el trabajo de Philippe
«No me gusta; es una
mierda. No tiene vida».
Así me imagino a Renée en su trabajo,
arrugando los bocetos de algún aspirante a artista que trabaja en su bufete.
La buena de Renée Ballet.
Me la imagino levantándose de su escritorio,
rodeándolo y encarando a sus empleados, como la profesora que sermonea a toda
una clase por la torpeza de un alumno.
«Hace años que la gente dejó de comprar
muebles sin más», estoy
seguro de que les dice, «La gente, lo que ahora quiere, es un diseño
personal y versátil: un entramado de órganos que den vida a sus casas. El
próximo que me traiga el dibujo de una mesa, una silla o una puta estantería de
mierda, está despedido».
La severa de Renée Ballet.
No creo que vaya a cumplir con sus
amenazas, pero que me quemen en la hoguera si no es una apasionada de su
trabajo.
Renée nació para diseñar muebles.
Estudió arquitectura superior, pero
antes de levantar su primer edificio, tenía claro cuál era su camino a seguir
en la vida.
Estaba harta de esas casas, todas
iguales, como de barrio residencial de película americana, con la misma
encimera en la cocina, la misma mesita para el té disponible en tres tonos, la
misma estantería para libros y películas, a juego con el mismo mueble para la
televisión en todas y cada una de las casas a las que acudía.
Pronto comenzó a diseñar muebles
personalizados para cada espacio que visitaba, hasta aquel día en que sus
bocetos cayeron en las manos adecuadas, dispuestas a pagarle una buena suma por
un diseño. Ella supo gestionar la situación, pidiendo mucho más de lo ofrecido
por sus creaciones: sabía que era buena. Pronto, comenzó a generar cierta fama
más allá de su facultad entre los eruditos del interiorismo, por lo que no le
resultó difícil reunir un elenco de diseñadores, arquitectos y artistas
dispuestos a trabajar bajo su mando.
La talentosa de Renée Ballet.
Llevo años observándola cada mañana.
Renée se despierta y coge la libreta que la noche anterior dejó en la mesita,
justo antes de apagar la luz —en lo que a mí respecta, creo que jamás la he
visto retirarse de ella—. Después, mientras ojea los bocetos que realizó el día
anterior, se prepara un desayuno ligero.
Cuando termina de desayunar, Renée
prepara una mochila en la que guarda cuidadosamente la ropa que vestirá durante
su jornada laboral. Después, se monta en su moto de carretera, completamente
embutida en su traje de cuero y con un casco que le cubre el rostro por
completo para conducir hasta París. Me gusta la masculinidad con la que mira su
propio trasero en el espejo del recibidor de nuestro hogar, comprobando que
todo está en su sitio.
La erótica de Renée Ballet.
Vivimos en Saint-Denis, en una casa de
dos dormitorios —tres, si contamos el de invitados— y una docena de
habitaciones, cada cual con un toque distintivo que las convierte en espacios
únicos. Renée conduce su moto, justo antes del amanecer, para llegar a París
antes —mucho antes— que cualquiera de sus trabajadores.
Cada mañana, abre las puertas de la sede
central de Les meubles de Ballet, el
fruto de su esfuerzo y talento innato.
Actores y actrices, personajes de la
política, grandes talentos en distintas disciplinas alrededor de todo el mundo…
no hay nadie con cierta importancia social —o con cierto estatus económico— que
no posea al menos una de las creaciones surgidas de la mente de Renée.
La influyente de Renée Ballet.
Sin embargo, tal vez como consecuencia
de la cantidad de años dedicados sólo y exclusivamente a explotar su talento,
Renée no puede considerarse una persona popular.
Renée no acude nunca a las entregas de
premios, ni a las fiestas de celebridades a las que es invitada. Tampoco creo
que haya estrenado nunca la habitación para invitados que ella misma amuebló
hace una década en nuestra casa.
Jamás le he conocido ninguna amistad. No
suele hablar de tal o cuál persona;
en su vida sólo hay clientes y subordinados. Ni si quiera considera a Amandine
una amiga, a pesar de que fueron compañeras de facultad y la primera persona a
la que Renée contrató, hace casi veinte años.
Amandine suele invitar a Renée a tomar
alguna cerveza después del trabajo, pero Renée suele rechazar la invitación.
