la gran corazonada



            Desde crio, he tenido una obsesión con el mundo audiovisual. Ya de pequeño me gustaban los programas de la radio más que los de la televisión, coleccionar libros y garabatear libretas.

Creo que mis abuelos me influenciaron en ese sentido. Por un lado, estaba mi abuelo materno. Él solía ir al cine siempre que su sueldo se lo permitía. Coleccionaba las entradas y llenaba álbumes de fotos con portadas de películas de John Wayne. Por el otro, mi abuelo paterno, solía dejar la tele muda y escuchar su transistor. Fuese lo que fuese lo que daban por la televisión ─las noticias o el fútbol, por ejemplo─, él prefería que la tele estuviese en silencio para ver moverse a los jugadores o al presentador, pero nada como la narración radiofónica para llenar de sonido aquellas imágenes.

Fue él quien me regaló mi primer transistor. Era muy parecido al suyo. Era una especie de versión más moderna del que usaba él. Yo, solía ponerlo por las noches para escuchar programas hasta dormirme.

Después vinieron aquellos pequeños, los que tenían auriculares y ocupaban muy poco. Mi madre me regaló uno. Lo recuerdo como si ahora lo tuviese en la mano. Era de plástico transparente, azul. Tenía una rueda de volumen que apagaba el aparato al girarla del todo a la izquierda y otra rueda para sintonizar emisoras. También tenía una pequeña bombilla en un extremo y un pulsador que la encendía a modo de linterna. Fue mi compañero durante muchas madrugadas, especialmente cuando estaba en la universidad.

A veces, me arrepiento de haber elegido mi carrera. Sinceramente, creo que estaba destinado a otra cosa. Estudié el bachillerato de arte y justo en el último momento me decidí por la psicología. Todavía no logro entender qué coño fue lo que me atrajo de aquel mundo.

Sólo sé que, durante las madrugadas, ahí estaba yo con mi transistor y haciendo dibujos en mi bloc, sin hacer ni puto caso a esos tomos absurdamente gordos sobre conducta humana y psicología cognitiva. Me ponía a esbozar dibujos escuchando cualquier programa de madrugada. ¿Alguna vez has escuchado la radio antes del amanecer? Esas frecuencias te hipnotizan, lo juro. No sé cómo coño sucede, pero sucede. De madrugada el humor negro está permitido y las confesiones más inmorales y los relatos más crápulas y los experimentos más fetichistas. La radio de madrugada es la única bendición que posee el maldito insomnio.

A veces escuchaba un programa de investigación paranormal. No me lo tomaba en serio, más bien, me hacía gracia cómo confabulaban sobre psicofonías y fotografía paranormal y avistamientos ovnis y ese tipo de cosas.

La cuestión es que en eso andaba una madrugada de noviembre u octubre, escuchando sobre psicofonías que no decían nada pero que, el locutor, insistía en que debíamos escuchar un claro «vas a morir», y dibujando en mi bloc el pasillo de mi universidad para un cómic que comencé.

«Si visitan nuestra página web, pueden ser testigos de una de las evidencias de la existencia de espíritus más tangible que hemos tenido hasta ahora», decía el locutor. «Se trata de una fotografía envidada por una oyente, en la que asegura que sólo se encontraban su mascota y ella, pero que, reflejado en la televisión, se aprecia el rostro fantasmagórico de su difunta abuela» y blablablá.

No sé, sería el morbo o la curiosidad o la falta de sueño o qué sé yo, pero me metí en esa web para buscar la fotografía en cuestión y resultó ser un montaje tan evidente que no me quedó más remedio que contactar por e-mail con el programa. Al parecer, lo hicieron muchas más personas, porque no tardó ni dos semanas, el locutor, en pedir perdón públicamente por haber caído en el engaño.

Y es que, esa foto, sólo era un montaje absurdo en el que se apreciaba con total claridad una imagen tristemente recortada de la cabeza de Joey Jordinson, batería del grupo Slipknot, quien viste una máscara kabuki personalizada. Al ver la fotografía, no pude evitar reírme y cabecear.

Tal vez sería el morbo o la curiosidad o la falta de sueño o qué sé yo, pero un pensamiento me cruzó la cabeza: «yo puedo hacerlo mejor». Y en lugar de seguir con mis bocetos para aquel cómic que nunca vio la luz, abrí la pestaña imágenes del buscador e introduje la palabra espectro. 

Pronto, elegí la imagen de una niña en camisón, con el pelo por la cara y un osito de peluche manchado de tierra en la mano. Era una fotografía con un fondo sólido, fácil de recortar. Abrí la imagen en mi programa de edición fotográfica favorito y puse en práctica todos los conocimientos de diseño adquiridos en bachillerato.

Retoqué la luz y la transparencia, jugué con el desenfoque y ajusté los tonos. Sólo necesitaba un lugar en el que colocarla. Miré a mi alrededor en busca de inspiración. Excusas para hacer fotografías. Puntos oscuros en mi dormitorio. Una vez encontrado el lugar y ángulo exacto, me dispuse a hacer la fotografía. Pero, ¿con qué pretexto? Creo que jamás en mi vida me he hecho un puto selfie, ¿por qué hacerlo justo el día en que aparece un espectro en mi dormitorio? Entonces, el boceto del pasillo de la universidad, a carboncillo y rotulador sobre mi bloc de dibujo, pareció levantar la mano.

