soy De Ruedas y soy alérgico


La última vez que estuve en este lugar, tenía una ceja partida, el tabique nasal desviado y el ojo izquierdo hinchado y amoratado. No paraba de llevarme la mano a la mandíbula. A juzgar por la sangre en la solapa de mi americana, con el golpe que me dieron en la barbilla, me había mordido la lengua y la tenía prácticamente cercenada.

Fue una buena noche, sí señor.

Hoy estoy en comisaría en calidad de denunciante, pero eso no hace mi visita más cómoda. Odio este sitio. El puto madero de las multas me conoce demasiado bien.

─¿Qué ha pasado esta vez? ─me ha dicho entre risotadas cuando me ha visto de entrar.

─Vengo a poner una denuncia ─le he contestado yo.

─Ya era hora de que entrases por esa puerta sin las esposas puestas ─se ha reído señalando a la entrada de la comisaría.

El resto de maderos le han reído el chiste. Si fuese a una terapia grupal, como las de Alcohólicos Anónimos, me levantaría para decir: «Soy De Ruedas y soy alérgico». Alérgico a los putos uniformes y a las placas.

He ignorado sus risas. Vengo a denunciar porque vivo en un barrio de mierda, lleno de gentuza a la que estos cabrones, que ahora se ríen, deberían controlar ─para eso les pagan. Les pagamos, me refiero. Entre todos─.

He estado en la sala de espera un rato demasiado largo. No había nadie más esperando y he podido comprobar que tampoco salía nadie de la sala de denuncias.

Una puerta se ha abierto, ha salido un policía y me ha hecho un gesto con la cabeza.

─Pasa, anda ─me ha dicho con condescendencia.

He entrado en la misma sala en la que me suelen meter para interrogarme y me han preguntado con desdén que qué quería.

Yo les he expuesto los hechos: vivo en un barrio de mierda. Anoche, llegué del curro como cada día y, después de darme una vuelta por mi calle sin encontrar aparcamiento, me metí en una de las calles paralelas. Allí encontré un hueco de puta madre y aparqué mi vehículo. Comprobé que se quedaba bien cerrado y que tanto el coche que tenía delante como el que tenía detrás podían salir sin problema. Subí a casa, cené y me metí en la cama. Cuando bajé esta mañana, el coche ya no estaba en su sitio.

─¿Estás seguro de haberlo aparcado ahí? ─me ha preguntado el madero que me tomaba declaración.

─¡Sí, joder! ¿Cómo coño no iba a estarlo?

El policía ha comenzado a reírse y me ha hecho un gesto con los dedos, imitando a alguien bebiendo.

─Todos sabemos que eres muy amigo de… ─y ha hecho un gesto de como si se bebiese una puta botella a trago, con su sonrisita de subnormal. Estoy casi seguro de que fue un abusón en su colegio.

─No había bebido. Estoy completamente seguro de dónde aparqué mi puto coche.

En el fondo, es normal que no me crea. Al fin y al cabo, la última vez que estuve sentado en esta sala, tenía una ceja partida, el tabique nasal desviado y el ojo izquierdo hinchado y amoratado. No paraba de llevarme la mano a la mandíbula. A juzgar por la sangre en la solapa de mi americana, con el golpe que me dieron en la barbilla, me había mordido la lengua y la tenía prácticamente cercenada.

Fue una noche de puta madre.

E nos dijo a todos un par de semanas antes que había decidido casarse con su novio. Que lo habían hablado y que era lo mejor para los dos, que debían formalizar su situación y todo eso.

Urzúa, Torres y yo, decidimos organizarle una despedida de soltero como Dios manda. Nos pusimos elegantes ─todo lo que nosotros sabíamos─. Yo, incluso me puse la americana que usé hace años para graduarme en la universidad. Si hacía falta, compraríamos diademas con pollas de gomaespuma y nos recorreríamos la ciudad bebiendo copas con pajitas terminadas en pollas de plástico y le daríamos a E un biberón con forma de polla para tomar las suyas.

