rutina de un casino


Éramos casi hermanos, Quijano y yo, cuando casi me jubilo a la salud de su jefe.

Él, croupier en un casino del norte; yo, cliente habitual más interesado en la soledad y el alcohol que en el verdadero placer que puedan ofrecer las tragaperras.

Ambos esclavos de un sistema que no terminamos de entender del todo, en el que el pobre trabaja y trabaja para que el rico no madrugue ni un solo día de su vida.

Veía cada noche circular miles y miles de euros por la misma sala en la que yo pedía un licor barato cada media hora, sentado en un rincón de la barra con mi libreta, soñando despierto con alcanzar una gloria que de verdad creía que me pertenecía.

Pasaba desapercibido para la mayoría porque no dejaba de ser un animal introducido en un hábitat extraño. En los casinos se observa muy de cerca a cada cabrón que sale de allí con demasiado dinero, al que tiene un día de suerte y gana siempre, al que se cree más listo que la banca; no al que se sienta en la barra y bebe y escribe y bebe otra vez, pagando los tragos por adelantado y sin meterse en líos. De ese último, suelen hacer caso omiso.

Conocía a Quijano de la infancia. Habíamos vivido en la misma calle y habíamos jugado juntos de críos. Que trabajase allí, fue sólo una casualidad. No es que me convirtiese en asiduo por su presencia. Tampoco es que me diese demasiada conversación.

Él respetaba mi espacio y me invitaba a un trago de vez en cuando. Yo le dejaba propina y hacía como que escuchaba sus quejas de vez en cuando.

No es que no me importasen, es que eran las de siempre: mi novia nosequé, mi curro nosecuánto, el banco me pide tal, los viejos me dicen cual… yo asentía, brindaba con él y, cuando se daba la vuelta, volvía a escribir.

Mirando las cosas con perspectiva, debía haber escuchado a ese pobre diablo más a menudo…

En fin, que mi rutina era esa: salir del curro, meterme en el casino y beber y escribir hasta que me venciese el cansancio. Entonces volvía a casa sin haber mirado el reloj ni una sola vez, me metía en la cama y esperaba a que sonase el despertador.

A veces una hora, a veces doce.

Y, sin que me mirase nadie, me dedicaba a observar al resto. Imaginaba sus vidas y trataba de buscar en ellas inspiración que me ayudase a escribir.

Un día, unos jóvenes entraron a buscar a un anciano, seguro que ludópata y lo sacaron a gritos del local. Al día siguiente, el conductor de un camión blindado hizo un gesto desde la puerta delantera del casino y el jefe de mi amigo salió por la puerta de atrás. Otro día, una pareja discutió y la relación se acabó a pocos metros de mí. Al día siguiente, expulsaron a un tipo por esnifar cocaína sobre una de las máquinas. Otro día, el conductor de un camión blindado hizo un gesto desde la puerta delantera del casino y el jefe de mi amigo salió por la puerta de atrás. Al día siguiente, una mujer de mediana edad flirteaba con un hombre que tenía la marca del anillo de matrimonio en la mano, pero no llevaba anillo. Otro día, un tipo dejó a mi amigo cincuenta euros de propina después de haber ganado siete mil en la ruleta que él conducía aquella tarde. Al día siguiente, el conductor de un camión blindado hizo un gesto desde la puerta delantera del casino y el jefe de mi amigo salió por la puerta de atrás.

Y poco a poco, pude observar cómo cada dos días, tres a lo sumo, el conductor de una furgoneta blindada, entraba por la puerta del casino, buscaba con la mirada al jefe de Quijano, le hacía un gesto y salía del local. Unos segundos después, el jefe salía por la puerta de atrás con una bolsa en la mano.

Dejé de prestar atención a la gente para focalizarme en aquella saca. De color gris metalizado, algo traslúcida por su aspecto, con un fuerte cierre de precinto rojo en la parte superior y con un código de barras impreso a un costado.

Aquella saca lucía como una gata preñada cuando el jefe de Quijano salía de aquel despacho y se encaminaba a la puerta trasera y volvía completamente vacía después de unos minutos. O puede que fuese otra saca, una distinta. Una nueva que espera ser llenada de billetes.

La saca nunca cambiaba de manos, al menos en lo que era visible para mí.

Unas tres veces por semana, la saca aparecía tras la puerta de aquel despacho en las manos de aquel gordo cabrón, se desplazaba un par de metros hasta la puerta trasera y dejaba de ser visible para mí. Luego aparecía en las mismas manos, pero desinflada —o siendo otra, insisto—, desandaba los mismos dos o tres metros, y volvía a meterse en aquel despacho.

