marcas salinas
Después de
abandonar a Martina, decidí cambiar de vida. Quería rejuvenecer a pesar
de mi corta edad. Había sido, la convivencia con aquella mujer, una auténtica
escaramuza de desgaste.
Ya por aquel entonces, mis conocidos tenían mala imagen de
mí. No me invitaban a bodas ni bautizos ni comuniones ni comidas de los
domingos ni pijadas por el estilo. Y, cuidado, que eso me parecía de puta
madre. Lo que no me gustaban, eran los motivos que los llevaban a dejarme fuera
de su lista de invitados.
Al parecer, había ganado cierta fama de borracho problemático
entre mi círculo de allegados y no confiaban en dejarme asistir a un evento en
el que el consumo de alcohol forma parte del ritual estandarizado.
Cuadrilla de cabrones…
Me apunté a la universidad para restregarle por la cara a
esos capullos que De Ruedas podía ser un cabrón respetable. A
psicología. Porque sí. Porque mi viejo odiaba a los psicólogos y porque
a mí se me da igual de mal tratar con cualquiera.
Decidí especializarme en drogodependencias y penitenciaría.
Porque sí. Porque los yonkis y los presos siempre han sido gente con la
que me he llevado de puta madre. Y porque mi viejo siempre me ha odiado
por ello.
La universidad no me sirvió para nada que valiese la pena
demasiado, en serio. Y no quiero ir de especialito underground ni
mierdas así. Es la verdad.
También en la universidad, conocí a Julia.
Julia era una niña de bien. Era el tipo de pija que
estudiaba en la uni porque papi podía darle trabajo en el
gabinete de psicólogos y, así, perpetuar la tradición familiar.
No sé si fue porque era completamente distinta a Martina, o
porque era el polo opuesto a mí o simplemente porque esas cosas pasan,
pero Julia y yo comenzamos una relación que empezó siendo de «hoy echamos un
polvo ocasional» y que acabó siendo de «este domingo comemos con mis
padres».
Y, sin apenas ser consciente de ello, un par de domingos al
mes, mi Peugeot 206 lleno de arañazos y de mierda y con más de una década
vivida, aparcaba frente a la puerta de un caserón insultantemente grande, justo
en el centro de un pueblo humilde.
Mi ropa vieja y ajada, mis ojeras de alcohólico, mi melena y
mi barba y mis cigarros baratos, llamábamos a un timbre de los que tienen una
puta cámara y, así, nadie tiene que hablar: o te abren, o no; después,
avanzábamos por un jardín lleno de flores exóticas y césped bien cuidado, llegábamos
al portón de madera noble, apagábamos el cigarro en un cenicero de jardín ─«una
pieza de artesanía exclusiva de forja y cerámica», me aseguró la madre de
Julia en una ocasión─ y esperábamos a ser atendidos.
Recuerdo que, la primera vez que se abrió aquella puerta ante
mí, sentía que estaba más fuera de lugar de lo que lo había estado nunca en la
vida. ¿Qué coño hacía yo en un lugar así?
A Julia le gustaba presumir de los logros de sus padres. Él
era psicoanalista. Ella, psicóloga infantil. Era fácil sentirte analizado en
cada puta palabra que emanaba de aquellas bocas de mierda.
Nunca le caí bien al padre de Julia. Trabajaba observando el
comportamiento de la gente y pronto pudo ver que yo no era el tipo de novio
perfecto para su hija. No hace falta, por otra parte, haber estudiado
psicoanálisis durante media vida para darse cuenta de eso.
Su madre, por otro lado, sí que me guardaba cierto cariño.
Consideraba que trataba bien a Julia y, además, solía ayudar a Sofía ─la hija
pequeña de la familia, de siete u ocho años─ con las tareas del cole.
Tenía a mi suegra comiendo de la puta mano.
Muy de vez en cuando, acudía a aquel caserón un sábado por la
tarde, con la intención de pasar allí el fin de semana y volver el lunes por la
mañana a la facultad. La verdad, yo no me sentía cómodo perdido en esa ratonera
del lujo y el confort, pero me gustaba mucho oír cómo crujía la mandíbula de mi
suegro cada vez que comíamos el uno frente al otro y no me perdía de vista
mientras bebía, una tras otra, copas de un vino que tenía los mismos años que
yo.
