sopla el viento sin parar
Llevaba
varios días apático. Con esa sensación que ya conocía. La experimenté por
primera vez cuando empecé a darme cuenta de que trabajar en un centro de
rehabilitación para yonkis no era para mí. Es una emoción rara: no
estaba triste ni cansado, pero sí más triste y cansado de lo habitual.
Sólo era un día más de mierda. Un miércoles en el que el despertador
suena y tu cafetera empieza a cantar cuando aún es de noche. Un madrugón
injustificado por un sueldo que no logra mantener a mi familia, la esclavitud
del siglo XXI amparada por los cojones de Papá Estado.
Yo y mi dosis de cafeína a medias de subir. Yo, dentro
de un uniforme incómodo, lleno de mugre que no sale por más que lo laves, con
olor a humedad y que provoca irritación en la piel. Yo y mis manos agarrando el
volante de un coche que no me puedo permitir.
Yo y el día a día.
Arranco el vehículo y encaro la rampa que sale a la calle
desde el garaje subterráneo de mi bloque. Los coches aparcados a ambos lados,
esperando para que otro pringao igual que yo los arranque y los saque de
allí, de su número de plaza correspondiente a su número de vivienda dentro del
edificio.
Yo y mi fichero de humanos, archivados en sus pisitos de
mierda, enanos y caros.
Las farolas aún no se han apagado y el motor de mi coche ya
ha superado los setenta grados de temperatura. Enciendo la radio para escuchar
las noticias. Últimamente sólo hablan de tiroteos, de violaciones y de
políticos que son incapaces de hacer su puto trabajo. El único que tienen que
hacer: hablar con otros políticos.
Yo y mi resignación vital.
Yo y mi aborrecer veraniego.
Pero hoy, al encender la radio, no ha sonado la sintonía de
las noticias. La otra noche, coloque un disco en el reproductor de CD y lo
había olvidado. Supongo que «yo y mi memoria de pez».
Una nota sostenida que se convierte en un solo de guitarra,
es engullida por un precioso arpegio. Reconozco al instante el inicio de la
canción “Camino de las utopías”, de Extremoduro.
Decido dejarla sonar y pasar del locutor de radio ─ya van
bastantes mujeres asesinadas para lo que va de año─. Ha sonado, esta canción,
cientos de veces en mi casa y en mi coche, pero hoy, cuando he escuchado el
primer verso, he comprendido que el mundo quería decirme algo:
«Voy buscando lo
que quiero,
averiguando, a mi
manera».
Entonces, hoy no me he fijado en ese barrendero que sopla las
hojas que se caen por la ladera del río con una mochila parecida a las de los Cazafantasmas.
Ni en el autobús que recoge a los chavales en silla de ruedas cada mañana para
llevarlos al campamento, ni en el kiosquero, el que sube el toldo cada día a la
misma hora.
Hoy he avanzado por esas calles como avanzo por la vida: como
flotando en un automatismo patológico.
Pronto, he notado como mi piel estaba tersa y sentía frío por
todo el cuerpo. He vuelto a la realidad con la música muy fuerte. Tan fuerte,
que todo lo demás había perdido tanta presencia que ya no se escuchaba. Me he
descubierto con la radio del coche a todo trapo, como nunca la había
puesto antes.
He girado en la rotonda que baja por el túnel subterráneo, me
he metido en él y he bajado las ventanillas para gritar a pleno pulmón junto a
la banda que sonaba en el reproductor de CD:
«SOOOOOOPLA EL
VIENTO SIN PARAR
PARA QUE VUELVA
PARA QUE
VUELVAAAAAAAAAAAA».
¿Para que vuelva? ¿Qué coño tiene que volver? Pues mis ganas
de todo, ¡joder! De vivir y de sentirme absurdamente bien con la vida absurda
que vivo en este planeta absurdo.
Comienza un solo de guitarra capaz de acelerarme el pulso y
yo piso el acelerador a fondo y pongo el motor a toda hostia en mitad de
ese túnel. Ojalá y me multen para poder reírme en la puta cara de la autoridad.
Si, de repente, chocase contra una columna y todo el túnel se convirtiera en
una bola de fuego, como en las películas que dan los domingos en la siesta, me daría
igual.
Comienzo a llorar, y lloro como hacía años que no lloraba.
Tengo cada puto pelo de mi cuerpo tan de punta que me duele la barba y tengo la
médula espinal tan erizada que tengo la sensación de que voy a correrme vivo en
cualquier momento.
La canción acaba justo cuando estoy terminando de aparcar
junto a mi trabajo. Miro esa puta cárcel con puertas cristaleras que se abren
cada vez que alguien se acerca, me abrazo al volante y sigo llorando como un
niño que ha perdido a su madre.
Respiro hondo, apago el motor y salgo del coche.
Mi compañero de trabajo llega a los pocos segundos. Me mira a
los ojos y los ve aguados y enrojecidos, como dos putos tomates en conserva.
─¿Estás bien? ─me pregunta.
─Estoy vivo ─le digo─. Estoy vivo de cojones.
Esa sensación, ese sentimiento lo conozco perfectamente...me vienen flashes a la cabeza de un chaval melenudo con un walkman y los FEAR FACTORY a tope a lomos de una bicicleta barata por la famosa avenida de las tinajas rumbo a un poligono.
ResponderEliminarAl final, me imagino que es un sentimiento que nos viene dado a todos pero que poca gente es capaz de materializar. Los ingredientes siempre son los mismo: un momento en el que no estás haciendo nada porque estás yendo del punto A al B, buena música que habla por ti en el noventa por ciento de las ocasiones y la sensación constante de que lo mejor está por llegar. Salud y espuma y muchas gracias por tu comentario.
Eliminar