La breve historia de Martín Roca. Capítulo 3.

           
Así que, Martín dejó el sándwich en su plato y me contó que llevaba unos días —semanas, tal vez—, notando que algo no estaba bien en su vida.

Empezó todo un día normal en el que volvía de la oficina. Después del largo paseo hasta casa, abrió la puerta de su apartamento y miró su pasillo con suelo de madera. Adoraba esa madera en tonos oscuros, pero en mitad de aquella oda al buen gusto, descubrió unas huellas de barro.

Cualquier otro hubiese supuesto que había pisado un charco, que había atravesado algo de vegetación o que había pisado la mierda de un perro por la calle y que, al entrar a casa, había dejado esa huella. Y que ahora la huella se había secado y que allí estaba, en mitad de aquel pasillo.

Pero, coño, ¡estamos hablando de Martín! Es el tipo de persona que mira siempre antes de pisar y que, aun así, se descalza a la entrada de su apartamento y deja los zapatos con los que anduvo por la calle en un lado para poder ponerse una especie de mitones para los pies, con los que andaba por su vivienda. Y no tenía animales ni compañeros de piso ni pareja. Eso sólo podía significar una cosa.

—Habían entrado en mi casa —me dijo, justo antes de darle otro bocado al sándwich.

Martín me contó que cerró la puerta y salió del edificio asustado. Cuando llegó a la calle, llamó a la policía y les contó lo que había pasado. La policía le pidió que esperase un poco y que pronto un coche patrulla llegaría a su domicilio.

Cuando llegaron los policías, subieron de nuevo y a los agentes les sorprendió no ver la cerradura forzada. Entonces, Martín les explicó que tenía una de las ventanas de la casa abierta, que podrían haber entrado por ahí. Los policías se miraron incrédulos y le pidieron que abriese la puerta.

—¿«Incrédulos»? —pregunté yo.

—¿Perdón? —dijo Martín.

—Has dicho que los policías se miraron incrédulos.

—Vivo en un séptimo.

No pude evitar soltar una pequeña carcajada.

—¿Te ha robado el puto Spiderman?

Martín cabeceó con resignación, le dio otro mordisco al sándwich y continuó hablando.

Me dijo que abrió la puerta y que los policías le pidieron que esperase en el rellano. Después de varios minutos, salieron de nuevo del apartamento y le informaron de que no habían visto a nadie. Que lo habían revisado todo —incluidos los armarios— y que allí no había rastro de absolutamente nadie.

Le pidieron que entrase y echase un vistazo a la vivienda. Que comprobase si había algo que echaba en falta. Martín entró y se sorprendió al ver su apartamento escrupulosamente ordenado, tal y como él lo había dejado por la mañana, antes de marcharse.

Eso le hizo suponer que se trataba de algún conocido que sabía dónde encontrar cosas de valor y así se lo dijo a los agentes de policía.

Martín corrió al pequeño salón y comprobó que su ordenador portátil estaba en su sitio. Entonces pensó en la estantería, retiró un par de tomos de una vieja enciclopedia y dejó a la vista una pequeña caja fuerte. Metió la mano en su bolsillo, sacó un manojo de llaves e introdujo una de ellas en la ranura. Con la llave girada, activó un pequeño teclado digital en el que introdujo el número secreto que abría la caja. Dentro, su dinero en efectivo. Todos y cada uno de sus billetes. Ahí estaban.

Entonces corrió a su dormitorio, se arrodilló ante uno de los cajones de su mesita de noche y lo abrió. Dentro, colocados como en un puto catálogo de mercería, sus calcetines y calzoncillos pulcramente doblados. Sacó todas y cada una de las prendas e introdujo la uña en una pequeña ranura, imperceptible a simple vista, en el fondo del cajón. Hizo un pequeño tirón ensayado un centenar de veces y reveló un doble fondo en aquel cajón. De dentro, sacó las joyas de su difunta madre.

Se levantó, dio un pequeño vistazo a su apartamento y pudo comprobar que, aparentemente, todo estaba en su sitio. «Parece que no han robado nada», dijo a los policías. Ellos cabecearon y le dijeron: «Es mejor que sea así, pero recuerde que no podemos acudir a cada llamada absurda que nos realicen. La próxima vez, asegúrese de que no son huellas que haya dejado usted mismo». Y se marcharon.

—Pero mi llamada no era absurda —me dijo Martín—. Algo raro estaba pasando en mi casa.

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