Martina




          Estaba tomándome un café cuando me pareció verla por primera vez después de tantos años. Oí su voz, pero sonaba como un instrumento desafinado, mendigando algo caliente que llevarse al cuerpo. Yo levanté la mirada de mi periódico disimuladamente y pude reconocer sus rasgos, aunque realmente estaba hecha una mierda.

Un par de días después, volvió a cruzar por el ventanal de la cafetería ─esta vez no entró─, con su cuerpo menudo y arrugado, con ese aspecto tan jodido.

Decidí dejar el dinero del café en la barra sin esperar el cambio y salir de allí rápido para poder seguirla.

Llegamos a ese parque gigantesco que hay en el centro de la ciudad, justo al norte del río, el que tiene una iglesia en medio, y pude ver cómo ella se sentaba en la puerta con la mano tendida, esperando las limosnas de viejas y fachas que necesitan limpiar su alma.

Martina… mi buena Martina, la que fue el amor de mi vida ─o al menos así lo creía durante mi adolescencia─.

Nos conocimos cuando me fui de casa. Yo aún no tenía los dieciséis años. Ella había pasado los dieciocho.

Comenzamos nuestra relación el día que nos acostamos estando ella bastante borracha y yo demasiado desesperado. Poco después de aquello, descubrí que ella tenía novio desde hacía dos o tres años, pero que lo quería dejar por haberse enamorado de mí.

Yo era tan joven que aún no sabía si estaba o no enamorado de alguien. Me habían dado a probar un coño y eso es más de lo que cualquier adolescente puede esperar, así que decidí aceptar el día en que ella me propuso que viviésemos juntos.

Después, todo se convirtió en decadencia y destrucción.

Pronto me di cuenta de que era realmente ciclotímica y explotaba de vez en cuando sin que nada la hubiese provocado. Rompía vajillas enteras en sus ataques de ira, me arrancaba las páginas de los libros, me golpeaba con cualquier cosa que tuviese a mano… ella era pequeña y menuda, pero su ira podía llegar a hacerme sangrar. Después de desatar tanta rabia y destrucción, se abrazaba a mí llorando y pidiendo disculpas mientras me quitaba la ropa. Entonces follábamos de la manera más sucia, como si tuviese una especie de fetiche extraño basado en el arrepentimiento.

Y así era Martina: una ninfómana bipolar.

Y nuestra vida siguió como en las canciones casposas de amoríos tóxicos. Gastábamos dinero en arreglar los destrozos que Martina provocaba al menos dos veces por semana y practicábamos sexo enfermizo antes y después de ir a las tiendas de muebles.

Cuando llevábamos un par de años viviendo juntos, Martina llegó a casa llorando. Su jefe la había despedido.

Ella trabajaba en una tienda de comestibles desde hacía varios meses y su jefe estaba encantado con su desempeño. Yo no podía entender cómo entonces la habían despedido sin dar ninguna explicación, sin ningún tipo de indemnización y sin derecho a absolutamente nada.

La valentía y la testosterona del joven enamorado, me hizo ir a aquella tienda a espaldas de Martina con la intención de poner a ese cabrón en su sitio. Sin embargo, su jefe me explicó que había descubierto a Martina robando dinero de la caja en varias ocasiones, que la había avisado al menos dos veces y que no le quedó más remedio que despedirla.

Me quedé con cara de gilipollas y volví a casa. Allí estaba Martina, completamente borracha, semidesnuda en el sofá. Le pregunté si era cierto lo que me había dicho su jefe. Ella me tiró la botella de vino a la cara, pero yo pude esquivarla y se estrelló contra la pared, manchándolo todo de vino tinto y cristales rotos. Después, se tiró al suelo a llorar. Yo la miraba desde arriba paralizado, sin saber cómo reaccionar. Entonces ella se enderezó un poco, se secó las lágrimas con las palmas de la mano, desgarró su camiseta dejando su pecho al descubierto y comenzó a arrastrarse hasta mí. «Martina, tenemos que hablar», comencé a decirle. «Shhhh», me dijo ella para que me callase, mientras seguía avanzando hacia donde estaba yo. «Martina, para. Esto es grave», le volví a decir. Pero ella se limitó a sacármela por encima del pantalón y comenzar a chuparme.

