La breve historia de Martín Roca. Capítulo 6.



—¿No será que tienes un Poltergeist? —le había dicho yo a Martín.
¡Pero era una coña, joder! Sólo quería que se riese un poco. Que se olvidase de todo el asunto de su casa llena de huellas. Si viese mi puta casa… es un estercolero. Unas putas huellas…
Martín no me contestó ni me sonrió ni me celebró la ocurrencia. ¡Qué va!
Me miró como debieron mirar al descubridor del fuego. Con los ojos agotados y esperanzados.
Martín contrató a un médium aquella misma tarde.
Me lo describió como un tipo bastante bajo y gordo. Nada que ver con los exorcistas de las películas, espigados y con cara de circunstancia.
Resulta que el tipo había quedado con Martín a las cinco de la tarde, pero se presentó pasadas las cinco y media —un tipo de fiar, sí señor—.
Martín me dijo que el tipo llevaba una prenda extraña, como una especie de chilaba muy colorida y que trataba de disimular su alopecia con un absurdo peinado tipo afro.
Al parecer, entró en el apartamento de Martín y atravesó el umbral de la puerta con los ojos cerrados y respirando muy hondo.
—No estamos solos —dijo en tono solemne.
Comenzó a olfatear el minúsculo apartamento sin decir ni una sola palabra. 
Tocaba las paredes como tratando de leer en braille y se lamía la punta de los dedos después de pasarlos por los pomos de las puertas.
—En realidad le llamo… —comenzó a decirle Martín.
—¡Calla! —espetó el médium, interrumpiéndole.
Martín obedeció.
Siempre obedece.
El tipo se tiró al suelo y plantó la oreja en él, como los indios de las películas cuando quieren saber por dónde llega el tren.
—¿Qué es lo que quieres de este muchacho? —comenzó a gritar—. ¡Di! ¡Manifiéstate!
Llegados a este punto, Martín estaba convencido de haber contactado con un charlatán que sólo quería sacarle el dinero.
Observaba, escéptico, a aquel tipo rechoncho y sudoroso arrodillado en el suelo. Martín resopló impaciente y, justo cuando se disponía a interrumpir a aquel hombre, este se puso a temblar como si estuviese sufriendo un fuerte ataque epiléptico.
Martín se alarmó sin saber cómo reaccionar, se acercó al tipo y, justo cuando estaba a la altura de su cara, ambos arrodillados, el médium lo cogió de las solapas de la americana, como si fuese a besarle.
—Está maldita —dijo el médium—. Esta casa. Está maldita.
Martín se separó del hombre, asustado.
—¿A qué se refiere? —preguntó Martín.
—Cuando hablamos por teléfono, usted me habló de extraños sucesos inexplicables —dijo el hombre, en tono místico—. Corroboro que, esta casa, está maldita.
Martín asintió muy serio.
—¿Qué puedo hacer yo?
El hombre se encogió de hombros y se enderezó del suelo. Se sacudió las rodilleras y volvió a encogerse de hombros.
—Eso depende —se limitó a decir.
Martín negó con la cabeza e hizo un gesto con las manos, invitando a aquel tipo a seguir hablando.
—¿Qué son? ¿Ruidos? ¿Objetos que se mueven? ¿Sombras?
—No entiendo la pregunta —dijo Martín.
El médium hizo un gesto de descontento, como un profesor cansado de explicar lo mismo una y otra vez.
—Los sucesos paranormales, ¿qué son?
—Manchas —dijo Martín, sin parar de asentir.
—¿Humedades con formas? —se interesó el médium.
—Manchas en el suelo —dijo Martín—. Pisadas, en realidad. De barro.
El médium miró al suelo. Pudo apreciar un par de manchas de barro repartidas por el pasillo. Se acercó y cabeceó.
—Ectoplasma… —se limitó a decir.
—Están por toda la casa —dijo Martín—. Yo no he pisado barro, pero están por toda la casa.
—¡Claro que no has pisado barro! —gritó el médium, como el que riñe a un niño terco—. ¡Ya te he dicho que es ectoplasma!
—¿Qué significa eso de ectoplasma?
—Es una materialización del contacto con lo oculto… manchas blancas que brotan de la boca de los médiums en los rituales… ¿alguna vez has hecho rituales?
—Esto no son manchas blancas —dijo Martín.
—¡El ectoplasma es caprichoso! —dijo el médium en tono cansado—. Dime, ¿has hecho rituales alguna vez?
—No, claro que no —dijo Martín.
—Alguien los hizo antes de tú llegar a esta casa —dijo el tipo, con la mirada perdida en un rincón del pasillo.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Martín.
—Tengo una compañera… Una bruja que puede ayudarte.
Martín accedió y el tipo sacó su teléfono de dentro de una de las mangas de la chilaba. Marcó de memoria y esperó respuesta.
Trini —le dijo al aparato—, te mando una ubicación. Vente para acá, que tenemos trabajo.
Media hora más tarde, apareció una mujer de mediana edad. Habló con el médium durante unos minutos aparte, mientras Martín no dejaba de mirar, sorprendido, aquellas manchas que él había reconocido como barro.
Trini entró y le pidió a Martín un cubo y una fregona. Ató un par de barritas de incienso al mango de la fregona y los encendió.
Después, simplemente limpió las huellas con agua clara, mientras tarareaba una canción, con aquella fregona que echaba humo por su extremo superior.
En un par de minutos, el trabajo había terminado.
—¿El médium llamó a una señora de la limpieza? —le pregunté a Martín cuando me lo contó.
—Básicamente, sí —contestó con resignación.
—Hay que joderse, Martín… —le dije.
—Me cobraron ciento cincuenta euros…
—¿Por fregarte el puto suelo? —pregunté. 
Martín asintió y no pude evitar reírme a carcajadas. 
¡Joder! No lo hice a posta, pero, ¿en serio? Martín podía haberme dado a mí esa pasta. Hubiese fregado su suelo encantado.
Él me miró serio, por lo que dejé de reírme.
—Lo siento, tío —le dije—. ¿Funcionó, al menos?
Una lágrima le recorrió la mejilla. Realmente estaba al borde del colapso.
—No ha funcionado una mierda. 

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