La breve historia de Martín Roca. Capítulo 8.
—Soy alérgico a los gatos —me dijo Martín, rellenando por segunda
vez su taza de café.
—¿Qué
coño tendrá que ver? —le dije yo—. ¿Qué pretendes, que el gato te pida permiso
antes de entrar a tu casa?
—Soy muy
alérgico a los gatos… si uno entrase en mi casa, lo sabría.
Estaba
tomándome un café —o como quieras llamar a esa mierda que preparan en la
oficina—, cuando llegó Martín.
Estaba
débil, como todos los días últimamente. Daba vueltas al pasillo agitado e
impaciente y, de vez en cuando, se asomaba a la sala donde está la cafetera,
esperando a que yo me quedase a solas.
Cuando
sólo quedaba yo en la habitación, se me acercó y me dijo:
—¡Son
heces!
Yo miré
al café.
—No es
gran cosa, Martín, pero tanto como heces…
Martín
cabeceó.
—Lo de mi
casa —dijo—, son huellas hechas con heces.
—¡Eso es
genial! —le dije yo. Él me miró extrañado—. Martín, debes mirar al suelo cuando
caminas —continué—, así no pisarás mierdas y no dejarás huellas en tu casa.
—Ya he
pensado en eso —me dijo, cabizbajo—, y no es posible.
Lo miré
con los ojos entreabiertos. Él notó mi escepticismo.
—Pensé
que podría ser eso pero, entonces, ¿cómo puede ser que las
huellas sean de pies descalzos?
—¿Todas
son de pies descalzos? —pregunté.
Martín
dudó un momento. Repasó en su memoria cada una de las huellas que aparecieron
en su casa y no podía asegurar que absolutamente todas fuesen de pies
descalzos.
Pude ver
el desconcierto en sus ojos.
—Será un
puto gato… —dije para tranquilizarlo.
—No tengo
gato… —me contestó.
—No he
dicho: «será tu gato» —recalqué—.
He dicho: «será un gato». De algún vecino, por ejemplo.
Bebió un
sorbo de aquel asqueroso café, torció el gesto con desagrado y negó con la
cabeza.
—Soy
alérgico a los gatos —me dijo Martín, rellenando por segunda vez su taza de
café.
—¿Qué
coño tendrá que ver? —le dije yo—. ¿Qué pretendes, que el gato te pida permiso
antes de entrar a tu casa?
—Soy muy
alérgico a los gatos… si uno entrase en mi casa, lo sabría.
Martín
apuraba su segundo café.
—¿Siempre
bebes tanto café? —pregunté, más por cambiar de tema que por verdadero interés.
Su gesto
se estremecía con cada trago de aquella basura.
—No
duermo bien últimamente… —se limitó a decirme.
Era
cierto que su aspecto también era estremecedor. Me costaba ver el final de sus
ojeras, inflamadas por las bolsas que salían alrededor de sus ojos, confundidas
con el tono morado que estaban cogiendo sus mejillas; también andaba encorvado
y arrastraba los pies como un autómata que se está quedando sin batería.
Le di una
leve palmada en la espalda y pude notar cómo se hundía mi mano, como si debajo
de aquella ropa sólo hubiese una estructura de madera.
—Vale,
¿sabes qué, Martín? —traté de animarle—. Vamos a encontrar a ese puto gato,
vamos a devolvérselo a sus dueños y podrás dormir y olvidarte de las huellas de
mierda, ¿te parece bien?
—¡No es
un puto gato, joder! —gritó Martín.
Guardé
silencio unos segundos sin saber cómo reaccionar.
—Lo
siento —me dijo después de unos instantes—. Estoy agotado y la situación me
supera.
—No es
nada —dije yo restándole importancia.
—Lo
siento —volvió a decir.
Di un
sorbo a mi café y miré al suelo, como si en la moqueta de la oficina
pudiésemos encontrar al culpable de aquellas manchas.
—Si no es
un gato, ¿qué otra cosa puede ser? —pregunté. No sé, era una forma de generar
ideas.
—Todos
los animales defecan —dijo él.
—Sí, sé
que todo el que tiene culo, caga —dije yo, con tono cansado—. Lo que quiero
preguntarte es qué otro animal podría entrar en tu casa.
—Me
imagino que cualquier animal —contestó.
—¡Pues yo
no me imagino un caballo en mitad de mi salón, Martín, joder! —le dije.
Martín se
encogió de hombros.
—¿Un
ratón? —preguntó.
—O una
rata… —le dije yo—. Puede que tengas una rata que salga a comer por las noches.
Martín
asintió con la vista perdida.
—Podría
ser que la rata salga cuando nota la casa tranquila, se alimente y vuelva a su
escondite —dijo Martín.
—Eso
explicaría que la mierda aparezca cuando no estás y por las noches, mientras
duermes, a pesar de tener las ventanas y puertas cerradas —le dije yo.
Martín asintió
un par de veces y luego negó enérgicamente con la cabeza.
—Pero son
pisadas… —me dijo.
—Pero si
te levantas somnoliento —dije yo, deambulando por la sala, como cuando se
recrea la escena de un crimen—, vas pisando las cagaditas sin darte cuenta y, al chafar alguna, se queda tu huella…
Martín
asentía despacio, sin llegar a convencerse.
—¿Cómo
puedo pisar un excremento sin darme cuenta? —me dijo.
—¡Porque
es la mierda de una rata y no la de un san bernardo, joder! —le dije yo—.
Seguramente, las pises sin enterarte siquiera.
Él
asintió, ahora sí, completamente convencido.
—Martín,
llama a una empresa de control de plagas y mañana podrás dormir a pierna
suelta —le dije.
Y eso
hizo.
Cuando terminó
nuestra jornada, Martín se me acercó y me pidió hablar conmigo.
—¿Podrías
llevarme a casa? —me dijo.
—Creía
que no te gustaba montar en coche… —le contesté.
—Y no me
gusta, pero tengo que pedirte un favor.
Le miré
expectante y en silencio.
—Verás
—continuó—, quiero que me lleves para que veas cuál es mi casa. La empresa de
control de plagas me ha dicho que mandarán a alguien está misma tarde y
necesito que alguien esté allí para
recibirlos.
—¿Por qué
no los recibes tú mismo? —pregunté.
—¡Imposible!
—contestó Martín—. Esta tarde tengo que ir a la biblioteca a estudiar.
Metió la
mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una hoja de libreta doblada. La
desplegó y me mostró un calendario dibujado a bolígrafo.
—Ves, ahí
lo dice: biblioteca —me dijo señalando la hoja.
—Pero ese
calendario lo has hecho tú… —le dije yo.
Él negó
con la cabeza. Pude notar su agobio.
—Lo sé
—contestó—. Pero estoy estudiando una oposición y necesito ser constante. No
puedo saltarme el calendario bajo ningún concepto.
Yo
cabeceé con la misma paciencia con la que se accede a comprar chocolatinas a
tus hijos.
—Vale,
esta tarde me quedo con los de las plagas —le dije.
—Gracias.
—Pero eso
del calendario —le dije—, ¿es que nunca haces excepciones?
—¡Claro!
—contestó—. De hecho, hoy voy a montar en coche.
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