Necesitaba saber lo que ocurría antes y después de ese paseo con la saca. Lo que ya me parecía evidente, es que sólo el jefe tenía acceso a ella. Sólo él tocaba aquella alforja llena de esperanzas.

En el comportamiento del jefe estaba la clave para llegar a la saca.

Tanto por la mañana como por la tarde, el jefe se servía un café antes de encerrarse en el despacho.

Sólo salía para ir al baño o para transportar la saca hasta la puerta de atrás.

En el centro de la sala, justo al lado de las máquinas tragaperras, había una máquina donde la gente obtenía monedas de forma automática. Metes un billete, de devuelve el importe íntegro en las monedas del valor deseado, así de simple. Pronto pude comprobar que, de vez en cuando, un leve pitido comenzaba a sonar debajo de la barra. Entonces, uno de los camareros —siempre el mismo, de hecho—, abandonaba su puesto y se dirigía a la máquina del cambio con una caja metálica en la mano.

Abría la máquina, comprobaba la cantidad de monedas que poseía de cada tipo y sustituía la caja que llevaba por una idéntica que descansaba en el interior del aparato. Después, se dirigía al despacho del jefe con aquella segunda caja.

Ahí había una parte de cada uno de los miles de euros que el casino generaba en efectivo cada día.

Pude ver esas cajas más veces. Estaban justo en la entrada, en las ventanillas de la recepción, donde los clientes cambiaban dinero real por fichas del casino y entregaban una identificación antes de acceder a cualquier mesa de juego.

De vez en cuando, los trabajadores de las ventanillas se dirigían al despacho del jefe con esas cajas metálicas. A los pocos segundos, volvían a salir de allí con una caja idéntica, aunque presumiblemente vacía, y ocupaban su puesto de trabajo una vez más.

Ahí estaba la mayor parte de cada uno de los miles de euros que el casino generaba en efectivo cada día.

Las tragaperras llevaban un ritmo distinto: a veces se atascaban porque estaban llenas de monedas, a veces vomitaban algún premio. No solían atascarse por culpa de los billetes y las vaciaban muy de vez en cuando.

Yo miraba la puerta de aquel despacho, cerrada en la mayoría de las ocasiones, e imaginaba al jefe abriendo cada una de las cajas metálicas, contando los billetes y agrupándolos en grupos de mil pavos.

Necesitaba estar más cerca del despacho. Aprovechar y asomarme disimuladamente por la ranura de la puerta cada vez que la abriesen. Observar el interior.

Así fue como comencé a escribir encima de una tragaperras. Estaba en un lateral de la sala, en diagonal perfecta a la puerta del despacho y sin ningún obstáculo que entorpeciese la visión.

Echaba de vez en cuando una moneda y le daba a los botones aleatoriamente para disimular. No llegué a entender su mecanismo y apuesto a que moriré sin que me interese. Sólo era un depredador acechando a su presa entre la oscuridad de los arbustos.

La paciencia me fue recompensada y, a los pocos días, pude ver el despacho en su totalidad. Cada vez que el camarero o el personal de las ventanillas acudían al despacho del jefe y la puerta se abría, podía ver un habitáculo pequeño con un escritorio sobre el que descansaba un ordenador portátil y varias bandejas con folios. Al fondo, ni tan siquiera oculta, una caja fuerte de las que están clavadas a la pared y al suelo, con su ranura, como si fuese un buzón de correos, por donde me imaginaba al jefe echando uno a uno todos los billetes.

Ahí y sólo ahí, estaban todos y cada uno de los miles de euros que el casino generaba en efectivo cada día.

Llegaron los tipos del furgón blindado, echaron un ojo por la sala y pude ver cómo el jefe se asomaba por la puerta para encontrarse con la mirada de aquel tipo, como si lo estuviese esperando desde hacía rato. Al fondo, la caja esperaba a ser abierta.

La puerta del despacho se cerró unos segundos y, cuando se volvió a abrir, lo vi y me pareció tan increíble que noté cómo las pupilas se me dilataban y aumentaba mi ritmo cardiaco: la puerta de la caja blindad, estaba abierta. Sólo una llave separaba el interior de ese artefacto con el resto del mundo. Una llave que tenía el jefe de mi amigo Quijano.

¿Qué digo amigo? Ya te he dicho que éramos casi hermanos, aunque no lo escuchaba demasiado.

El jefe salió con la saca, atravesó un par de metros de la sala de juegos y desapareció por la puerta trasera del local. Reapareció por la misma puerta con una saca idéntica pero vacía a los pocos minutos.

