coitus bienjodidus


            ─¡¿Qué coño quieres!?─ le grité al teléfono.

No pasaban de las nueve y media de la mañana y yo me había acostado hacía menos de tres horas. Había pasado la noche con E y con Torres. Salimos por ahí los tres, luego Torres desapareció ─le pasaba muy a menudo cuando iba volado─, y E y yo nos separamos antes del amanecer.

Llegué a casa y me acosté con la ropa puesta. A las dos o tres horas de meterme en la cama, Torres me telefoneó.

─¡¿Qué coño quieres?!─ le grité al teléfono.

─Tienes que ayudarme ─me dijo con voz muy agitada─. Me he metido en un lío.

Me enderecé y rebusqué una colilla con algún resto de tabaco entre las del cenicero. Encontré una con un par de caladas de sobra y la encendí.

─¿Dónde coño te metiste anoche?

─Me acosté con alguien ─me dijo─ y ahora tengo un problema de los gordos.

─¿Te has follado al Papa o algo así? ─le dije desperezándome.

─No es una broma, joder ─se impacientó─. Tienes que venir a mi casa.

Siempre la misma puta historia.

Con Torres, salir de casa era toda una aventura. La verdad, estaba un poco harto de que una vez al mes tuvieses que ir a buscarlo como si fuese un bebé gigantesco de treinta años.

Él solía salir con una chica. Una niña tonta con pasta y sin apenas cerebro. Torres no buscaba más que una tía buena a la que tirarse y que le diese pocos problemas. Sinceramente, nunca me pareció que estuviese buena del todo.

La cuestión es que ese cabrón de Torres nunca llamaba a su chica para que le sacase de los líos. Prefería llamarme a mí y joderme el día: «Tío, no te lo vas a creer, estoy en comisaría». «Me cago en la puta, tienes que ayudarme a encontrar mi coche». «De Ruedas, estoy metido en un lío de cojones». Cada fin de semana, la misma puta historia.

Así que me atusé la barba y salí de casa. Fui paseando hacia la suya. Vivíamos como a diez o quince minutos a pie, pero me negué a coger el coche. Me acababa de joder el domingo por la mañana, que esperase un poco.

De camino, pasé por delante de la casa de su novia y estuve tentado de llamar al timbre y poder decirle: «Perdona. Torres me ha dicho que ha tenido un problema zumbándose a alguien y di por hecho que estaba aquí», pero preferí no ser un hijo de puta porque, al final, uno tiene principios y los colegas son sagrados.
 
Así que, pasé de largo hasta llegar al portal en el que vivía Torres y pronto pude entender lo que pasaba. En la puerta de su bloque, había cuatro o cinco coches de los que están hechos una mierda. También había una docena de hombres llamando a un timbre y gritando a los balcones.

─¡Sal, rubio! ¡Que sólo queremos hablar!


Los pude reconocer enseguida. Eran tipos de los más jodidos de todos. Salvajes de los que viven acinados en parcelas en mitad del campo, más allá del cementerio, sin agua ni luz. Cabrones sin nada que perder.


Me metí en el bar más cercano y me senté junto a la ventana para poder observarlos. Me pedí un café y llamé a Torres.


─Dime que todos los tiraos que están mudando su asentamiento a tu calle no te están buscando a ti.


─¡Joder! ─decía histérico─. Tienes que hacer algo. ¡Quieren matarme!


Oí como esnifaba con fuerza.


─Déjame pensar un poco ­─le dije─. ¡Y deja de hincharte a farlopa, coño! Me vendría de puta madre que pensases tú también.


Colgamos y me concentré en mi café, como las videntes de las películas, como si leyendo los posos pudiese encontrar una respuesta.


Por aquel entonces, E compartía piso con Torres y con un chaval inglés que estudiaba en la universidad y se pasaba los fines de semana viajando.


Volví a llamar a Torres.


─¿Está E en casa contigo?


─No ─me dijo él─. Ahora estoy solo.


Colgamos de nuevo. Apuré mi café y salí a la puerta del bar a fumar.