Amandine le dice que todo irá mejor el día en que salga por ahí, hable con
gente de otra cosa que no sean negocios y consiga enamorarse. Renée se limita a
negar con la cabeza y a pedirle que vuelva al trabajo.
La hermética de Renée.
En cuanto a mí, yo soy Philippe.
Conozco a Renée desde antes de que la
fama le desbordase y, en términos objetivos, soy el único personaje especial en su vida.
Al poco de conocernos, Renée y yo
decidimos compartir piso. Luego, ella se compró su casa y me pidió que la
acompañara. Y así lo hice.
No trates de darle una vuelta de tuerca
a esta historia, ni de buscar el amor —más allá de la amistad y admiración que
nos profesamos—, ni nada de eso. Simple y llanamente, Renée necesita a alguien
para charlar que no sea su médico, y ese alguien soy yo.
Nuestra relación es extraña porque, en
lo que a mí respecta, tampoco soy demasiado social. Renée prefiere no traer
visitas a casa, entre otras cosas, para no tener que explicarles quién soy yo o
por qué vivo con ella. Yo también prefiero que sea así, al fin y al cabo, es
una relación difícil de explicar.
A veces, no puedo negarlo, Renée se
siente invadida por un impulso sexual casi incontrolable, especialmente si ha
bebido. Entonces, aparece ante mí, semidesnuda, con una copa de vino en la
mano.
—Philippe, te necesito aquí —me dice
llevándose un dedo bajo las bragas.
Yo ya conozco la historia, y cómo
después se arrepiente, así que lucho contra mi instinto y me quedo
completamente quieto, observándola. Mi pasividad no impide que, en ocasiones,
ella comience a rozarse contra mí, vertiéndome el vino por encima en sus
espasmos pélvicos hasta que alcanza un orgasmo.
Después se queda como yo, muy quieta,
abrazada a mí.
Se levanta, me pide disculpas y corre al
baño.
La fogosa de Renée.
Suele ducharse después, a veces, incluso
la oigo llorar. Después se asoma al salón y me pregunta si todo está bien, que
lo que ha pasado ha sido un error que no debería repetirse, que no deberíamos
cambiar el tipo de reacción que tenemos.
—Renée, está todo bien —me limito a
decir.
Le sonrío.
Me sonríe.
Vuelve a sus bocetos.
En una de las habitaciones que utiliza
como trastero, Renée tiene cajas llenas de libretas. Todas ellas, con pocas
hojas y completamente garabateadas. Siempre lleva una encima.
Cualquier idea, forma parte de un proyecto
mucho mayor: la creación de una obra de arte única con la que vestir una casa.
El estrés al que está sujeta está
provocado por un cerebro que nunca deja de trabajar. A veces, estalla en
ataques de ira. Arranca las hojas de los cuadernos y las hace añicos o las
quema. Explota en una vorágine destructiva que pulveriza lo que esté al alcance
de su mano: copas, bolígrafos, lámparas de diseño o cualquier otro objeto fácil
de romper. Después de un rato, Renée termina tumbada en el suelo, frágil toda ella,
llorando.
Cuando logra relajarse, se incorpora
entre sollozos, camina hasta la habitación y coge un par de pastillas del cajón
de arriba de su cómoda. Se las recetó el doctor Raphael y, aunque nunca me cayó
demasiado bien ese tipo y yo prefiero que Renée no se medique, he de reconocer
que las pastillas le hacen bien.
Después de tomarlas, se acurruca sobre
mí y trata de acompasar su respiración hasta quedar completamente dormida.
La impulsiva de Renée.
«No me gusta; es una mierda. No tiene
vida». Estoy seguro de
que hoy Renée ha catalogado así el trabajo de alguno de sus empleados.
Ha llegado a casa hace cerca de una
hora.
Se ha quitado la mochila en la que lleva
la ropa con la que ha pasado la jornada de hoy. Traía puesto su traje de
motera.
—Después lo pondré a lavar, ha sido un
día duro —me ha dicho ella.
—¿Quieres algo para cenar? —me he
limitado a decirle.
—No te preocupes, Philippe. Me daré una
ducha y después comeré algo.
He observado su mochila tirada en el
suelo. Cada día, viste su traje de cuero hasta los vestuarios de su oficina.
Allí se cambia de ropa y, después de su jornada laboral, vuelve a vestirse con
el traje de motera. Cuando llega a casa lava la ropa que ha llevado durante el
día; es como si el trabajo apestase a vulgaridad.
