Friburgo
Me desperté sobresaltado. Había
soñado que vivía en una casa compartida con un tipo y una tipa con los que no
me entendía demasiado bien pero que me esforzaba por aparentar normalidad y
cierto nivel de complicidad. La casa era una mierda, no había persianas y el
sol no te dejaba dormir después del amanecer. Había que saltar una especie de
barranco antes de entrar por la puerta y tenía musgo y escurría y era peligroso
de cojones cuando había llovido. Además, la casa estaba como en obras, sin acabar,
con polvo de cemento flotando por todos lados y ladrillos vistos detrás de unas
fotos viejas. Todo era decadente y a la vez cómodo, así que no fue eso lo que
me sobresaltó. Lo que me hizo despertar agitado fue que, en el sueño, mi padre
tenía una amante y mi madre le obligaba a confesar allí mismo, delante de mi
casa en ruinas. Entonces, yo asentía recapacitando en silencio y le decía a mi
padre: «Ya hablaremos», y me volvía
hacia mi madre y le decía a ella «Viviré
contigo un tiempo, así no estarás sola». Y me regocijaba por dentro porque,
aunque tenía que disimular y mostrarme jodido porque mi padre se zumbaba a otra, estaba contento de tener
una excusa por la que salir de aquella puta casa derruida y volver a la
seguridad de mi hogar sin reconocer mi derrota. Creo que me desperté
sobresaltado porque mi inconsciente, de alguna manera, me dijo que así es la
vida: una mierda en la que vivimos cómodos o, al menos, aparentando cierta
comodidad, pero de la que escapamos siempre que podemos.
***
Yo tenía un frío de la hostia.
Estaba sentado en la acera de la estación de trenes de mi ciudad, esperando a
que el siguiente tren recogiese a alguien a quien yo había acompañado y que
había perdido el tren que debía haber cogido. Sólo nos quedaba esperar y pasar
frío y maldecir en silencio. Un perro nos ladraba al otro lado de las vías. La
noche había caído y ese perro no dejaba de ladrar a esos intrusos que esperaban en el arcén de enfrente. Entonces, salió su
dueño de una casa que estaba unos metros más allá, regañó enérgicamente al
perro y volvió a entrar en la vivienda. El perro dejó de ladrar, pero volvió a hacerlo
cuando el tipo cerró la puerta con llave y pude oírlo maldiciendo desde su
casa. En ese momento, odié a ese hombre por ser mi reflejo: el fracaso de un tipo
que vive en este lado del mundo.
En
realidad, llevaba unas horas en mi país. Acababa de llegar de Alemania. El peor
viaje de mi puta vida. ¿Has visto esos aviones privados de las películas? El
avión en el que yo viajé era poco más grande y cada puta turbulencia se notaba
como si tuvieses una metralleta metida en el culo.
Un
vuelo demasiado corto como para ponerme ciego y no enterarme de lo que pasaba a
mi alrededor. La noche de antes había dormido poco más de quince minutos y
había conducido por un par de horas hasta una ciudad más grande y había tomado
una hora de tren hasta el aeropuerto y luego me vi con mis huevos subidos en
esa puta trampa de metal a punto de despegar.
Según
las estadísticas, cinco o seis personas de ese avión son consumidores habituales
de cocaína. Me pregunto cómo será volar puesto de cocaína.
Todo
ese trayecto de coche, de tren y de avión y, por fin, en Alemania. Aunque, en
realidad, no estaba en suelo alemán; aterricé en Suiza. ¿Has oído hablar de
Basilea? Resulta que el puto aeropuerto de Basilea está en medio de tres
países: Francia, Suiza y Alemania. Allí no hay polis, hay militares con sus boinas y sus fusiles de asalto. No
sería capaz de aceptar un trabajo en el que me diesen un arma como herramienta.
Aterrizo
en Basilea y no tengo ni puta idea de hablar francés ni suizo ni alemán. Es
más, hablo castellano de puta pena y el inglés se me atranca de vez en cuando.
Pero consigo llegar a Friburgo.
