escribí. «Ok», se limitó a contestarme.

Guardé mi teléfono mientras Urzúa y Torres reían un chiste que yo no había escuchado.

—¿Nos movemos? —preguntó Torres.

Y apuramos las cervezas para salir de aquel bar.

Una vez en la calle, de camino al coche de Urzúa, me levanté el cuello de la chaqueta para protegerme del frío y dije sin más:

—Yo me piro. Mañana tengo un día duro. 

—Sube. Te llevamos —me dijo Urzúa.

Accedí y me subí al vehículo. Urzúa salió de su aparcamiento y comenzó a circular en la dirección opuesta a mi casa. Urzúa me debió notar inquieto, porque miró al retrovisor y me dijo:

—Sólo voy a echarle sopa al coche, tranquilo.

Llegamos a la gasolinera y, mientras Urzúa repostaba, Torres se giró en su asiento, el del copiloto, para decirme que me quedase sólo un poco más. Que había reservado una mesa para cuatro en un local elegante con la idea de despedirse de nosotros y que E ya le había fallado, que no podía hacerle eso, que sólo una copa…

Miré a la estación de servicio. Estaba como a dos kilómetros de casa. Podía irme andando y llegaría en menos de quince o veinte minutos. Volví a mirar a Torres y, por primera vez esa noche, sentí compasión por él.

—¡Vale, joder! —le dije con cierto resentimiento—. Una copa, Torres. Una puta copa y a casa. 

Urzúa pagó el repostaje de su vehículo y volvió a montarse. 

—¡De Ruedas se apunta! —gritó Torres, justo después de que Urzúa cerrase la puerta.

Y entre los vítores de dos de mis amigos, el coche de Urzúa puso rumbo a la oscuridad de la noche. Cuando hablo de la oscuridad de la noche, me refiero a la puta boca del lobo. Urzúa encaminó la carretera que sale de nuestra ciudad y tomó la salida hacia la autopista.

«De Ruedas: hoy no es la noche. Tercera señal».

Cuarenta minutos después, estábamos a las afueras de una ciudad vecina, haciendo cola para entrar en nuestro reservado del local elegante a nombre de Torres. Resultó ser una mesa para cuatro en primera fila de una barra americana.

Cuando entramos, una camarera nos guio hasta la mesa y tomó nota de nuestras bebidas al mismo tiempo que terminaba el estriptis de una de las trabajadoras del local. 

Varios estriptis y un par de botellas de whisky después, saqué mi móvil sólo para ser consciente de que hacía tres horas que mi mujer me había escrito otro mensaje: «Terminando por allí, ¿no?». Miré el reloj y eran más de las cuatro y media de la mañana.

—Tíos, tenemos que volver a casa —balbuceé.

Entonces Urzúa se levantó para ir a mear antes de volver a coger el coche y dio un traspiés contra un camarero —un poco exagerado por la borrachera, todo hay que decirlo—. Torres, al verlo en ese estado, se sintió culpable —un poco exagerado por la borrachera, todo hay que decirlo— y se puso a buscar a alguien que pasase cocaína por todo el local. Sus intenciones eran buenas, supongo. Sólo quería que nos espabilásemos —sobre todo, Urzúa— y volviésemos a casa.

Pero el segurata pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo y, como no podía ser de otra manera, nos echó del local con malas formas.

Caminamos maldiciendo hasta el coche y, al llegar al vehículo, fuimos conscientes de que Urzúa seguía en el baño del local. Tratamos de volver a entrar a buscarlo, pero el segurata nos amenazó desde dentro, por lo que tuvimos que darnos la vuelta y quedarnos en la calle.

Quince minutos más tarde —o quince horas, ¿qué sé yo?—, Urzúa salió del local maldiciéndonos. 

—¡Me habéis dejado tirado, hijos de puta! —gritaba.

—¡Relájate, joder! —le dije yo—. Es que nos han echado.

Yo notaba que mis palabras salían despacio de mi boca, como si estuviese aprendiendo a hablar. Urzúa nos miró sorprendido.

—¿Qué coño habéis hecho? —creo que dijo, entre resoplidos etílicos.

—Nos han echado por buscar cocaína —dijo Torres.

