La breve historia de Martín Roca. Capítulo 4.



En los días posteriores a aquella conversación, pude ver cómo Martín iba desmejorando cada día. Tanto su aspecto como su ánimo parecían empeorar cada segundo.

Después de que me dijese aquello, lo de que algo andaba mal en su casa, me sentía en la obligación —en el deber moral o qué sé yo—, de hablar con él. Ya me entiendes, preguntarle si todo andaba bien por allí.

Así que, cuando vi que se levantaba y se acercaba a la máquina del café, me levanté tras él y lo abordé sin más.

—Martín, tío. ¿Todo bien? —le dije.

Él me miró. Estaba más pálido de lo normal y sus ojeras llegaban hasta el centro de su cara.

—Llevo días sin pegar ojo… —me dijo.

Me contó que trató de asumir que, de alguna manera, la huella de barro la había dejado él. Sé que suena un poco a paranoico, pero paranoico es el mejor adjetivo para describir a Martín.

La cuestión: asumió que él mismo dejó esa huella, sabe Dios cómo, en mitad de su pasillo. Así que, la limpió bien, desinfectó con lejía la zona dónde había aparecido y se metió en la cama.

¿No te ha pasado que, después de una vivencia que te haya alterado, los ruidos cotidianos se masifican y se vuelven extraños? Eso mismo le pasó a Martín la noche después del incidente de la huella.

Cada crujido de la vivienda, cada portazo de un vecino, cada soplido del viento, lo sacaba de la cama de un salto y lo obligaba a dar una vuelta por su casa, en busca de intrusos.

Una noche realmente larga que devino en un día en el que se sentía un zombi. El día posterior al incidente de la huella, llegó a la oficina justo a la hora de entrada. Como todos sus compañeros, entiéndeme. Pero, ¡joder, hablamos de Martín! Nunca había llegado tan tarde a la oficina. Eso demostraba que había andado lento y taciturno en su paseo matinal.

En el trabajo, se le vio distraído. Tomó como tres o cuatro tazas de la mierda sacada de un pozo a la que llaman café en mi oficina. Estaba tan agotado que su estómago se cerró y no comió nada en toda la mañana.

A mediodía, buscó algo ligero que llevarse a la boca para afrontar la vuelta a casa con energía y fue la primera vez en todos estos años que lo vi esperar el autobús. Lo he visto irse a casa caminando en pleno verano, con todo el calor; también en invierno, entre lluvias y nevadas. Pero nunca lo había visto esperar el autobús hasta ese día.

—¡Eh, Martín! —le dije cuando lo vi sentado en la parada—. ¿Quieres que te lleve a casa?

Pero él negó con la cabeza.

—No me gusta montar en coche, gracias —me dijo.

Le saludé con la mano y continué mi camino.

Me contó que abrió su casa con cierto recelo, temeroso de lo que pudiese encontrarse.

Giró la llave, empujó la puerta blindada despacio y se asomó con prudencia antes de entrar en la vivienda.

Entonces, lo vio de nuevo: nada.

Su pasillo vacío. Como había estado siempre. Su pasillo tal y como lo encontraba cada día, excepto el día de la huella.

Me imagino que sonrió su exceso de prudencia. «Sólo es una puta huella. Sólo fue un día», apuesto a que pensó.

Estudió un rato y se metió en la cama antes del anochecer. La tensión lo tenía agotado.

Se despertó a la mañana siguiente, un par de minutos antes de que sonase su trío de despertadores.

Se sentía recuperado por completo, lleno de energía como hacía años que no se había sentido. Había dormido prácticamente sin interrupciones. Recordaba haber meado un par de veces, bebido agua… lo típico. Pero habían sido casi una docena de horas dormidas prácticamente del tirón.

Se quedó remoloneando en la cama esperando a que sonasen los despertadores. Cuando sonaron, se levantó lleno de energía, hizo sus ejercicios y se dirigió a la ducha.

—Al entrar en el baño —me dijo Martín, llenando su taza de café—, había una huella o dos. También de barro, como la última vez.

Yo lo miré ojiplático. ¿Qué coño podía decirle? Me limité a llenar mi taza y a asentir, impaciente porque siguiese con su relato.

—Luego salí al pasillo —me dijo—. Había más huellas allí.

Empezó a temblar, como los traumados de la tele. Le dio un sorbo a su café con la vista perdida en el horizonte de pladur que eran las paredes de nuestra oficina.

—Era sólo el principio, joder… —me dijo.

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