una hostia a tiempo
De un tiempo
a esta parte, creo firmemente en la idea de que una hostia a tiempo, cura la
estupidez. Sin embargo, creo que no está bien planteado. Una hostia a
tiempo, sí, pero ¿de quién y por qué?
Los críos son sólo eso: niñas y niños que están aprendiendo a
vivir. No creo que sea correcto educarles a golpes. Pero en cuanto a los adultos,
incluso a los adolescentes, es difícil que entiendan que están jodiendo el
entramado social sin que alguien les dé un toque. Nosotros, los
mayores, somos la auténtica basura que jodemos todo.
Mírame a mí, por ejemplo. Soy un puto inadaptado. Fui
tranquilo en mi infancia; puede que hasta sumiso. Sin embargo, en algún punto
de mi adolescencia algo hizo clic dentro de mi cerebro y empecé a ser
consciente de que, estar dentro del sistema, no era algo hecho para mí.
Respetar las normas sociales.
Respetar la autoridad.
Respetar los cánones.
En definitiva, respetar El Sistema, no estaba hecho
para mí.
Sigue sin estarlo, pero ahora tengo una mejor gestión de ese
sentimiento de rechazo.
Me imagino que mi problema era ese: la gestión. Cuando eres
adolescente, no terminas de entender dónde acaban los límites de tus libertades
individuales y empiezan las provocaciones a los adultos.
En mi caso, comencé a salir por las noches con gente mucho
mayor que yo, a tomar drogas y a descuidar mis estudios. Era mi manera de decir
que estaba incómodo.
Un día, llegué tan colocado a casa que mi padre me abofeteó y
me prohibió salir hasta que no cumpliese la mayoría de edad. Yo debía tener
unos trece o catorce años, así que comencé a escaparme a escondidas ─y a llegar
colocado a escondidas─ hasta que mi padre se olvidó de mi castigo.
Fue una buena hostia, sí. Pero algo falló. Tal vez el quién.
El por qué, estaba claro: el motivo era que estaba haciendo daño a mis
padres.
El quién. Esa era la cuestión. ¿Demostrarme que te
hago daño, haciéndome daño tú a mí? Mi padre se convirtió en mi igual. Esa
bofetada, no tuvo el efecto esperado.
Como te digo, seguí haciendo las mismas cosas, pero ahora me
escondía para hacerlas.
Mi padre vivió un tiempo convencido de que aquel golpe había
devuelto a su hijo a ese ser insulso y sumiso que era en la infancia. Yo
aproveché para pedirle una guitarra.
Me regaló una guitarra clásica y pretendía que aprendiese
solfeo. Él me imaginaba tocando grandes piezas. Se veía a sí mismo delante del
televisor el día de año nuevo. Y que el locutor diría: «“El Concierto de
Aranjuez”, por De Ruedas; a guitarra española», y movería su vino en una
copa grande, con su culo apoyado en un sillón de orejeras tapizado en piel, mientras
observaba a su hijo, con un traje recién almidonado, tocando con los ojos
entrecerrados, evocando recuerdos de ese niño que recibió su primer instrumento
de la mano de su padre.
Yo, por mi parte, aprendí las nociones básicas de guitarra
con aquella que me entregó mi padre y comencé a trabajar después del instituto
para poder comprarme una guitarra eléctrica. Cuando tuve el dinero suficiente,
me compré una Stratocaster y fundé un grupo de hard-rock. Siempre
me gustó escribir, así que me encargaba de las letras. Todas jodidas, de
mierdas de mi cabeza, de mi vida, de la religión… Mierdas del Sistema.
Una noche, mis padres vinieron a verme tocar a un bar en el
que no pintaban nada. En serio, no sé qué coño esperaban encontrarse en un garito
que estaba en el sótano de un local dentro de un polígono industrial.
Ese día, salí al escenario disfrazado de una figura
religiosa, completamente colocado y haciendo chistes sobre pederastas. Yo no
sabía que mis padres estaban en aquella sala, ¿cómo imaginarlo? Sería como imaginar
que te encontrarías al Papa en un puticlub.
Mis padres se ofendieron tanto que se marcharon en mitad del
concierto. Sólo fui consciente de su presencia en el momento en que los vi
subiendo las escaleras que los sacaba del local. Después del concierto, fui de
borrachera con los otros compañeros del grupo. Cuando llegué a casa, mi padre
había quemado mi guitarra ─la que él me regaló─ en la chimenea y me dijo que se
avergonzaba de mí. Esa bofetada no fue física, pero fue una muy buena hostia.
El problema ahora no era el quién, sino el por qué.
¿Agredirme porque no entendíamos la vida de la misma forma? Menuda cagada, viejo…
Ese fue el detonante para que yo me marchase de casa. Tenía
quince años.
Más tarde, un colega entró a nuestro local de ensayo y me
robó la strato. También robó otras cosas como cables, amplificadores… Robó
todo lo que pudo para venderlo a precio de saldo, el muy cabrón. En fin, la
cocaína se le había ido de las manos y necesitaba efectivo.