Abrió la puerta del despacho y pude verle de nuevo las tripas a la caja fuerte, justo antes de que la puerta se cerrase de nuevo.

Cuando un trabajador volvió a llevar una caja metálica a aquella habitación, la caja ya estaba cerrada.

Sólo una llave me separaba de aquel botín.

Y yo sabía quién tenía esa llave.

Había llegado la hora de escuchar a mi querido amigo —¿qué digo amigo? Casi hermano— Quijano.

Quedé con él al fin de semana siguiente. Una barbacoa, un par de cervezas y mi disfraz de borracho.

Me encanta ese disfraz y es muy sencillo de poner. Consiste en beber mucho y habitualmente. Cuando quieras información de alguien, deja que beba a tu ritmo. Esa persona se pondrá pedo antes que tú y podrás manipularla fácilmente. Pero, en su recuerdo, tu habrás bebido tanto como él, por lo que creerá que todo fue fruto de una borrachera que se fue de las manos.

En mitad de las conversaciones que tienen los borrachos, en las que todos los temas son profundos, pero tan efímeros que se entremezclan, le dije a Quijano que me tranquilizaba salir de bares con él, ya que estaba seguro de que sabía defensa personal. Él comenzó a reírse.

—¿Yo qué coño voy a saber defensa personal? —me dijo él.

—Te tendrás que defender si alguien te atraca en el casino, capullo —dije yo.

—¡Qué va! El casino tiene seguro. El dinero está asegurado, no merece la pena enfrentarte a un atracador por el dinero que tenemos en caja.

«¡El dinero está asegurado!», pensé. Eso significaba que no estaba jodiendo a nadie en particular. A una gran compañía, eso sí. Pero las grandes compañías, siempre me la han sudado. Me sentía muy cerca del dinero, tenía que apretar un poco más a Quijano.

—¡El dinero que tenemos en caja, dice el cabrón! —dije yo entre carcajadas, exagerando mi borrachera—. He visto cómo tu jefe llena sacas de dinero y las guarda en una caja fuerte que funciona con una llave —y volví a reír—. ¡Con una puta llave que cualquiera le puede quitar a hostias!

Y Quijano bebió un trago mientras reía, pero negaba con la cabeza.

«¿Por qué coño niegas, pedazo de mierda?», pensé.

—Para que la llave funcione —me dijo—, hay que bajar la pletina que tiene la cerradura, y eso sólo lo hacen los seguratas con un mando como el de los garajes.

En ese momento, comencé a comprender. Los del camión blindado avisaban de su llegada, abrían por control remoto la pletina y sólo entonces, el jefe podía introducir la llave en la ranura que abría la caja fuerte. La llave por sí misma no valía para una mierda.

Noté cómo el dinero se retiraba poco a poco, pero tenía que haber un cabo que nadie hubiese atado. En las películas, siempre lo hay.

—Pero, ¿y si algún hijoputa —le dije a Quijano—, le pega una paliza a tu jefe cuanto tiene el saco y se lo roba, justo cuando sale por la puerta de atrás?

—No –se limitó a decir él, negando con el dedo—. Hay una cámara que graba toda la puerta de atrás, ¿no ves que ahí sacamos la basura y todo eso? Mi jefe no se fía de nadie.

Y el dinero se retiró.

Decidí olvidarme de él.

Me sorprendía, en realidad, de haberme planteado por un instante atracar un casino. Yo nunca fui así, soy un tipo decente. Me trataba de consolar a mí mismo diciéndome que, de haber podido llevar a cabo mi plan, no lo habría hecho nunca. Me hubiese rajado en el último momento.

Sólo eran ideas de un escritor. Fantasías nostálgicas de un mundo que no está diseñado para unos cuantos entre los que me incluyo. Fanfarronerías de eterno adolescente que se niega a madurar del todo.

Y volví a mi rutina de mirar a todos e inventar historias. A la rutina de que Quijano me invitase a tragos de vez en cuando y me contase cosas que no me interesaban. A la rutina de hacer como que escucho mientras rezo porque cierre el pico para seguir escribiendo.

Mi boli, mi libreta, mi cerveza y yo. Ocupando nuestro lugar en aquel casino, el de meros observadores que imaginan cosas y las escriben, sin meterse en líos ni ansiar un dinero que no nos pertenece.

Pero, como si el destino me estuviese rellenando la copa, un día observé al jefe de la sala gritando a un compañero de Quijano. Era nuevo —o, al menos, eso creo— y había dejado la puerta de atrás entreabierta mientras tiraba la basura.

Toda la sala comenzó a mirar al jefe. La bronca que se estaba llevando el chaval, era desproporcionada. Gritos e improperios salían del cuerpo de aquel hombre gordo y rico. El empleado se limitó a pedir disculpas, agachar la cabeza y aguantar el chaparrón.