Y comenzaron a discutir sobre quién tenía la culpa de que ahora los tres estuviésemos en la calle. Y más pronto que tarde, la discusión cogió un tinte extraño —un poco exagerado por la borrachera, todo hay que decirlo—.

La cuestión es que yo estaba bastante pedo y no me estaba enterando mucho de lo que ocurría. Sólo sé que Urzúa se montó en su coche y me dijo:

—Sube, De Ruedas. ¡Qué le den por culo a este cabrón!

Y yo miré a Torres y lo vi sentado en la acera, a punto de llorar y, por segunda vez esa noche, sentí compasión por él.

—No, tío —le dije a Urzúa—. No podemos dejarlo aquí. Es nuestro colega.

Urzúa negó con la cabeza y arrancó el motor.

—¡Qué te den por culo a ti también! —me dijo mientras se marchaba.

«De Ruedas: hoy no es la noche. Cuarta señal».

Me senté al lado de Torres y le eché un brazo sobre los hombros.

Los dos guardamos silencio un rato.

—¿Llamamos a un taxi? —pregunté.

Torres asintió.

Pedimos un taxi que acudió a los diez o quince minutos al aparcamiento de aquel local. El conductor era un tipo rudo de mediana edad, se le veía bastante grande a ese cabrón y no se alegraba de vernos. No me extrañaba, por otra parte: estábamos a las afueras de la ciudad, casi al amanecer y completamente borrachos. 

Miré a Torres, con su traje arrugado y su mandíbula caída por la cogorza, tratando de aparentar serenidad a la hora de dirigirse al taxista.

—Buenas noches —le decía, balbuceando—. ¿Nos puede llevar, por favor, de vuelta a nuestra casa?

El taxista entornó los ojos y guardó silencio. Torres le dijo que vivíamos en la ciudad vecina, como a cuarenta kilómetros. El taxista cabeceó.

—Tío, no estoy para perder la noche —le dijo el conductor— ¿Tenéis pasta?

—¡Claro que sí! —dijo Torres, sonriendo felizmente—. Te hemos llamado por algo, amigo.

El taxista hizo un gesto con el brazo indicándonos que subiésemos al coche. Torres se giró hacia mí, manteniendo su sonrisa plena, y levantó el dedo pulgar a modo de aprobación. Estaba tan jodido mi pobre amigo, que lo miré con ternura y, por tercera vez esa noche, sentí compasión por él.

Nada más subir al taxi, el conductor nos advirtió de sus dos normas básicas: no vomitar en el coche y no tocarle los cojones. Al menos la de las potas, la cumplimos a rajatabla.

La norma de no tocarle los cojones fue imposible de cumplir. Éramos dos tipos muy borrachos celebrando la marcha para siempre de nuestras vidas de uno de ellos. El pobre taxista aceleraba siempre que tenía la ocasión, deseoso de llegar a nuestro destino. Me imagino que fueron treinta minutos eternos para él.

A la entrada de nuestra ciudad, el taxista bajó la velocidad y se giró hacia nosotros.

—Ahora necesito que me guieis al sitio donde queréis que os suelte, ¿vale? —nos dijo.

Se notaba que estaba hasta los cojones de nosotros.

Para mi sorpresa, Torres comenzó a guiarlo hacia el camino del cementerio, justo al lado opuesto de la ciudad, en una zona casi rural. 

Cuando el taxista llegó al límite de la población, Torres le pidió que parase.

No recuerdo el importe total del trayecto porque todo pasó demasiado rápido. Sólo recuerdo que justo cuando el conductor dijo el total en euros, Torres se puso serio.

—Pues no tenemos un puto duro —le dijo—. Lo que tenemos es una navaja del tamaño de la polla de Rocco Siffredi.

El taxista miró ojiplático a Torres a través del retrovisor, al mismo tiempo que Torres se llevaba la mano al bolsillo interior de su chaqueta.

En un silencio que duró unos segundos que parecieron horas, Torres sacó su cartera.

—¡Era broma, tío! —se limitó a decir.

El taxista se bajó del coche, abrió la puerta de Torres, lo sacó cogido del cuello de su camisa y comenzó a partirle la cara a hostias. Yo los observaba desde dentro del coche y no, no fue la cuarta vez que sentía compasión por Torres aquella noche. 

El taxista gritaba iracundo mientras bajaba el puño contra la nariz de Torres. 