Entonces, mi grupo se disolvió. Sinceramente, creo que aquel
robo sólo fue una excusa. En realidad, todos estábamos hartos de los otros.
Me marché a una ciudad mediana y comencé a buscarme la vida
como pude. Entre tanto, conseguí un bajo eléctrico a buen precio ─seguramente,
la historia del enganchado que roba los instrumentos a sus colegas para
venderlos a precio de saldo, se ha repetido en cada rincón de este puto país─ y
me uní a un grupo de nu-metal que necesitaba bajista.
Yo seguía escribiendo cosas que nadie leía y que ahora,
además, nadie escuchaba.
De las letras se encargaba otro. Eran una mierda de letras,
la verdad. No sé si las mías eran mejores, al menos a mí, me lo parecen. Pero
bueno, eso es otro tema. Lo realmente importante es que yo seguía siendo como
había sido siempre.
Ya repudiaba cualquier signo de autoridad; el trabajo, ya me
parecía una cosa de esclavos; ya me parecía que nos tomábamos demasiado enserio
lo de ser ciudadanos de bien que miran al futuro con esperanza. ¡Coño! Era
como ahora, pero más pequeño y con menos barba.
Una noche, dimos un concierto con otros grupos. Era como una
especie de festival que duró toda la tarde de un sábado, desde el mediodía
hasta la madrugada. Allí tocábamos media docena de grupos, aunque, en realidad,
sólo tocaba un grupo importante y el resto éramos como una especie de teloneros
que calentábamos al público para esa banda.
Así que había dos camerinos: uno lleno de alcohol de primera
calidad, con nevera y sofás y grandes espejos con luces cenitales y un
escritorio y un lavabo completo en un cuarto aparte y tabaco y comida; todo
para los cinco integrantes del grupo importante. Y el otro camerino: sin nada.
Sólo había un espejo redondo y minúsculo que habíamos descolgado para esnifar,
un par de sillas plegables y un cagadero allí, en medio. Cada cual traía su
cerveza y estábamos encerrados alrededor de treinta personas. Chicos y chicas
acinados, con sus instrumentos, esperando a que entrase alguien de la
organización y gritase el nombre de tu grupo antes de salir a tocar tu media
hora de concierto.
Nos sentíamos tan apartados y menospreciados que incluso se
comenzó a cultivar el sentimiento de que el grupo al que habíamos ido a telonear,
era una mierda. Así que, cuando todos los grupos pequeños habíamos tocado, en
lugar de salir a ver el tan-esperado-por-todos concierto, invitamos al
resto de grupos a nuestro local de ensayo para seguir bebiendo y charlando.
Aquella noche, nos convertimos en los gurús del
inconformismo. Nuestro local se convirtió en La Meca de los que nadamos
a contracorriente. Nos sentíamos inmortales con nuestro sofá roído y nuestra
minicadena vieja y nuestro alcohol de segunda.
Entre todas las personas que estábamos allí, había un grupo
de raperos que nos pidieron permiso para ir a su furgoneta a por unos sprays
de pintura y pintar algo en nuestro local.
─Podéis hacer todo lo que os plazca ─les dije yo, levantando
mi vaso de plástico lleno de ron barato.
Comenzaron a pintar dentro y fuera. Hacían murales y
escribían frases con mensajes significativos para nosotros. Nada de «aquí
manda mi polla». No, señor. Frases del tipo «Lo sé porque Tyler lo sabe».
Pronto empezaron a disgregarse por las calles llenándolo todo
de pintadas: muros, papeleras, señales de tráfico… No quedaba ni un solo
elemento de la calle donde no hubiese una marca de pintura en spray.
Volvieron al local y seguimos bebiendo y riendo y charlando
todos juntos, hasta que unos nudillos llamaron con fuerza sobre el cierre
metálico. Paramos la música, levantamos el cierre y nos encontramos a dos
policías locales.
Alguien apagó la minicadena y las voces que poblaban el local
se fueron convirtiendo en susurros hasta que el silencio se apoderó de aquella
treintena de almas.
─Buenas noches ─nos dijeron los policías─. Los vecinos nos
han llamado para quejarse por el volumen de la música.
─Tranquilo, agente ─dije yo, saliendo de detrás de unos
chavales, con mi vaso en la mano─. Ya apagamos la música y todo arreglado.
Procuraremos hacer menos ruido. ¡Buenas noches! ─dije, bajando de nuevo el
cierre.
─¡Espera un momento! ─dijo uno de los policías, sujetando el
cierre─. ¿Qué nos podéis decir de todas estas pintadas? ─señaló los grafitis
que habían hecho antes aquellos chicos.
Yo, miré los muros garabateados sin salir del local.
─Pues que son bonitas ─dije─. Al menos, algunas. Otras, son
pintadas feas de cojones. En fin, ¡buenas noches! ─y traté de bajar el cierre
una vez más.