Allí estábamos un sábado por la tarde, Julia, su madre y yo.
Sentados en el jardín, disfrutando de ver cómo Sofía retozaba entre los
aspersores del riego, de una copa de bourbon importado y de un puro habano de
veinte pavos. Con el cenicero de jardín, esa pieza de artesanía
exclusiva en forja y cerámica, entre mis rodillas. Mi querido suegro, hojeaba
el periódico en el salón. ¡Cómo odiaba ese cabronazo compartir espacios conmigo!
─Oye, mamá ─le dijo Julia aquel día─. ¿Podrías decirle a papá
que nos deje el coche?
Yo casi me ahogo con el bourbon. No era, lo de pedirle el
coche a su padre, algo que hubiésemos hablado previamente ella y yo.
─Julia, cariño ─dijo su madre─. Sabes cómo es tu padre. No
creo que le haga gracia que cojáis su coche.
Julia se limitó a cruzarse de brazos y poner gesto de
ofendida.
─¡Eh, Julia! ─le dije yo─. Tu madre tiene razón, joder. Es
normal que tu padre no le deje el coche a nadie.
En realidad, quería decir «Es normal que tu padre no le
deje el coche a alguien como yo», pero preferí no parecer autocomplaciente.
Pero de verdad lo entendía, lo juro.
Ella continuó seria y comenzó a mirar para otro lado. ¡Cómo
son las niñas mimadas! Saben que sus papis serían incapaces de aguantar
una rabieta suya. Y allí se estaba cocinando una pataleta de las jodidas.
─¿Para qué necesitáis el coche? ─peguntó su madre.
─Hay una fiesta ─comenzó a contar, aún enfadada─. Todos,
mamá. TODOS, van a llevar buenos coches. ¿De verdad vais a permitir que nos
presentemos allí con el coche de este? ─dijo señalándome.
Yo no me ofendí.
Entendía que mi suegro no dejase su coche a alguien como yo,
pero también entendía que una niña pija no quisiese aparecer allí con alguien
como yo, además, montada en un coche como el mío. Era del todo comprensible.
─Hablaré con él, Julia ─dijo su madre. Ella empezó a aplaudir
como una niña idiota─. Pero no prometo nada.
─¡Gracias, mamá! ─dijo Julia.
─¡DE NINGUNA MANERA! ─dijo su padre durante la cena, cuando
mi suegra le planteó la petición.
─¡Papá! ─dijo Julia, volviendo al lloriqueo de la tarde─.
Hazlo por mí, por favor.
─Este chico ─dijo él, señalándome─, sólo es un borracho. Es
un tipo problemático que no va a traerte más que problemas. ¡Lo que faltaba!
¿Mi coche? ¡Olvídalo, Julia!
─Hoy no beberá ─dijo Julia.
─¿Qué día no ha bebido desde que lo conoces? ─replicó su
padre.
Odio a la gente que habla de ti como si no estuvieses
delante.
Mi suegra carraspeó.
─No creo que sea la mejor conversación para tener delante de
Sofía ─dijo ella.
Miré a la niña y, en realidad, estaba a su puto aire, mirando
la pantalla de un Ipad con dibujos animados.
─Te digo, papá ─continuó Julia, más relajada─, que hoy no
beberá.
Su padre suspiró. Me miró como el que mira una mierda de
mastín tibetano y cabeceó.
─¿Vas a beber hoy? ─me preguntó sin mirarme.
─No ─contesté.
─¡Miente! ─dijo él─. Conozco a tus coleguitas, ¿lo
sabes? ─continuó, enfatizando en lo ridículo de la palabra «coleguitas»─.
Y sé que te metes en líos cada vez que sales de casa más tarde de las diez de
la noche.
─Pero yo tengo palabra. No beberé.
─¿Lo has investigado? ─preguntó mi suegra.
─¡Claro que lo he hecho! ─dijo él.
─Pues eso es de mal gusto ─dijo mi suegra, defendiéndome─. Es
de mal gusto, incluso para ti.