¿Conoces
Friburgo? Creo que es la ciudad más bonita que he visto en mi puta vida. Paseé
por sus calles, completamente helado de frío y me costó imaginarme un lugar tan
bonito repleto de nazis hace unos años. Miraba su cielo nublado y no podía
creer que, en algún momento de la historia reciente, esa ciudad fuera bombardeada.
¿Qué coño pensaría la persona que dejó caer bombas allí? Me imagino que esa persona sí entendía las reglas del
juego: un mundo absurdo y miserable en el que sobrevivir en nombre de una
patria.
Pero
las patrias sólo son putas que buscan seducirnos a cambio de nuestra energía,
nuestro dinero, nuestra vida…
En
Alemania aprendí que hay lugares en los que la gente no roba, en los que las
personas regalan libros por las calles, en los que nadie ensucia nada…
Estuve
allí porque no me quedó más remedio. Después de dieciocho o veinte horas, volví
al aeropuerto multibandera de
Basilea. Y cogí un vuelo tormentoso demasiado corto como para ponerme ciego. Y
cogí un tren por algo más de una hora y después conduje por casi dos horas
hasta mi casa. Allí recogí a alguien y lo llevé a la estación de trenes.
Mientras
mi acompañante perdía ese tren, yo pensaba en un árbol que vi en Alemania. Creo
que no he visto un árbol tan rojo en mi puta vida. Y el perro nos ladraba y el
hombre salía a reñirle y pienso en que tengo más en común con ese hombre que
con cualquiera de mis vecinos.
Maldigo
en silencio y tirito por culpa del frío sentado en los escalones de la estación
y recuerdo aquel árbol. Pensándolo bien, creo que tengo más en común con ese
árbol —el más rojo que he visto en mi puta vida—, que con cualquiera de mis exparejas.
Y
pienso en Friburgo y en cómo es un lugar precioso siempre y cuando olvides el
concepto de patria. ¡Qué coño! Un
camarero que me sigue poniendo copas a pesar de verme notable y evidentemente
borracho me representa más que el presidente de mi país.
Hay
que ver lo de sí que pueden llegar a dar veinticuatro horas y un viaje
obligado.
El
tren llegó, mi acompañante se marchó y volví a casa.
Discutí
con mi mujer porque debía culpar a alguien de que mi acompañante hubiese
perdido el tren y fui a dormir temprano.
Un
par de días después, tuve que archivar en mi memoria mi escapada internacional
para centrarme en la vuelta al trabajo. No llegó a sonar el despertador, no fue
necesario porque estaba despierto. Me desperté sobresaltado. Había soñado que
vivía en una casa compartida con un tipo y una tipa con los que no me entendía
demasiado bien pero que me esforzaba por aparentar normalidad y cierto nivel de
complicidad. La casa era una mierda, no había persianas y el sol no te dejaba
dormir después del amanecer. Había que saltar una especie de barranco antes de
entrar por la puerta y tenía musgo y escurría y era peligroso de cojones cuando
había llovido. Además, la casa estaba como en obras, sin acabar, con polvo de
cemento flotando por todos lados y ladrillos vistos detrás de unas fotos
viejas. Todo era decadente y a la vez cómodo, así que no fue eso lo que me
sobresaltó. Lo que me hizo despertar agitado fue que, en el sueño, mi padre
tenía una amante y mi madre le obligaba a confesar allí mismo, delante de mi
casa en ruinas. Entonces, yo asentía recapacitando en silencio y le decía a mi
padre: «Ya hablaremos», y me volvía
hacia mi madre y le decía a ella «Viviré
contigo un tiempo, así no estarás sola». Y me regocijaba por dentro porque,
aunque tenía que disimular y mostrarme jodido porque mi padre se zumbaba a otra, estaba contento de tener
una excusa por la que salir de aquella puta casa derruida y volver a la
seguridad de mi hogar sin reconocer mi derrota. Creo que me desperté
sobresaltado porque mi inconsciente, de alguna manera, me dijo que así es la
vida: una mierda en la que vivimos cómodos o, al menos, aparentando cierta
comodidad, pero de la que escapamos siempre que podemos.
Después
me duché, me tomé un café y conduje hasta un trabajo que odio, pero en el que
me encuentro relativamente cómodo o, al menos, sé aparentar cierta comodidad.
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