tortitas de arroz



            Era una noche especial.

Ya te digo que lo era. Era tan jodidamente especial que no me había olvidado de que lo era y, viniendo de mí, es decir mucho.

Salí del trabajo pasadas las tres de la tarde y me acerqué al centro comercial más cercano para comprar un par de libros y un CD de música para mi mujer.

Los libros son un regalo jodido porque casi siempre la cago. Conozco los autores que le gustan a mi mujer y eso, pero casi nunca me acuerdo de qué libros le he regalado o qué libros ha comprado ella por su cuenta. Por eso, suelo acompañar el regalo con un CD recopilatorio de algún grupo o artista o estilo musical que le guste, para acertar seguro.

Iba bien de tiempo, por lo que decidí comer en el centro comercial: una hamburguesa cargada de salsa, grasa y mierdas por el estilo con tres o cuatro jarras de cerveza.


Llegué a casa y pensé en dónde esconder los regalos mientras mi mujer estaba en la ducha.

─¿Hoy cenamos fuera? ─me preguntó desde el baño.

Se le notaba entusiasmada con la idea. Yo debía haberme imaginado que querría salir a cenar a algún sitio especial, por lo que me sentí idiota por no haber dejado los regalos en el coche.

─¡Claro! ─contesté─. ¿Dónde quieres ir?

─Vamos donde tú quieras ─me dijo ella.

Pero yo casi nunca sé decidir ese tipo de cosas. Acababa de zamparme una hamburguesa llena de mierda por la que había pagado ocho pavos, creo que eso refleja bien mi creatividad a la hora de elegir comida preparada.

Las cervezas, bajaron a mi vejiga de golpe y me dispuse a mearlas justo cuando mi mujer abría la mampara de la ducha.

─¿Qué llevas en esa bolsa? ─preguntó entusiasmada.

Así fue cómo aborté el plan para esconder los regalos.

─Feliz cumpleaños ─le dije alargando la mano en la que tenía la bolsa, mientras con la otra me agarraba el miembro.

Ella se secó las manos mientras yo terminaba de mear y abrió la bolsa de papel. No había tenido tiempo siquiera de envolver los libros y el CD, así que se limitó a sacarlos y admirar sus carátulas. Resultó que uno de los libros se lo había regalado en otra ocasión y el segundo libro, lo había comprado ella hacía un par de semanas. Ella no perdió la sonrisa ni siquiera cuando sacó el CD y comprobó que era un recopilatorio de música clásica que yo mismo le había regalado las navidades anteriores.

Se asomó al fondo de la bolsa y comprobó que aún contenía el ticket de compra.

─Mañana iré a devolverlo todo ─me dijo sonriendo. Después me besó en los labios─. Muchas gracias por el detalle.

Así de maravillosa es cada día de su vida.

─Y bien, ¿dónde me llevarás a cenar? ─me dijo.

─¿A un chino? ─ no sé por qué coño dije eso.

─¡Vale! ─dijo entusiasmada.

Nunca sé qué pedir en un chino. Todo tiene nombres confusos e ingredientes que, a priori, nunca deberían ir juntos. Hubo una vez, cenando en un restaurante chino de mi ciudad, en que ojeé la carta sin saber a qué agarrarme.

─Yo quiero un final feliz ─dije.

─Aquí no tenemos ese tipo de servicio, señor ─me dijo la chica asiática, en un logrado castellano.

Todos los presentes comenzaron a reírse de mí ─incluida mi mujer─. Resultó que el plato se llamaba familia feliz pero, entre tanto nombre raro, salsa extraña e ingrediente impronunciable, las letras se me agolparon y mi cerebro buscó un resultado conocido.

Fue jodidamente bochornoso.

En fin, acudimos otro restaurante chino aquella noche.

─¿Qué quieren tomar? ─dijo la camarera.

─Tomaré agua ─dijo mi mujer.

─Tomaré cerveza ─dije yo.

─¿Y para comer? ─preguntó el camarero.