Al final, aquel gilipollas se sintió culpable y acabó
dejándome las llaves de un Maserati Ghibli en las manos.
─Si me entero de que has bebido, aunque sea un puto sorbo de
algo que contenga un mínimo grado de alcohol ─me dijo en un susurro, mientras
me entregaba las llaves─, te juro que te mataré.
─Soy un hombre de palabra ─le dije.
─Eres una rata de mierda ─me contestó─ y sólo vas a darnos
disgustos. Sé que mi hija acabará mandándote a la mierda. Pero si tocas una
puta cerveza antes de coger mi coche, te mato.
─¡Tranquilo, suegro! ─dije retirándome de él y alzando la
voz, para que su hija y su mujer pudiesen oírme─. Cuidaré de tus tesoros ─le di
a Julia un pequeño azote en ese culito pijo y minúsculo─. De tus dos
tesoros ─y volví a agarrar aquel culo, mientras abría las puertas del coche con
el control remoto. Podía notar como las venas de su cabeza iban a explotar de
la rabia.
─¡Pasadlo bien! ─dijo su madre.
─¡No bebas nada! ─dijo su padre.
Y arranqué aquel coche que valía más que lo que valdría
ninguna casa que yo pudiese comprarme nunca, para dirigirnos a una fiesta de
pijos en otra mansión insultantemente grande.
La verdad, si hubiese bebido algo, lo que sea, seguramente me
hubiese convertido en el alma de la juerga. Pero soy un hombre de palabra,
y eso va muy en serio. Así que no probé el alcohol y pronto le dije a Julia que
aquella fiesta era una mierda.
Muy para mi sorpresa, ella estaba de acuerdo, así que
decidimos irnos de allí.
Julia se había tomado un par de gintonics y no le
apetecía volver a casa.
─Vale, ¿pues dónde quieres que vayamos? ─le dije, arrancando
aquel coche de nuevo.
Ella comenzó a meterme la mano por debajo del pantalón.
─A casa, no ─me contestó.
Así que, nos fuimos a un camino rural que quedaba como a dos
kilómetros de aquella fiesta de mierda y a cinco más de su casa. Recliné el
asiento del copiloto y se lo hice allí mismo.
Me daba morbo pensar que mi suegro estaría preocupado por si
había bebido o no. Desvelado pensando en si estaba haciendo buen uso de su
coche. Pues, ¡mírame, Sigmund putopijo Freud! Montándomelo con tu hija
borracha en el mismo asiento en el que llevas a tu niña a las clases de piano.
Volvimos a su casa después del polvo. Cuando abandonamos del
camino de tierra, abrí las ventanillas para dejar salir el olor a sudor y flujos
y semen. Llegué a la mansión de lujo, abrí el portón del jardín y aparqué el
Maserati con todo el cuidado del mundo. Coloqué el parasol tal y como lo
colocaba mi suegro y allí lo dejé: como si nadie lo hubiese cogido en toda la
noche.
Me fui a la cama satisfecho, sabiendo que no podría
replicarme en lo más mínimo sobre el uso de su coche. Me dormí un rato y, al
poco, me despertaron los gritos de aquel capullo.
─¡LO SABÍA! ─bramaba por toda la casa─ ¡SABÍA QUE ESE NIÑATO
NO ERA DE FIAR!
Abrió la puerta de la habitación donde dormía yo y encendió
la luz.
─¿Qué coño te pasa? ─le dije.
─Me diste tu palabra de que no beberías ─me dijo─. Sabía que
no podía fiarme de ti.
─No bebí ─me limité a decirle.
─¡MENTIROSO DE LOS COJONES! ─gritó mientras salía del dormitorio,
con paso firme y ligero.
Me desperecé y me levanté. Pasé por el dormitorio de Julia y
la desperté. Me hizo gracia pensar que nos ponían a dormir en habitaciones
separadas, como si no pudiésemos follar en un coche.
Salimos al jardín, donde su padre seguía gritando como un
hombre de las cavernas que acaba de descubrir el fuego.
Mi suegra, Sofía, Julia y yo, observábamos cómo se movía
haciendo aspavientos alrededor del coche, mirando de un lado para otro, como si
estuviese haciendo un baile tribal para atraer a la lluvia.
