La breve historia de Martín Roca. Capítulo 5.



Martín me contó que había huellas por todos lados. Que estaban poco definidas en su mayoría pero que, al menos una o dos de ellas, tenían un perímetro claro y firme. Observándolas de cerca, pudo comprobar que esas huellas pertenecían a unos pies descalzos.

Le ilusionó la idea de poder contactar de nuevo con la policía, esta vez presentando evidencias más sólidas. Sin embargo, al mismo tiempo, sintió pavor de su propia vivienda. Quien fuera el que entró a su apartamento, lo hizo por la noche. Mientras él dormía.

Pudo imaginarse una figura desconocida acechando desde la penumbra. En el umbral de la puerta de su dormitorio. Una figura encorvada sobre su cuerpo tumbado. Mirándolo muy de cerca.

Entró en pánico y, por primera vez en muchos años, decidió no hacer sus ejercicios matinales y bajó a desayunar al bar más cercano de casa.

Martín no sabía si llamar o no a la policía porque se había sentido humillado la primera vez que los llamó. Sin embargo, ahora tenía la certeza de que alguien había allanado su vivienda.

Se armó de valor, sacó su teléfono móvil y volvió a marcar el número de la policía. «Buenos días.», dijo a la centralita de la comisaría, «Esta noche han entrado en mi vivienda. Ahora estoy en la calle, porque no estoy del todo seguro de si el intruso sigue dentro». «Una patrulla está en camino», le contestaron.

Y el coche patrulla llegó a los pocos minutos, con las sirenas puestas.

Dos agentes de policía —un hombre y una mujer—, se bajaron del vehículo y Martín agradeció que no fuese ninguno de los dos que estuvieron un par de días antes.

Martín salió del bar y les pidió que le siguieran a su edificio. Dentro del ascensor, estaba impaciente como un perro que quiere salir a mear.

—¿Se encontró la puerta cerrada? —preguntó la mujer, ya en el rellano.

—Yo estaba dentro, agente —contestó Martín, asustado y desorientado.

—Vale, lo que mi compañera quiere decir —le dijo el policía—, es que si usted encontró la puerta cerrada. Cuando salió de su casa, ¿cómo estaba la puerta?

Martín pensó por un instante en aquel momento y se recordó a sí mismo girando la llave para poder salir.

—Sí. Estaba cerrada con llave.

Pronto se arrepintió de haber especificado que el cerrojo estaba puesto. Los policías se miraron con un gesto que Martín interpretó como hiriente.

—¿Por dónde sospecha usted que entró el intruso? —preguntó la policía.

Martín se rascó la cabeza, tratando de llegar a una conclusión lógica.

—No lo sé —se limitó a contestar.

—¿Las ventanas? —preguntó la mujer.

—Están cerradas desde hace dos días —contestó Martín.

—Ya veo —dijo ella asintiendo.

El policía sacó su linterna y examinó la cerradura.

—¿Puede ser que el intruso estuviese dentro cuando usted llegó a casa? —preguntó, sin levantar la mirada de la ranura para la llave.

Martín se encogió de hombros en silencio. El policía se giró para mirarle y repitió la pregunta, esta vez más despacio, como masticando las palabras:

 —¿Puede ser que el intruso estuviese dentro cuando usted llegó a casa?

—Es posible… —contestó Martín.

El policía volvió a mirar la cerradura con detenimiento y le hizo un gesto a su compañera para que se acercase también a mirar.

—Soy incapaz de ver nada raro… —dijo él.

—No se ven signos de fuerza… —dijo ella.

—La puerta no estaba forzada cuando llegué ayer —dijo Martín.

Los policías se incorporaron y se volvieron a mirar.

—Entonces —dijo él—, ¿en qué se basa para decir que hay un intruso en su domicilio?

Martín rebuscó sus llaves, nervioso.

—En esto —dijo.

Y abrió la puerta de su apartamento. La luz del rellano entró en la vivienda dejando ver aquellas huellas negras.

—Miren esas huellas —dijo Martín—. Están por todos lados.

La pareja de policías se miró una vez más y negaron con la cabeza.

—Señor, ¿es una broma? —preguntó él.

—¡De ninguna manera! —dijo Martín—. ¡Pasen! ¡Pasen y comprueben que están por todas partes!

Entonces, Martín recordó aquellas huellas bien perfiladas.

—¡Vengan adentro! ¡He descubierto que son pies descalzos!

Pero los policías no entraron.

Tal vez Martín había visto demasiadas series policiacas, pero esperaba un despliegue de medios como los de CSI o, al menos, que hiciesen un par de fotos a las huellas más visibles. Pero los agentes no hicieron nada de eso.

—Señor, en este momento podríamos detenerle… ¿No se da cuenta de que, mientras estamos aquí atendiendo sus gilipolleces, no estamos atendiendo casos importantes? —le dijo ella.

—¡No son gilipolleces! —dijo Martín—. ¡Hay alguien entrando en mi casa!

—Buenos días, caballero —dijo el policía—. Trate de descansar y recoja un poco esto —señaló las manchas del suelo con desprecio.

Y los policías se dieron media vuelta y se marcharon. Martín pudo verse reflejado en el espejo de su recibidor. Despeinado y con cara de desesperado. Llamando a la policía porque había huellas de barro en su casa. Una casa cerrada como un búnker desde hacía dos días. Era del todo normal que lo tomasen por un loco.

Me despertaba cierta ternura el relato de Martín. Pero te mentiría si no te digo que yo también lo tomaba por un puto tarado.

—¿No será que tienes un Poltergeist? —le dije yo, con una sonrisa maliciosa el mismo día que me lo contó, tratando de relajar un poco el ambiente.

Pero Martín no me devolvió la sonrisa.

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