Acababa de encontrar el lugar perfecto.

En aquel entonces, yo vivía en un edificio para estudiantes. Una especie de residencia en la que alquilabas un dormitorio. Compartías baño con tu misma planta y en la planta baja había una cafetería en la que preparaban desayuno, comida y cena. Esperé a las siete y media de la mañana —hora a la que empezaba a funcionar la cafetería—, me encaré al pasillo más largo del edificio e hice una foto. El corredor estaba aún oscuro, iluminado únicamente por la luz de las farolas que entraban por las ventanas.

De nuevo en mi dormitorio, abrí la fotografía del pasillo en mi editor de imágenes y coloqué al espectro en el fondo, como asomada por una de las puertas, dejando ver su translucidez a través de las pobres luces de las farolas, muy escondida, nada evidente, quedando patente la posibilidad de que no hubiese visto nada raro a la hora de mirar la imagen.

Subí la foto a mis redes sociales, puse un pie a la imagen —algo así como «Fotografía necesaria para seguir trabajando en mi nuevo proyecto»—, y esperé las reacciones.

Vale, es evidente que nunca fui demasiado popular así que, debo ser sincero: nadie miró esa foto el suficiente rato como para ser consciente de que algo raro pasaba en ella.

Pasaron las semanas sin que nadie me comentase nada al respecto, como si la imagen no hubiese captado la atención de nadie en nada y, la verdad, eso justo fue lo que pasó.

Me frustró tanto, que lo compartí con uno de los conserjes del edificio. Uno con el que tenía cierta complicidad. No es que fuese un amigo, era alguien con el que charlar cuando tomabas un café o fumabas un cigarro. Yo ya le había hablado del cómic con anterioridad. Juraría que así fue cómo surgió la conversación.

—¿Qué tal llevas lo del tebeo? —me preguntó.

—No es un puto tebeo. Es un cómic —dije yo, mordiendo el filtro de mi cigarrillo—. Lo llevo… bien, creo. Parado, en realidad.

Estábamos apoyados contra la pared, cerca de la puerta trasera del edificio. Como pasa con casi todos los culos del mundo, no era accesible para todos, pero sí que era especialmente atractivo.

—Deberías hablar de cosas que pasen en la universidad, no sólo de tus borracheras —sugirió.

—¡Mira a esta cuadrilla de imbéciles! —le dije, señalando con la cabeza a mis compañeros de facultad—. No se enteran de nada de lo que ocurre, ¿por qué escribirlo? Pasan tanto de todo que no se enterarían ni de que el puto Sputnik aterrizase encima de sus cojones.

—No todos son idiotas —dijo él, sorbiendo el café.

—Mira, hace unos días, subí una foto a internet. Era de un puto espectro en mitad de ese pasillo —dije, señalando con la cabeza al interior del edificio—. ¿Te puedes creer que nadie ha sido consciente de la presencia extraña en la fotografía?

—Tal vez es porque pasan de las cosas que haces —me dijo, sacando un cigarrillo.

Guardamos silencio unos instantes.

La voz de ese conserje era profunda y calmada. Era grave y reconfortante. Siempre me lo imaginé haciendo radio. Era una voz que sólo podía pertenecer a alguien solemne. Tal vez por eso me sorprendió cuando encendió su cigarro negro y, después de la primera calada, me dijo.

—Tal vez si lo subiese alguien a quien prestasen más atención… —se mordió el labio inferior, con la vista perdida, como buscando dentro de su código ético personal—. Tal vez si el perfil de la residencia subiese esa imagen… ¡Tengo una corazonada!

Y así fue cómo comenzó una de las bromas más largas y pesadas que recuerdo haber hecho nunca. Lo peor de todo, es que fue completamente accidental.

Yo ya me había rendido. Había asumido mi fracaso en la visualización del espectro. Pero, mi querido conserje, acababa de entrar en el ajo y lo quería hacer por la puerta grande.

Antes de irme a dormir, aquella misma noche, el conserje me pasó un pendrive con todas las fotografías que había subido a los perfiles de las redes sociales de aquel lugar, con una única misión: colocar la imagen del espectro aleatoriamente en algunas de ellas. También me presentó a la cocinera de la cafetería. Era una mujer bastante amable y cariñosa de cara a sus clientes, por lo que nunca me imaginé lo ácido y oscuro de su humor. Ella se dedicó a extender el rumor de que, la residencia, estaba construida sobre un campo de flores.

«¿Un puto campo de flores, en serio?», pensaría cualquiera que lo oyese. De hecho, yo mismo, lo pensé cuando me lo dijeron.

Entre tanto, devolví el pendrive al conserje con algunas de las fotos retocadas.