Cuando terminó de hacerme una mamada, me dijo que necesitaba dormir y se marchó a la cama. Yo me quedé recogiendo los cristales rotos del salón.

Desde el día en que Martina perdió su empleo, yo comencé a hacer horas extra en un bar en el que trabajaba. No lograba entender cómo, ganando más dinero que antes, nos resultaba imposible llegar a fin de mes.

Martina comenzó a dormir de día y a pasar la noche en vela haciendo Diossabequé. A mí tampoco me dejaba dormir. Venía constantemente al dormitorio para preguntarme si ya estaba despierto, me proponía planes absurdos, como ver una película a las cuatro de la mañana o se ponía a ordenar el armario. «¡Joder, Martina! ¡Mañana tengo que ir a trabajar!», le gritaba yo. Y ella me arrojaba a la cara lo que fuese que tuviera en las manos, sin importar si era duro o pesado, y se marchaba del cuarto gritando.

Pronto descubrí que el sexo desenfrenado, los robos y los cambios de humor se debían al consumo excesivo de cocaína que Martina había mantenido en secreto.

Yo, por aquel entonces, tenía unos diecisiete. Y, lejos de enfadarme por las mentiras de mi pareja, me sentía rabioso por no haber podido estar tan colocado como ella. Supongo que el amor propio es un regalo que nos hace la madurez.

Así fue cómo Martina dejó de esconderse y yo comencé a drogarme con ella.

Dejamos de comer. Todo el dinero que ganábamos servía para comprar alcohol y cocaína. Nos agredíamos el uno al otro constantemente. Nos insultábamos, nos golpeábamos, rompíamos las pertenencias del otro y, después, nos follábamos como salvajes.
 
Perdí mi empleo porque prefería quedarme en casa con Martina antes que aguantar al gilipollas de mi jefe y dejamos de pagar el alquiler. El poco dinero que podíamos sacar de aquí o allí ya no era suficiente para saciar nuestra hambre voraz de cocaína.

Eso hizo que la situación en casa se tensase y discutiésemos más y más intensamente.

Nuestro casero quería llamar a la policía, nuestros vecinos querían llamar a la policía, nosotros queríamos llamar a un camello que nos fiase la cocaína.

La situación se volvió insostenible. Lo vi claro el día en que me levanté antes que Martina y vi nuestra casa. Mi colección de libros estaba desperdigada por el salón. Pude salvar uno o dos. Los discos de vinilo que un día fueron de sus padres, ahora estaban rotos por todas partes. Había botellas vacías, quemaduras de cigarro en el parqué del suelo, mierda en cada rincón de aquel bonito piso.

Encontré mi libreta, en la que escribía poesías, tirada en mitad de un charco de whisky. La hojeé y pude ver cómo sus páginas estaban pegadas por la humedad y manchadas de sangre por las heridas que Martina y yo nos hacíamos. Arranqué una hoja y dejé una nota en la cama, junto a la cabeza de Martina sobre mi almohada:

«Martina, te amo. Te amo tanto, que me tengo que marchar. Si no lo hago, acabaremos matándonos el uno al otro».

Y me marché para no volver a verla hasta diez o quince años después.

Me senté en un banco del parque para observar cómo mendigaba. Estaba realmente jodida.

Mientras la miraba, tenía la sensación de que estaba enferma realmente, mucho más enferma de lo que yo pude apreciar en nuestros años de relación.

Pensé en mi vida, en cómo ha avanzado por otras vías y no pude evitar sentirme culpable por la situación de Martina. Seguramente mi abandono tuvo mucho que ver con su desenlace vital.

Pobre Martina. Aún hoy lloro a solas cuando pienso en ella.

Siendo sincero, creo que, si me hubiese quedado en aquella casa y nos hubiésemos matado el uno al otro, todo hubiese sido mejor para ambos.

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