La breve historia de Martín Roca. Capítulo 1.
Cada día, sobre las diez y media de la mañana, los retretes de la oficina
colapsan. Diez minutos antes, el patio de fuera, el de los fumadores, era el
que estaba colapsado y entre las nueve y media y las diez, Gorka, el
secretario del jefe, pasaba por las mesas ofreciendo ese café de mierda,
aguado y recalentado, cuyo único propósito era mantenernos a todos alerta.
El café y su diuresis y
el tabaco y su efecto laxante: colapso.
A las diez y media de la
mañana, todos y cada uno de los retretes están ocupados y un recital de pedos y
mierdas cayendo contra el agua acompañaba a las conversaciones entre urinarios
y lavabos.
—¡¿Quién coño ha usado este
retrete?!
La voz iracunda del jefe
me ha sobresaltado en mi cubículo. Me ha cortado el rollo. Me ha jodido
mi momento y ya no podré cagar hasta dentro de varias horas.
—¡¿Sois, acaso, como los
putos salvajes?! —ha seguido gritando el jefe—. ¡¿No sabéis que hay un puto
botón en la parte de arriba de la cisterna que sirve para que nadie tenga que
encontrarse vuestras putas boñigas, pandilla de cerdos?!
Todos hemos guardado
silencio.
«¿Por qué coño no tiras
tú de la puta cadena y punto?», me hubiese apetecido decirle. Pero me he
callado, ¿sabes por qué? Porque es el puto jefe. El pago de mi hipoteca depende
de ese cabrón. Así que, guardo silencio. Todos, en realidad, guardamos
silencio.
Maldiciendo un par de
veces más, ha bajado la tapa del retrete con fuerza, ha accionado la cisterna y
se ha ido a otro cubículo.
Menudo gilipollas. Estoy
seguro de que en su despacho hay baño, pero viene por aquí para comprobar que
no nos demoramos demasiado.
Yo sé quién ha dejado
ese mojón. He visto cómo entraba al cagadero justo antes de que
yo entrase al mío.
Ha sido Martín y, la
verdad, no entiendo cómo ha podido tener ese despiste. Si piensas que le puede
pasar a cualquiera, es que no conoces a Martín. Déjame que te hable de él.
El tipo ha pasado
desapercibido siempre. Cuando digo siempre, me refiero a todas las
putas ocasiones posibles. Es el típico colega que te enteras de que estuvo
en tu boda al revisar las fotos. El típico tipo que descubres sentado en el
recibidor de la consulta del dentista cuando ibas a apagar la luz. Sería el
ninja perfecto.
Jamás he oído que
protestase por nada, en serio. Martín es conformista y nunca discute con nadie.
Llega al trabajo y hace lo que tenga que hacer. Si el jefe entra por la
puerta y dice «hoy toca hacer horas extra», todos resoplamos y
maldecimos: Martín asiente y obedece. Si alguien le molesta, por ejemplo, en el
cine: Martín se levanta y se cambia de butaca. Si le pides un favor, el que
sea, y tenga las implicaciones que tenga: Martín lo hará o procurará hacerlo,
cueste lo que cueste.
Además, Martín es celoso
de su intimidad. Jamás lleva a nadie de la oficina a su casa, poca gente tiene
su teléfono personal y nunca habla de sus aficiones. Realmente, nunca habla de
casi nada.
Martín es un tipo
hermético. Alguna vez coincides con él, yo que sé, en la máquina de refrescos y
le preguntas «¿qué tal todo, tío?», y Martín te responde un escueto «bien».
O le dices, por ejemplo, «¡menudo partidazo el de ayer!», y él se limita
a mirarte en silencio con la media sonrisa del que no sabe de qué le estás
hablando. «¡Eh, Martín!», podrías decirle, «¿Has visto a la nueva de
recursos humanos? ¡Está buena, ¿verdad?!», y él, se encogería de hombros y
te diría «supongo». Ese es Martín.
Alguien, en definitiva,
incapaz de soltar una mierda en mitad de los lavabos de su oficina y olvidarse
de tirar de la cadena.
Es escrupuloso,
meticuloso y, en cierto modo, odioso como él sólo. Entra a trabajar a las ocho
de la mañana, pero es fácil encontrarlo en el trabajo a las siete y media. Se
despierta a las cinco o una cosa así. El tipo tiene tres despertadores. ¿Puedes
creerlo? ¡Tres! Comprueba que estén sincronizados cada día de su vida para que
suenen al mismo tiempo. Exactamente a las cinco de la mañana. Todos y cada uno
de los días. Cuando digo todos me refiero a los domingos y festivos
incluidos. Dice que lo hace para no perder el ritmo los días laborales.
Hace una serie de
ejercicios de estiramiento al despertarse, después se da una ducha, toma el
desayuno leyendo el periódico, se viste con una muda limpia —me consta que,
cada día, antes de dormir, pone en el cesto de la ropa sucia las prendas de ese
mismo día— y pasea hasta el trabajo.
A veces me pregunto qué
es lo que hará en sus días libres, levantándose tan pronto.
Me imagino que
aprovechará para hacer las tareas de su casa o estudiar para su
oposición.
¿No te lo imaginabas? El
cabrón de Martín quiere ser funcionario público. Tiene un trabajo de puta madre
en la oficina, pero no es lo que él quería hacer. Martín tiene otras
aspiraciones y se pasa las tardes preparándose para los exámenes. A veces me
pregunto si ha llegado a presentarse alguna vez.
No lo habla con nadie y
jamás traería el material de estudio a la oficina, pero me imagino que no le
bastará con tener un conocimiento del temario, ni si quiera un amplio
conocimiento. Estoy seguro de que Martín necesita asimilarlo todo.
Fusionarse con el contenido. Ser el contenido.
En fin, puede que te preguntes por qué sé todo esto si acabo de decirte que
Martín jamás habla de su vida privada. Digamos que, aunque no somos amigos,
Martín y yo nos entendemos. Quiero decir, no creo que Martín tenga ningún
amigo, es más, dudo mucho que entienda las implicaciones que tienen las
amistades. Pero creo que encuentra en mí lo más parecido a ello. Supongo que
soy lo más cercano a un amigo que Martín puede concebir.
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