─Yo tomaré … ─y mi mujer pidió un plato de cuyo nombre no podría acordarme por mucho que lo intentase.

─Yo tomaré lo que ella quiera que tome ─contesté yo.

¡Así es! Siempre que pido algo que me suena bien, acabo probando el plato de mi mujer y me resulta más sabroso que el mío. Por eso, últimamente he tomado la costumbre de que ella elija lo que yo quiero tomar. Me imagino que me conoce mejor de lo que me conozco a mí mismo.

El restaurante era cojonudo. Era la hostia de bonito, en serio. Tenía cuadros y detalles arquitectónicos asiáticos y plantas colgando y una pecera llena de bambú y una caña de bambú de como dos metros y medio decorando la pared que yo tenía a mi espalda.

─Sirve para el kobudo ─dijo mi mujer, al verme admirar aquella caña.

Yo asentí impresionado. Estaba impresionado por el local y por la comida. El local era cojonudo y la comida era cojonuda.

Seguimos cenando y pronto empezamos a probar licores asiáticos, con plantas y lagartos metidos dentro de las botellas. Todo asqueroso y delicioso a la vez.

Una velada cojonuda, sí señor.

Pero, sin venir a cuento, mi mujer me acarició la mano y me dijo en un susurro:

─¿No ves que es imbécil?

Así de maravillosa es ella. Se pasa la vida aguantando mis desastres sin alterarse en lo más mínimo, pero, ¡joder si se toma un par de chupitos de algo fuerte! Saca toda la ira que lleva dentro.

─¿A qué te refieres? ─le dije yo, también susurrando.

─A la pija de mierda que tenemos detrás.

La verdad, sí que me había fijado en que había una voz irritante que no dejaba de hablar en la mesa de al lado, pero no había prestado demasiada atención.

─No tiene ni puta idea de nada ─me dijo mi mujer.

─¿Qué ha pasado? ─le pregunté.

─Dice que ha comido en los mejores restaurantes del país ─me dice mi mujer, ahogando una carcajada─, pero le acaba de preguntar al chino que cómo coño se come la salsa de soja.

Los dos reímos lo más bajo que pudimos, como dos niños traviesos en la escuela.

─El chino ─continúa mi mujer entre risas─, el puto camarero chino, le ha dicho que sólo es salsa, que la echas sobre la comida, y ya está.

Volvimos a reír.

Ahora yo prestaba atención a lo que decía. No paraba de hablar de comida saludable, de evitar el azúcar, de hacerse tortitas de arroz para desayunar… y, cuando el camarero le ofreció la carta de postres, la pija la rechazó.

─Podríamos ir al McDonald´s ─dijo la pija a su acompañante─. Un helado gigante sí que me comería…

Y mi mujer emitió una carcajada sonorísima. La más sonora que ha emitido nunca.

─¡HAY QUE JODERSE! ─gritó mi mujer─ Sólo como tortitas de arroz horneadas en casa, son más sanas ─dijo imitando a la pija, mientras la señalaba.

La pija nos miró sorprendida.

─Para, ¿quieres? ─le dije a mi mujer, que reía histérica.

─¿Cómo voy a parar? ─dijo ella entre carcajadas─. ¡Es buenísima, esta tipa!

La pija comenzó a sentirse incómoda y pidió al camarero que nos llamase la atención de alguna manera.

─¿No puedes defenderte sola, Barbie Tortitas? ─dijo mi mujer riéndose más fuerte.

─No es eso ─contestó la pija─, no tengo por qué enfrentarme a gentuza.

─Le pido disculpas ─le dije yo─, ha bebido y no suele hacerlo.

─¡Cállate! ─me dijo la pija─. Yo te conozco. Una vez, pude leer tu basura. ¿Te crees muy gracioso con tus opiniones, tu sarcasmo y tus borracheras? Es una vergüenza que te llames a ti mismo escritor.

Mi mujer, guardó silencio de golpe. Se puso seria, apretó los puños y miró fijamente a la pija.