Pronto, el jefe fue consciente de que todas las cabezas le buscaban con la mirada. Paró de gritar y se encerró en el despacho dando un portazo.

—Menudo soplapollas, tu jefe —le dije a Quijano.

—Todos nos hemos llevado la misma bronca del puto amargado este —me contestó él.

—¿Tiene algún tipo de TOC o algo así con esa puerta, o qué?

—¡Qué va! —me dijo entre susurros—. A él sólo le obsesiona el dinero. Cree que todos estamos dispuestos a robarle. La cámara que tiene en la parte de atrás, está colocada de tal manera que graba todo el callejón, los cubos de basura y la entrada al parking.

—Control por parte del Gran Hermano, ¿no? Ya veo… —dije yo—. Aun así, no entiendo por qué esa bronca para el muchacho.

—Porque, si la puerta se queda abierta, tapa a la cámara.

Entonces mis pupilas se dilataron y volví a notar cómo el dinero se acercaba hasta mí. Disimulé mi reacción lo mejor que pude.

—¿Me estás diciendo que el muy gilipollas no pensó en que la cámara estaba detrás de una puerta? ¿Qué no pensó en que esa puerta se abriría tapando la cámara? ¿En serio no pensó en eso cuando instaló la cámara? —le dije a Quijano con la idea de sacarle información.

—Me imagino que sí lo pensó, pero es la única forma de grabar todo el callejón. Piénsalo, ¿cuánto tiempo está esa puerta abierta?

Asentí con la cabeza, apuré mi bebida, pagué y me marché.

Aquella tarde no seguí mi ruta habitual de camino a casa. En lugar de salir del casino y andar toda la calle para abajo, hacia el río, lo bordeé y observé la entrada al parking del personal.

Era una puerta metálica que se abría con la tarjeta de empleado. Desde fuera, podías ver una docena de plazas de aparcamiento y el estrecho callejón que llevaba a la puerta de atrás del casino. Unos cubos de basura con ruedas custodiaban el callejón y allí, al fondo, observándolo todo, una cámara de seguridad funcionando cada segundo del día. Una cámara de seguridad que quedaba anulada sólo porque un empleado abriese la puerta desde dentro.

Los días posteriores, seguí yendo al casino, pero ya no entraba. Me sentaba en unos bancos en la calle, a unos diez o doce metros de la puerta trasera.

Los empleados y el propio jefe utilizaban aquella puerta para entrar y salir. También sacaban los cubos por la noche, antes de que pasase el camión de la basura, y los volvían a guardar vacíos por la mañana.

Pude observar la llegada del furgón blindado. Venían dos personas en aquel vehículo. Paraban en la puerta principal del casino y el copiloto se bajaba del furgón.

Mientras entraba al casino, el conductor daba la vuelta al edificio con el vehículo y paraba justo frente a la puerta trasera.

Unos instantes después, el jefe de Quijano salía por la puerta de atrás con la saca de dinero en la mano, ¿quién sabe? Con decenas de miles de euros. Abría la verja con su tarjeta y se subía a la parte de atrás del furgón sin soltar la bolsa. Aparecía el copiloto por la esquina del casino, tardando unos segundos más en llegar al furgón de lo que lo hacía el jefe, se montaba en la parte de atrás, por la misma puerta que había entrado el gordo, y pasaban varios minutos en los que no pasaba nada. Me imagino que contaban el dinero, firmaban los albaranes y todo ese tipo de cosas.

Después de ese tiempo, el jefe salía del furgón y entraba en el casino con otra bolsa en la mano, esta vez vacía. Un par de minutos después, salía del furgón el copiloto, se aseguraba de cerrar bien la puerta, se sentaba en el vehículo y el dinero se alejaba de camino al banco.

Después de un par de semanas observando esta rutina, con variaciones ínfimas, volví a entrar en el casino.

—Quijano, ¿no estás hasta los huevos de tu jefe? —le dije yo, mientras me ponía una cerveza.

—¡Pues claro que lo estoy! —y comenzó a desahogarse.

Pero no lo escuché. Casi nunca lo hacía cuando se ponía a despotricar. Tal vez debería haberlo escuchado más a menudo, pero, en ese momento, mi cabeza estaba a otra cosa.

Los días posteriores me dediqué a urdir la estrategia perfecta.

Necesitaba a mi amigo, ¿qué digo amigo?, casi hermano, para que todo saliese bien.