La mano del policía volvió a sujetarlo.
─¿Nos estás vacilando, chaval? ─me dijo.
─Puede que sí. No entiendo demasiado de arte urbano… ─dije─.
¿Son todas feas?
Los policías se miraron entre sí.
─Verás, lo que vamos a hacer ─dijo el policía, en tono
chulesco─, es que, los mayores de edad, vais a salir del local con una
identificación en la mano. Los menores, esperarán dentro, ¿de acuerdo?
Comencé a reírme y pude ver cómo algunas de las personas
empezaban a buscar sus documentaciones dentro de las carteras.
─¡Guardad eso de una puta vez! ─les dije a esas personas,
moviendo la mano exageradamente─. Nadie va a identificarse, agente ─dije,
volviéndome al policía y sin perder mi sonrisa─. ¿No ves que estáis incomodando
a mis invitados? Esto es como mi casa, ¿vale? No podéis venir aquí a pedir
documentaciones sin una orden. Conozco mis derechos. A los vecinos les
molestaba el ruido, vale, de acuerdo. Pedimos perdón formalmente, apagamos la
música y seguimos con lo nuestro ─dejé de sonreír y lo miré a los ojos,
manteniéndome dentro del local de ensayo, lugar en el que sabía que era
inmune─. Así que, ahora sí, ¡buenas putas noches!
Y bajé el cierre de golpe.
Me sentía un triunfador. Era Muhammad Ali bailando
burlonamente sobre mi contrincante, tirado en la lona. Acabada de vencer al
Sistema utilizando sus propias herramientas. Llené mi vaso y propuse un
brindis: «¡Por ese par de hijos de puta!». Y todos aplaudieron y
brindaron y estallaron en carcajadas. Y comenzamos a contar chistes y crucé la
mirada con una chica que me sonrió y justo cuando tenía la firme intención de
cortejarla, la chapa volvió a sonar.
El silencio se volvió a adueñar del local, levanté el cierre
y me encontré a un par de guardias civiles.
─Buenas noches, agente. ¿Algún problema? ─pregunté. Aún
estaba un poco excitado por mi triunfo de hacía apenas unos minutos, pero no
quise sonar fanfarrón.
─Estamos buscando a un tipo que le ha dicho a una patrulla de
la policía local que esto era como su casa y que estaba incomodando a sus
invitados ─dijo él.
─Soy yo.
Y, nada más contestar, me dio una bofetada.
Una hostia a tiempo, cura la estupidez. Y a mi me la
habían dado: la hostia perfecta.
El quién y el por qué, eran los perfectos. ¿Quién?
Un completo desconocido. Una autoridad indiscutible. ¿Por qué? Para
recordarme que eres parte del Sistema, por mucho que reniegues de él.
Que comes Sistema, cagas Sistema y te drogas con Sistema.
Que follas, ríes, lloras e, incluso, delinques sólo en los límites que El
Sistema te permite.
─Los mayores de edad, salid con el DNI en la mano. El resto,
que espere dentro ─me dijo el guardia civil.
Yo asentí y pedí a todos que lo hiciesen.
Aquella noche, la pasé en un calabozo del cuartel, detenido
por desacato a la autoridad y amenazado de encubrir un crimen de
vandalismo por negarme a delatar a los raperos que pintaron todo.
Pasé la noche sentado en un rincón de aquella celda. Sólo.
Derrotado y sin ganas de hablar con nadie.
Un guardia civil joven vino a mi calabozo a ofrecerme un
cigarrillo.
─Ríete de esos putos monillos ─me dijo, refiriéndose a
los policías locales─, pero nunca le toques los cojones a un guardia civil,
chaval. Recuerda que somos el ejército.
Encendí el cigarro y el humo me entró en los ojos, haciéndome
lagrimar. No quería que ese capullo se pensase que estaba llorando por lo que
había ocurrido.
Me sentía sólo y asustado y humillado y dolido, como un perro
callejero al que acaban de apedrear, pero no quería que aquel picoleto pensase
que estaba llorando porque me acababan de joder la vida.
Por la mañana, cuando salí del calabozo, volví al local,
recogí mis cosas y me marché de nuevo. Volví a casa de mis padres. Me hice
adulto.
Mi madre me abrazó cuando me vio en la entrada. Mi padre me
miró indiferente, como si fuese una especie de leproso.
A los pocos días, me matriculé en la universidad y me marché
de nuevo, a otra ciudad, otra vez independiente y alejado de mis viejos
pero, esta vez, con la lección aprendida, dando la impresión de que me marchaba
buscando convertirme en una persona de bien que mira al futuro con esperanza.
Me imagino que, aún hoy, mi padre fantasea con la idea de que
volví a casa y que estudié una carrera y que dejé la música porque me dio
una hostia a tiempo.
Yo, por mi parte, fantaseo con la idea de que algún día, a mi
padre le dé por leer las cosas que escribo.
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