Pero a E no le gustó demasiado la idea de lucir pollas por doquier para celebrar que se casaba, así que hicimos lo que hacíamos siempre: ir a los bares a charlar de nuestras cosas mientras bebemos. Eso sí, nada de clubs o casinos para terminar la noche, hoy elegía E y nos pidió ir a una discoteca a bailar un rato cuando ya era la mitad de la madrugada

En cierto momento de la noche, Torres se perdió. Que se joda, siempre le pasaba.

Urzúa fue el siguiente en caer. Iba tan colocado que lo metimos en un taxi para que lo llevase a casa. Espero que aquel pobre taxista le sacase toda la pasta al cabronazo.

Y allí nos quedamos E y yo. Los dueños de la noche. Conseguimos un par de tiros de la mejor cocaína que brindaba aquella noche y planeamos comprarnos una botella de tequila en un chino e irnos a las vías del tren para ver el amanecer. Quería regalarle a E un momento bonito. Quería confesarle que, aunque los cuatro éramos inseparables, él siempre había sido mi mejor amigo. Quería decirle que, aunque su novio me parecía un muermo, también lo consideraba buen tipo y que sabía que le haría muy feliz. Me imaginaba abrazándole y pidiéndole, con los primeros rayos de sol, que, si alguna vez se decidiesen a adoptar, que me encantaría ser el padrino de su criatura.

Pero eso nunca pasó. Salimos del baño demasiado acelerados. No digo que no fuese buena cocaína. Digo que subía de golpe.

La cuestión es que E salió del baño dándole un empujón demasiado efusivo a la puerta, que chocó contra un tipo y le tiró la copa encima de otro tipo. Los dos estaban bastante mazados y, a juzgar por su aspecto, también iban colocados. Yo traté de poner paz, dije que le pagaríamos otra copa al tipo que la vertió y que todo arreglado. Pero el otro mamón quería que le limpiásemos su chaqueta. Yo trataba de darle un teléfono falso para que me llamase al día siguiente.

─Apunta mi teléfono y mañana quedamos para llevarla a la tintorería ─le dije yo.

─No, prefiero que la loca de tu amigo me de la pasta para llevarla al tinte yo mismo.

Aquel tipo cometió un error de manual, joder. No puedes llamar loca a un caballero sólo porque sea homosexual. E estaba demasiado volado como para pensar en la que se le venía encima.

Levantó su vaso y estrelló su copa en la cara de aquel tipo. Estando en el suelo, dolorido, E comenzó a darle patadas en el estómago mientras gritaba que «mira lo que te hace este marica».

A los pocos segundos, el portero de la discoteca nos echó de allí a hostias y nos dejó a los dos tirados en la calle.

Cuando nos recuperamos un poco, decidimos seguir con el plan de la botella de tequila, el amanecer y mis pensamientos bonitos. Pero el otro tipo musculoso, el que andaba con el que acababa de recibir una curra por parte de E, salió de la discoteca con la idea de pegarle una paliza a mi amigo.

Entonces, esa puta cocaína cocinada en un laboratorio del mismísimo infierno, me pinzó la médula espinal impidiéndome pensar con claridad.

─Si quieres pegarle a mi amigo, primero tendrás que pegarme a mí ─le dije.

¡Con dos cojones!

Aquel tipo, simplemente obedeció.

Se me abalanzó como si fuese un puto gorila de espalda plateada y me dio de hostias durante un buen rato. Todo acabó cuando llegó la policía. El tipo se quitó de encima y volvió a entrar a la discoteca. Yo, tenía la esperanza de que algún vecino hubiese advertido de que una puta bestia le estaba pegando una paliza a un tipo enclenque.

Pero no fue así.

El dueño de la discoteca había llamado para denunciar el altercado ocurrido dentro.