La maniática de Renée.
He observado su mochila tirada en el
suelo porque no quería mirarla a ella. Se ha quitado la chaqueta de cuero y me
la ha tirado bailoteando, como haciendo un estriptis. Luego ha seguido
desnudándose por el pasillo, de camino al cuarto de baño, donde se ha duchado
con la puerta abierta.
Hoy, ha bebido.
—¿Qué tal el trabajo, Philippe? —me ha
dicho desde la ducha.
—Bien, ha sido un día tranquilo. ¿Qué
tal tú?
Pero ella no ha contestado.
He oído cómo se cerraba el grifo de la
ducha.
—Philippe, ¿en qué trabajas? —me ha
preguntado después de unos segundos.
—Renée, ¡no me digas que has bebido!
La ducha ha vuelto a funcionar.
—Sólo he tomado un par de cervezas con
Amandine después del trabajo —me ha contestado—. Sigue emperrada en que, lo que
necesito, es conseguir un novio.
—Renée, no me gusta que bebas antes de
coger la moto, joder… cualquier día vas a matarte.
He oído cómo la mampara de la ducha se
abría.
—Philippe, ¿cuál es tu trabajo? —ha
vuelto a preguntarme.
—¡No me cambies de tema, Renée! No
deberías coger la moto después de haber bebido.
—¡Sólo han sido un par de cervezas,
joder! —me ha dicho ella.
Y ha aparecido en el salón con el
albornoz puesto y una toalla a modo de turbante.
—¿Te gusta lo que ves? —me ha preguntado,
enseñándome una pierna por la abertura del albornoz.
—No deberías haber bebido, Renée.
—¡No te preocupes, Philippe, joder! Es
sólo por no oír a Amandine. ¿Te he dicho que no para de insistir en que debería
conseguir un novio?
—Sí, lo has hecho —le digo—. ¿Le has
hablado de mí?
—No, tranquilo —me ha dicho mientras se
iba a la cocina a prepararse un sándwich para cenar.
En un momento dado, he escuchado cómo se
le caía el cuchillo con el que cortaba el pan. Ella ha levantado la voz para
que lograse oírla.
—Philippe, a veces tengo una extraña
sensación… ¿Cuál es tu trabajo, Philippe? —me grita desde la cocina.
La verdad, ha empezado a importunarme,
pero he sabido mantener las formas.
—Renée, trata de relajarte. Come algo y
relájate. No deberías haber bebido…
En un principio, parecía que había
funcionado.
Ella se ha terminado de preparar el
sándwich y ha venido al salón. Se ha sentado en el sofá, frente a mí, con su
sándwich, su albornoz, su toalla a modo de turbante, su libreta y su lápiz.
Estaba dibujando en silencio hasta que
ha parado en seco.
Sus pupilas se han dilatado y ha
comenzado a palidecer.
—Philippe, ¿En qué trabajas? —me ha
dicho asustada.
—Déjalo ya, ¿vale?
—Philippe, por favor, dime en cuál es tu
trabajo.
He negado con la cabeza y he seguido a
mis cosas, sin contestarle.
Sus ojos han comenzado a inundarse.
—Philippe, por favor. Contéstame: ¿en
qué trabajas?
La testaruda de Renée.
—Sólo trabajo en estar aquí —le he dicho
tratando de tranquilizarla.
Se ha levantado y ha caminado como un zombie hasta el dormitorio.
Ha vuelto a los pocos segundos con un
par de pastillas de las que le recetó el doctor Raphael.
Cómo odio a ese tipo.
—Philippe, no estoy para juegos. Dime,
por favor, ¿en qué trabajas?
La he mirado guardando silencio durante
unos segundos. Ella temblaba nerviosa.
He decidido contestarle.
—Soy el primer mueble que diseñaste
cuando aún vivías en aquel piso para estudiantes de Lyon. Soy un sillón con
orejeras del que no has logrado separarte nunca, a pesar de los esfuerzos de
ese hijo de puta de Raphael.
Ella ha comenzado a llorar.
—Soy el fruto de tu imaginación —le he
dicho.
Ella se ha tomado las dos pastillas de
golpe y se ha acurrucado sobre mí, como suele hacer cuando le dan los ataques
de ira.
Descansa, Renée.
Mañana, será otro día.
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