El plan era sencillo y se desarrollaría en tres partes: primero, yo entraría al casino; después, le robaría al gordo cabrón malhumorado su pasta; por último, saldría por la puerta del casino como si nada hubiese pasado, con una cantidad insultante de dinero que después repartiría con Quijano al 70-30 por su ayuda.

Para la primera parte, quedaría con Quijano antes de que él entrase a trabajar. Me escondería en el maletero de su coche y así accedería al parking, Después, cuando él me avisase a mi teléfono, saldría del coche y me escondería detrás de los cubos de basura. ¿En qué momento me avisaría? En el momento en que él saliese a fumar y olvidase cerrar la puerta. Se llevaría una bronca de su jefe, pero, ¿qué es una bronca comparado con cincuenta mil euros?

La segunda parte era, tal vez, la más complicada. Yo debería ser paciente y esperar al furgón blindado. Entonces, el jefe saldría con la saca y Quijano, desde dentro, dejaría, disimuladamente, la puerta abierta por segunda vez. Entonces, yo saldría de detrás de los contenedores, le daría un par de hostias al gordo y le quitaría el dinero. Para hacerlo, contaba con el par de minutos que el copiloto del furgón tardaba en bordear el casino. El conductor estaría a otras cosas, es lo más probable. ¡Vivimos en España, joder! Nadie anda por ahí con pistolas en la mano. Seguro que aprovecharía para mirar si tal o cual equipo ha ganado alguna mierda en los últimos días o buscar tetas en su teléfono mientras su compañero se reunía con él en la puerta trasera del local.

Pensé en asustar al jefe, precisamente, con una pistola. Conseguir un pipa de fogueo y acojonarlo de lo lindo. Pero, ¿para qué? Sería un marrón de los grandes conseguirla y luego deshacerme de ella. El jefe era un pringao, con un par de bofetadas, sería suficiente. Además, si algo salía mal y los seguratas del furgón me veían armado, seguro que abrían fuego contra mí. «No, no es una puta película de Guy Ritchie en la que tener que sacar una Desert Eagle .50 para demostrar que la tengo más grande que nadie», pensé.

La tercera y última parte era, con diferencia, la más sencilla de todas. Yo cogía la bolsa de las manos del gordo cuando él estuviese desparramado por el suelo —tal vez un par de patadas lo acojonarían del todo—, saldría por la puerta principal del casino como si nada y contaría el dinero en mi casa mientras me bebía un vaso de tequila y escuchaba rock´n`roll. Cuando revisasen las cámaras de seguridad, sólo verían una puta puerta de aluminio corroída por la intemperie.

Volvía cada día al casino, esperando a coincidir con el turno de Quijano, quedar con él, contarle el plan y hacernos ricos.

Ya me imaginaba jubilado, con una copa en la mano poniéndome moreno en nosequé playa caribeña donde todos menos yo van al gimnasio y todas están buenas.

Salí de la ensoñación para preguntarle a una camarera novata.

—¿Sabes quién soy? —le dije.

—Sí, señor —me dijo en tono especialmente adulador—, es usted el amigo de Quijano.

—Tutéame, por favor —señalé mi vaso para que me lo volviese a llenar.

La chica se dio la vuelta y cogió la botella del veneno que yo andaba bebiendo aquel día.

—¿Cuándo coño vuelve de las vacaciones? —le dije a la chica.

—No le entiendo —me dijo, mientras vertía el líquido en mi vaso—. Quiero decir, no te entiendo, seño.

—Quijano. ¿Cuándo vuelve al trabajo ese gandul?

La chica me miró extrañada.

—Quijano dejó el trabajo la semana pasada.

«¡Pero será mamón!», pensé.

—Gracias —me limité a decir.

Bebí la copa de un trago y dejé un billete en la barra.

—Quédate con el cambio —le dije a la chica antes de irme de aquel lugar.

En la puerta llamé a mi amigo, ¿qué digo amigo?, casi hermano y le mostré mi descontento.

—¿Has dejado el trabajo, hijo de puta?

—Yo también me alegro de hablar contigo —dijo él, sarcásticamente—. ¿De qué vas?

—¿Por qué no me dijiste que dejabas el trabajo?

—Te lo dije, pero nunca escuchas a nadie, subnormal —me contestó.

Guardé silencio unos segundos.

—¿Sigues ahí? —me dijo—. ¿Hola?

Y colgué sin decir más.

Sé que no era culpa suya, pero empecé a coger un rencor incontrolable hacia Quijano. Su simple presencia, comenzó a joderme en lo más profundo de mí mismo.

Éramos casi hermanos, Quijano y yo, cuando casi me jubilo a la salud de su jefe.

Hoy por hoy, ya ni nos hablamos.

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