─¿Qué le pasa a papá? ─preguntó Sofía.
─Nada, cielo ─contestó su madre.
─¡LO SABÍA! ─gritaba él.
─No bebí nada ─le limité a decir.
Julia miró a su madre a los ojos y asintió.
─¡Querido! ─le dijo mi suegra a su marido─ La niña asegura
que no bebió nada.
─¡La niña tiene la cabeza comida! ─dijo él─. Este cabrón se
emborrachó como nunca antes de coger mi coche.
─¡Papá ha dicho «ca» y lo que sigue! ─se escandalizó
Sofía.
─¡No hables así delante de las niñas! ─dijo la madre,
tapándole los oídos a la pequeña.
«A una de las niñas, le escuece el coño desde
anoche», pensé yo. Y me dio por reír.
Reía y reía y reía sin poder parar.
Mi suegro me señaló como si señalase a un loco.
─¿Qué es lo que te pasa?
─Que no bebí ─le contesté entre risas.
Él, cruzó el jardín tan rápido como si le hubiesen entrado
ganas de cagar de repente y se metió en la casa sin decirnos nada a nadie. Y no
volvió a hablar con nosotros hasta la tarde. Los domingos por la tarde solíamos
visitar a los abuelos de Julia, otros pijos resabiados. Yo les hacía carantoñas
con la idea de que me metiesen en la herencia.
Nos montamos en el coche. Mi suegro al volante y mi suegra de
copiloto. Detrás, Sofía en su sillita, Julia en medio y yo justo detrás de mi
suegro.
─Sé que bebiste ayer ─dijo.
─No bebí ─contesté.
─Dejadlo ya ─dijo mi suegra.
─No ─dijo él─. No le dejo, porque odio que la gente me mienta
en la cara.
─No te he mentido. ─dije.
─Entonces, ¿puedes explicarme por qué el coche está hasta
arriba de tierra? ─me dijo.
Todos guardamos silencio. Él continuó.
─Cuido a este coche como si fuese un hijo. Lo lavo cada
semana, lo encero cada pocos días y nunca le permito que lleve una mota de
polvo encima ─él, sonrió como un policía sádico que está descubriendo la
verdad─. ¿Cómo es posible que, después de una noche en la que no has bebido
nada ─dijo esto último en tono burlón─, mi coche aparezca con más tierra
que un patatal?
Guardé silencio unos segundos.
─No bebí nada ─me limité a decir.
─¡Ya lo creo que bebiste! ─me dijo─. Y volviste tan ciego que
no podías conducir por la carretera. Por eso te metiste en los caminos de
tierra, para no chocar con nadie.
Entonces, quitó el parasol y, en la luna delantera, se
pudieron ver dos marcas salinas: las huellas sudorosas de los pies de su hija,
justo delante de la cara de su mujer. Justo donde la monté la noche anterior.
Julia miró para abajo. Mi suegra, se puso las gafas de sol e
hizo lo mismo. Mi suegro se quedó boquiabierto y en el coche se hizo el
silencio.
─¿Qué pasa, mamá? ─preguntó Sofía.
─Me metí por los caminos por otro motivo ─le dije a mi
suegro─. Pero soy un tipo de palabra. Si te digo que no he bebido, es porque no
he bebido.
Fuimos a casa de los abuelos de Julia en silencio y volvimos
de la misma forma. Antes de entrar en su casa, el padre de Julia limpió
aquellas huellas en la luna y se encerró en su estudio sin querer despedirse de
nosotros antes de que nos marchásemos a la facultad.
Julia y yo dejamos de entendernos a los pocos meses y nuestra
relación se acabó. Supongo que aquel capullo se alegró de lo lindo. Una especie
de venganza poética.
En fin, no eché de menos a Julia nunca. Creo que siempre fui
consciente de que esa relación no iba a llegar muy lejos. Pero bueno, gané
aquella batalla. Demostré que soy un hombre de palabra.
¡Pijo absurdo!
«¡Se metió por los caminos porque iba borracho!».
Pobre idiota…si me hubiese visto conducir borracho, sabría que no necesito
meterme en ningún camino.
Comentarios
Publicar un comentario