—¡¿Te parece divertido esto, hijo de la gran puta?! —y le pegó tan fuerte, que pude oír cómo se partía su tabique a pesar de los gritos.

«De Ruedas: hoy no es la noche. Quinta señal».

El taxista volvió a la parte de atrás de su coche, agarró la cartera de Torres —que se había quedado caída en el asiento—, sacó el dinero que consideró apropiado y tiró la billetera a la cara de Torres, que se retorcía de dolor en el suelo.

Podía haberme bajado del coche. Haber caminado hasta mi casa —a menos de un kilómetro—y haberme olvidado de todo.

Pensándolo bien, las señales aquella noche, en realidad fueron seis.

El taxista cerró la parte de atrás del coche de un fuerte portazo y se sentó de nuevo al volante. Miró por el retrovisor y se percató de que yo seguía allí sentado.

—¡Bájate del puto coche! —me gritó.

—No lo haré —le dije—. He visto cómo cogías el dinero de mi amigo. El trayecto hasta mi casa está pagado.

Como buen borracho, traté de mantener la compostura disimulando torpemente mi melopea.

—Mira, pedazo de mierda, sólo lo repetiré una vez. ¡Baja del puto coche! —gritó el taxista.

—Soy un cliente y exijo que me lleves a casa.

El taxista volvió a bajarse del coche y pude ver cómo las venas de su cuello estaban a punto de reventar.

Sí, pensándolo bien, las señales aquella noche, en realidad fueron seis.

«De Ruedas: hoy no es la noche. Sexta señal… intenté avisártelo».

—¡Qué te bajes del puto coche! —me dijo sacándome de la misma forma que había sacado a Torres. 

Por suerte, a mí sólo me dio una bofetada. Después volvió a Torres y le dio una patada en el estómago. Después volvió a mí y me pateó al menos tres veces en el estómago. Yo me retorcía de dolor, pero pude oír un par de golpes más y cómo Torres se quejaba.

El taxista se fue y nos dejó allí tirados. Torres había perdido el conocimiento, por lo que tuve que llamar a una ambulancia para que viniese a buscarnos.

Cuando la ambulancia llegó, no me quedó más remedio que decirles que habíamos bebido mucho y que nos habíamos peleado. Sabía que, por muy mala imagen que diese eso, nos dejaba en mejor lugar que si contaba la verdad.

Después de curarnos las heridas y mientras nos ponían todo tipo de sueros en el hospital, llamaron a la policía para denunciar nuestro ingreso. Como ya he sabido por otras ocasiones, es protocolario: siempre que las heridas son por cualquier tipo de violencia, se debe avisar a la guripa. 

Así que, desde el hospital, fuimos detenidos y llevados a declarar. Ya era primera hora de la mañana cuando firmábamos nuestras denuncias por escándalo público, altercado con agresión y, además, la multa por uso inapropiado de recursos públicos —es decir, por llamar a la ambulancia por ir borrachos y pelearnos entre nosotros—. Aún así, me mantengo en la creencia de que todo hubiese ido peor si hubiésemos contado la verdad.

Obviamente, no llegué a la comida que era tan importante para mi mujer y mis cuñados. Ni a la ceremonia. En realidad, se celebraba la boda de mi cuñada con su marido y yo no pude asistir por estar siendo procesado.

Mi mujer no me dirigió la palabra en los siguientes cuatro o cinco días. Mis cuñados, siguen sin hablarme a día de hoy. 

Unos meses más tarde, descubrí que E no salió aquella noche porque tenía claro desde un primer momento que esa no era la noche. No tenía nada que ver con no querer despedir a Torres, sino que sabía que era la noche perfecta para que todo saliese mal y él tenía que ir a la boda de mi cuñada al día siguiente. Sí, al parecer, el marido de E —que por aquel entonces, era su novio—, era compañero de trabajo del marido de mi cuñada. También parece ser, que nos sentaron en la misma mesa que a ellos dos, para hacernos sentir entre amigos y que todo me resultase más llevadero.

En consecuencia, allí estaba mi mujer sin su acompañante. En una mesa llena de inadaptados en la boda de su propia hermana. En realidad, es normal que mi mujer no soportase a ninguno de mis amigos excepto a E

Sería normal, de hecho, que mi mujer le soportase más a él que a mí.

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