Los días pasaron y por los pasillos de la universidad comenzó a circular el rumor de que, el edificio de la residencia universitaria, estaba construido sobre un antiguo campo de flores. Eso sí, conforme el tiempo pasaba, el campo había pertenecido a una familia humilde.

Unas semanas más tardes, «el perfil en una de las redes sociales de la residencia había sufrido un ataque de hackers, por lo que tuvieron que eliminar todo su contenido y reabrirlo, aunque, por suerte, aún conservaban todas las fotografías que se habían subido a él originalmente». Y fue así como más de cien fotos se resubieron al perfil en los días siguientes. Yo, que sabía dónde mirar, pude encontrar al espectro en una veintena de las fotografías.

Entre tanto, ya se hablaba de que la familia humilde que anteriormente fue propietaria de estos terrenos, compuesta por un matrimonio y sus tres hijas, se habían dedicado al cultivo de tubérculos, legumbres y hortalizas. Se decía que una fuerte neumonía había acabado con la vida de la madre y, su viudo, murió poco después, parecía ser, de pena. Las hijas del finado matrimonio, al no saber ellas cultivar tubérculos, legumbres y hortalizas, se dedicaron a cultivar flores para venderlas por la ciudad que, por aquel entonces, quedaba a más de un kilómetro de distancia.

Poco a poco, fui consciente de cómo, seguramente, estábamos construyendo la mentira mejor elaborada que esos muros habían visto. Lo peor de todo, es que ya era imposible de parar.

Cada hora, cada minuto, cada segundo. La gente hablaba de esas pobres muchachas, huérfanas de madre y de padre, recorriendo ese largo trayecto con sus ramilletes de flores, buscando un poco de compasión. Y de cómo fueron expropiadas. Cómo un señor adinerado les mintió. Cómo las desterraron de su jardín de flores, ya que la ciudad estaba creciendo y necesitaba de ese territorio para su expansión.

La gente que vivía en aquel edificio, no paraba de contar cómo el pago por el terreno nunca llegó, de cómo la hermana mayor de aquella fracturada familia se colocó delante de la excavadora y gritó: «¡No me moveré hasta que no nos paguen lo acordado!», de cómo aquel operario —un simple empleado, encargado de levantar con su pala hidráulica aquel terreno—, nervioso por la presencia de la chica, confundió una de las palancas de la máquina y dejó caer media tonelada de tierra sobre la muchacha, matándola en el acto.

No habían pasado ni quince días cuando la gente empezaba a hablar de las voces de la chica de las flores.

No habían pasado ni quince días cuando la gente empezaba a hablar de la presencia de la chica de las flores en las fotografías del edificio.

No habían pasado ni quince días cuando la gente empezó a gritar que por favor llamasen a la ambulancia.

Déjame que me explique…

Resultó que, una de las chicas que vivía en aquella residencia, era especialmente aprensiva con los temas paranormales. ¿Recordáis cuando el conserje me había dicho que tenía una corazonada? Pues bien, esa chica tuvo la gran corazonada.

Ver las fotos una y otra vez, no parar de hablar del tema de la chica de las flores y el exceso de atención volcado en el tema, hizo que se sugestionase tanto que, cuando salió al pasillo en mitad de la noche, tal vez para salir a fumar, tal vez para acudir a por un poco de agua, se encontró con un compañero que también andaba por los pasillos de madrugada y ella, al ver la silueta de aquel muchacho, sufrió un colapso.

Por suerte, se desmayó y chocó fuertemente contra el suelo. Sí, fue una suerte ya que su sangre se equilibró por la gravedad y permitió que el principio de infarto fuese sólo eso: un principio.

Aquella noche, salí con mi coche detrás de la ambulancia y acompañé a aquella chica en el hospital. Fui incapaz de pegar ojo y, al llegar por la mañana a la residencia, comprobé que el conserje también estaba compungido.

Después de aquel suceso, me vi en la obligación de escribir una carta formal asumiendo toda responsabilidad y eximiendo de culpa tanto al conserje como a la cocinera. Sinceramente, no me parecía justo que dos personas perdiesen su trabajo por culpa de una chiquillada.

En cuanto a las fotos, todas fueron eliminadas y resubidas por segunda vez, esta vez sin espectros.

Por suerte, la chica nunca me guardó rencor. Todavía hoy, después de tantos años, agradezco que no me denunciase por lo ocurrido.

Nunca más se volvió a hablar del tema ni de la chica ni de las fotos. Ni siquiera del casi infarto provocado a una universitaria, aunque se dejó de ver a gente deambular a solas por los pasillos a ciertas horas de la madrugada.

En fin, ya te dije que la cocinera tenía un humor ácido y negro, ¿verdad? Pues bien, la misma mañana que volví del hospital, después del principio de infarto de mi compañera, ella ya estaba enterada del suceso. Me invitó a pasar a la cocina a tomar un café. Se me acercó para llenarme un vaso y me miró a los ojos.

—Tienes mala cara —me dijo, vertiendo el café frío y aguado en mi vaso—. Ni que hubieses visto un muerto.

Y se retiró riéndose a carcajadas, con la jarra de café en la mano.

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