Esos tipos estaban a punto de trepar la fachada del bloque sólo para matar a Torres en su propia casa.


Saqué mi teléfono y marqué el número de E.


─¿Qué ha hecho esta vez? ─me preguntó al descolgar, con voz somnolienta.


Era increíble que supiese el motivo de mi llamada mucho antes de darme los buenos días.


─Ni idea… hay un grupo de tiraos concentrados en la puerta de vuestro bloque ─le dije yo─. Creo que lo quieren matar.


─Su puta madre… ─se limitó a decir E.


─Estoy pensando en que me dejes tus llaves; entraré a tu casa y trataré de sacarlo del edificio de alguna manera ─le dije.


Él, suspiró larga y pesadamente.


─Estoy en casa de este ─me dijo él.

Este era el tipo con el que E acabó casándose, aunque por aquel entonces sólo eran dos amigos que se acostaban.


La casa del tipo que se tiraba a E, estaba a dos o tres manzanas del piso de Torres, así que me puse en marcha.


Cuando tuve las llaves, volví a casa de Torres y, cuando traté de entrar, una mano rojiza por el sol del campo me sujetó por el hombro.


─¡Eh, tú! ¿Tú no vivirás en el cuarto C? ─me preguntó un tipo rudo con el acento marcado de los tiraos.


─¡Qué va! ─le dije─. Ahí viven unos estudiantes que sólo saben tocar los cojones.


─Pues déjanos subir, que tenemos que hablar con uno ─me dijo otro tirao que estaba apoyado en una furgoneta llena de mugre.


─Me imagino que tienen sus motivos ─le dije yo─, pero aquí también vivimos gente decente, así que no os puedo dejar subir a montar un escándalo. Mejor esperad a que baje él.


«Y El Óscar al actor más cabrón del universo va para…».


─Llevas razón, ompare ─me dijo el que me había sujetado por el hombro, soltándome.


«…¡el puto De Ruedas por su papel en: quieren matar a Torres!».


─Pasen buen día ─dije yo, antes de abrir y meterme en el portal.


Subí saltando los escalones de tres en tres. Tenía demasiada adrenalina como para esperar al ascensor sin que me diese un infarto.


Llegué al cuarto C, llamé con los nudillos, metí la llave y abrí.


Allí estaba Torres, sentado en su sofá, sudando como un cerdo y con una barra de metal en la mano, dispuesto a defenderse de todo.


─Ahora, amigo mío ─le dije dejándome caer en el sillón frente a él─, me vas a contar qué cojones ha pasado.


─Abajo, ¿hay muchos tiraos? ─me preguntó asustado.


─Son unos veinte.


Se llevó las manos a la cara y comenzó a cabecear.


Se encendió un cigarro y comenzó a negar con la cabeza.


Yo, me levanté y me puse una copa del mejor whisky que encontré en esa puta cuadra.


─Tienes la casa hecha una mierda… ─le dije volviéndome a sentar.


─Me van a matar ─me dijo él.


─Todo apunta a que sí ─le dije yo─. ¿Quieres contarme qué es lo que has hecho?


Dio una larga calada antes de contestarme.

─Pues que anoche iba muy pasado de aquí ─hizo un gesto con los dedos, como si bebiese─ y de aquí 
─se llevó un dedo a la nariz, simulando que esnifaba.


Yo lo miré en silencio, di un trago al whisky y le hice un gesto con los ojos, esperando que siguiera hablando.


─Y la cagué ─me dijo─. Me lo monté con una chorba que resultó ser una tirá, como los cabrones que me están esperando en la calle.


─Pero, ¿ella quería que te la follases? ─pregunté.


─¡Claro que quería, joder!


─Entonces ─pregunté─, ¿cuál es el puto problema?


─El problema es que tiene dieciséis años.


Me pilló dándole un trago al whisky y casi me ahogo de la impresión.


─¿Es que eres gilipollas o qué? ─le dije, después de toser el alcohol de mis pulmones.


Él guardó silencio.