Como te he dicho antes, así de maravillosa es ella. Se pasa la vida aguantando mis desastres sin alterarse en lo más mínimo, pero, ¡joder si se toma un par de chupitos de algo fuerte! Saca toda la ira que lleva dentro. Y ahora era una leona herida. Herida en el orgullo, que es lo más jodido del mundo.

─Nadie habla así del trabajo de mi marido ─le dijo mi mujer.

─¿De verdad puedes llamar trabajo a esa BA SU RA? ─dijo exagerando cada sílaba de la palabra “basura” y soltando una risilla sarcástica al final.

Mi mujer, sin mediar palabra, propinó un puñetazo en el ojo izquierdo de aquella pija, que cayó al suelo enseñándonos a todos su tanga de leopardo.

Miré a mi mujer ojiplático. Ella me devolvió la mirada, se encogió de hombros y pidió la carta de postres.

En unos minutos, la policía estaba en el restaurante y mi mujer estaba detenida.

─¡Eh, tío, por favor! ─rogué al policía─. Sólo ha sido una discusión tonta. No puedes detenerla, es su cumpleaños…

─¿Me vas a decir cómo hacer mi trabajo? ─me contestó.

Entonces pensé en la chica pija que ahora estaba con una bolsa de guisantes congelada en la cara, evitando que su ojo se hinchase más.

─¿De verdad puedes llamar trabajo a esa basura? ─le dije al policía.

─¡Cállate o acabarás detenido tú también! ─me dijo el policía.

─¿Detenido? ¿Por qué? ─le pregunté.

─Por desacato ─me contestó.

Mi mujer comenzó a reírse de nuevo.

─¡Le faltan huevos, mi vida! ─reía como loca.

Miré a la pija.

Miré al policía.

El licor de lagarto se me subió a la cabeza de golpe.

Sin pensar demasiado en las consecuencias, le quité la gorra al policía que retenía a mi mujer y me la puse con la visera hacia atrás, como un rapero. Su compañero corrió detrás de mí y yo me escabullía entre las mesas de aquel precioso restaurante.

Llegué a la silla donde la pija se lamentaba del golpe con su puta bolsa de guisantes congelados en el ojo y la usé de escudo.

─¡Vamos, pitufo! ─provoqué al policía─ Sé que estás deseando joderte a esta zorra.

Él se abalanzó sobre mí dándole un codazo a la pija en el ojo derecho.

Cuando mi mujer y yo salíamos detenidos por la puerta del restaurante, pude ver cómo aquella niña de papá tenía también una bolsa de patatas fritas congeladas en el otro ojo. No es que me sienta orgulloso de aquello, pero la verdad es que la imagen me hizo mucha gracia.

Al llegar a comisaría, me saludaron por mi nombre como si fuese el cliente VIP de un bar. A mi mujer le tuvieron que abrir una ficha nueva, por lo que tardó como cuarenta o cincuenta minutos en bajar a los calabozos.

Nos separaba una pared, pero era martes o miércoles: estábamos solos en nuestras respectivas celdas.

─¿Por qué has hecho eso? ─pregunté a mi mujer.

─No lo sé ─contestó─. Estoy un poco borracha y no me ha gustado que hable así de tus escritos. Sé que se podía haber evitado, pero no puede hablar así de tu trabajo.

─Ni siquiera es mi trabajo ─le dije yo.

Guardamos silencio unos momentos.

─¡Qué fuerte! ─dije de repente─ ¡Aquella tipa me había leído!

Mi mujer guardó silencio, pero sé que estaba sonriendo en ese momento.

─Oye, ¿y tú? ─me preguntó al poco rato─. ¿Por qué has hecho tú eso?

─¿Lo del poli? ─le pregunté.

─Lo del poli ─contestó.

─Para no dejarte sola la noche de tu cumpleaños.

Volvió a guardar silencio, me imagino que también sonreía.

─Es el mejor regalo que me has hecho nunca.

─Feliz cumpleaños, mi vida.

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