La despedida de soltero de E acabó con nosotros dos detenidos y apaleados. Denunciados por altercados en un local recreativo y por tenencia de estupefacientes ─sólo nos quedaba un pelito de farlopa─. Pasamos la noche en comisaría y por la mañana, cuando vinieron a buscarnos, volvimos a casa en silencio, como niños arrepentidos de haber sido descubiertos apedreando farolas. Sabiendo que, la verdadera bronca, nos esperaba en casa con nuestras respectivas parejas.

Pero hoy, todo era distinto de cojones. Hoy venía a denunciar el robo de mi vehículo.

─¿Estás seguro de haberlo aparcado ahí? ─me ha preguntado el madero que me tomaba declaración.

─¡Sí, joder! ¿Cómo coño no iba a estarlo?

El policía ha comenzado a reírse y me ha hecho un gesto con los dedos, imitando a alguien bebiendo.

─Todos sabemos que eres muy amigo de… ─y ha hecho un gesto de como si se bebiese una puta botella a trago, con su sonrisita de subnormal. Estoy casi seguro de que fue un abusón en su colegio.

─No había bebido. Estoy completamente seguro de dónde aparqué mi puto coche.

─¡Vale! ─dice el policía riéndose, sin creerme del todo─. Y, dime, ¿cómo es tu coche?

─¡Ya sabes cómo es! ─le digo─. Con sus cuatro ruedas y toda esa mierda. Es un 206 gris.

─¿Matrícula? ─dice mientras teclea en el ordenador.

─No sé la puta matrícula. ¡No sé qué coño desayuné hoy! No recuerdo la matricula. Es un coche gris. Un Peugeot 206.

El policía, sigue tecleando en silencio unos minutos.

─¿Recuerdas la calle y la altura a la que aparcaste el coche?

─Si, la calle es la avenida, en paralelo al río. Antes de la primera bocacalle.

El tipo termina de teclear, imprime tres copias de la denuncia. Las firma, me pide que firme si estoy conforme con lo expuesto y me dice:

─Vale, mandaremos una patrulla a dar una vuelta. Puede que encontremos alguna prueba.

─Gracias ─le digo.

─No sé, no todos los días se ven coches grises con cuatro ruedas, estaremos atentos ─me dice riéndose.

Le clavaría el bolígrafo en lo más profundo de la garganta, pero prefiero mantener mi libertad.

Salgo de la comisaría y el tipo sale detrás de mí. Avisa a sus compañeros de que hay que mandar un coche patrulla a mi barrio para investigar un robo. Los policías se ríen y uno de ellos grita:

─¡Ve paseando para allá, señor De Ruedas! En media horita estamos por allí.

Y ríen como idiotas.

Llego a mi barrio después de más de veinte minutos caminando y me desvío a la avenida para esperar a los patrulleros en el lugar del robo.

Hijos de puta.

¿Cómo no iban a reírse?

Al llegar al sitio, he visto una pegatina de color amarillo fosforito pegada en el suelo con los datos de mi vehículo y el logotipo de la grúa municipal. Esta mañana no he visto la pegatina. Sólo he visto que mi coche no estaba y punto. Levanto la mirada y veo una señal de «vado permanente por carga y descarga». Una señal que anoche no vi, obviamente.

Vuelvo a la comisaría entre las risas de esos putos capullos, pago mi multa por mal aparcamiento y me dirijo al depósito de vehículos, dos calles más abajo.

Saco mi coche de allí enseñándole al vigilante mi multa pagada y puedo oír, dentro de mi puta cabeza las risas de ese grupo de maderos.

Sé que ahora será peor. Llegaré a casa y tendré que aguantar las risas de mi mujer.

Si fuese a una terapia grupal, como las de Alcohólicos Anónimos, me levantaría para decir: «Soy De Ruedas y soy alérgico». Alérgico a los putos uniformes y a las placas, pero también a mi puta estupidez.

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