─¡Pues claro! ─continué yo─. ¿Qué puta pregunta es esa? ¡Eres un gilipollas de catálogo!


Torres apagó la colilla con rabia contra el cenicero. Sacó otro cigarro, lo encendió y dio una calada larguísima. Después soltó el humo y se apoyó contra el respaldo del sofá, mirando la lámpara del techo.


─Me ha dicho que me case con ella. ¡Es una puta loca! ─continuó─. Cuando le he dicho que sólo había sido un polvo, la zorra se ha ido llorando. Yo sólo quería dormir, pero ha venido toda su puta familia a matarme.


Apuré el whisky y comencé a pasearme por el salón.


No podía concentrarme con tantos ruidos. No dejaban de llamar al timbre, gritar y arrojar cosas por el balcón.


Entonces, tuve una idea.


─Torres, ¿le has hablado de tu chica?


Él hizo el gesto que se le hace a un niño imbécil.


─¡Claro que no! ─contestó.


─¿Ella tiene tu teléfono?


─¿La tirá? ─preguntó. Después negó con la cabeza.


─Vale, pues ya sé qué puedes hacer ­─le dije. Él me miró expectante─. Háblales por el telefonillo. Diles que la llamen, que sólo estabas asustado. Que quieres hablar con ella.


─Estás como una puta cabra si te crees que…─ comenzó a decir.


─¿Qué qué, imbécil? ─le interrumpí─. ¡Se trata de putos tiraos, joder! ¡Esta peña mata a otra peña, ¿no lo ves?!

Guardó silencio unos segundos. Después, hizo un gesto con la mano, para que continuase hablando.

─Pues eso ─continué─, que tú les dices que te asustó, pero que estás enamorado de ella y que vais a casaros y toda esa mierda.

─¿Enamorado? ¿En una noche? ─preguntó Torres.

─¿Qué coño sabrán los tiraos del amor? ─concluí─. Luego, te piras con tu chica y no vuelves a aparecer por esta puta casa ni para cagar.

Torres meditó unos minutos y después accedió.

Yo me escondí en el baño por si algo salía mal ─pensándolo mejor, era un puto milagro si algo salía bien─; aun así, salió tal cual se previó.

Vino la chica con su primo ─un tipo de treinta o treinta y tantos─ y estuvieron hablando con Torres.

─¡No pasa na, ompare! Te las zumbao ─le decía el tirao­­─ y eso ta bien. Pero, ahora, tie que ser pa siempre.

─¡Claro que sí! ─oí decir a Torres─. Sólo estaba asustado.

─Pues apañao ─dijo el tipo─. ¡Dame un abrazo, que semos familia!


Oí cómo el tirao palmeaba la espalda de Torres y cómo se marchaban a por las cosas de la chiquilla.


Para cuando volvieron, Torres ya no estaba por allí. E recibía a un tirao cada día, al que le decía que no conocía a ningún rubio; que él se acababa de mudar a ese piso. En cuanto al chico inglés… en fin, ese guiri casi nunca se enteraba de una mierda.


Torres comenzó a vivir con su novia y, meses después, consiguió convencerla para cambiarse de ciudad.


Sólo volví a verlo unos meses después, cuando discutió con su novia y volvió una noche más a mi ciudad para esnifar e ir de putas, pero eso es harina de otro costal.


Poco a poco, perdimos el contacto y no volví a saber de Torres hasta varios años después, cuando la magia de las redes sociales y de internet me lo pusieron delante como persona que quizás conocía.


Decidí ignorar la sugerencia y seguir con mi vida. Torres no había aportado nada bueno a nadie nunca.


Aun así, he de reconocer que no pude evitar echarle un ojo a las fotos de su perfil y pude comprobar que tenía un hijo.


Miré a mi perro y me resentí de lo injusta que es la vida: yo necesité superar un examen psicotécnico para poder tener un perro de más de treinta kilos en casa. Un carné que demuestra que no soy un tarado que usará a su perro para hacer el mal a nadie. Sin embargo, a alguien como Torres, sólo se le exige saber echar un polvo para traer un bebé a este mundo.


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