dos propinas



Los rayos de sol se reflejaban en mis gafas de sol polarizadas mientras paseaba por el centro. Me gusta pasear por el centro por el anonimato que se respira allí. En mi barrio, acaba pasando como en cualquier pueblo o zona pequeña: nos conocemos todos. Los vecinos beben cerveza en los mismos bares que tú y sus hijos van al mismo colegio que tus sobrinos y, tarde o temprano, acabas teniendo una relación forzada basada en la cordialidad con todos ellos.

En el centro, todos andan en su dirección, a lo suyo y sin fijarse demasiado en los demás. No es que tenga nada que ocultar a mis vecinos, es sólo que la mayoría de las veces no sé cómo actuar cuando me encuentro con ellos y me incomoda demasiado tener que alargar el saludo a una pequeña charla. 

Pasear por el centro me resulta más cómodo que hacerlo por mi barrio. 

Aquel día, los rayos de sol se reflejaban en el cristal de mis gafas de sol polarizadas mientras caminaba por el centro. Muy directo, a lo mío, sin fijarme demasiado en los demás.

Pensaba en hacer un regalo a mi mujer. Agradecerle, de alguna manera, que respetase mi necesidad de caminar solo de vez en cuando, especialmente, cuando lo hacía por el centro para evitar a mis vecinos.

Me acercaría a esa librería del centro, la que tiene varias plantas, y elegiría un par de novelas negras. Siempre le han gustado. Quizás alguno de los clásicos de Agatha Christie en alguna edición con los detalles cuidados. A ella le apasionan ese tipo de ediciones. O quizás alguno de los nuevos autores del género. 

Después, me alargaría a una de esas tiendas especializadas en informática y audiovisuales y buscaría un par de discos de música de los que ella suele escuchar. Sí, le haría un buen regalo como agradecimiento por concederme mi espacio y respetar mis numerosas manías.

Estaba de buen humor.

Interrumpí mi paseo para escuchar a un joven que tocaba la guitarra en la calle. El tipo lo hacía muy bien. Me recordó mucho a mi juventud. Yo también tocaba la guitarra y tenía ese aspecto despreocupado. Esa melena indomable y esa maraña de barba descontrolada. Muy como yo, especialmente en mi juventud, ese chico era muy delgado y tenía la mirada triste. Lo que más me sorprendió fue su timbre de voz: áspero y ronco por el tabaco y el alcohol, justo como el mío, especialmente cuando cantaba.

Le dejé una moneda en la funda de su guitarra y él levantó la mirada para sonreírme. Yo le devolví la sonrisa. Él veía su imagen reflejada en mis gafas de sol polarizadas, yo veía en él mi reflejo de hacía veinte años. Fue un momento especial por su curiosidad y decidí archivarlo en mi memoria para compartirlo con mi mujer cuando llegase a casa: «Toma, esto es un regalo para ti, he pensado mucho en ti durante mi paseo y quería tener un detalle contigo. ¡Oh, no exageres! Sólo son unas cositas sin importancia. Por cierto, ¿recuerdas mi aspecto cuando nos conocimos? ¡No te lo vas a creer! ¡Hoy me he encontrado a un chico muy parecido!», ensayaba en mi cabeza yo, practicando lo que le diría al llegar a casa.

Antes de llegar a la librería, pasé frente a un pequeño kiosco en el que aproveché para comprar la prensa del día. Me gusta comprar el periódico dominical, con sus entrevistas y reportajes especiales. El suplemento de los domingos suele ser una buena inversión: se nota que es el fruto del trabajo de un equipo durante toda una semana.

Uno de mis vicios sanos es el de hacer introspección en la bohemia que aún conserva la ciudad desde mediados del siglo pasado, así que suelo leer el suplemento dominical sentado en un lugar tranquilo, antes de llegar a casa, como si por hacerlo compartiese espacio con otros intelectuales interesados en las entrevistas y reportajes especiales.

Miré mi reloj de pulsera y vi que aún era temprano, por lo que decidí parar en una cafetería a leer el periódico y a tomar un café con una tostada.

Entré en una que me venía de paso y procuré buscar un lugar apartado en la barra. Como no lo encontré, decidí sentarme en una mesa del fondo, observando la barra para ocupar la esquina en el momento en que la pareja que allí charlaba saliese del local. Nunca he entendido esa manía mía, pero es sólo una de tantas: buscar un lugar en la barra en el que pueda estar apartado.

Pedí un café sólo con hielo, sin azúcar y una tostada de pan con tomate triturado y aceite de oliva.

Comencé a hojear el diario con la punta de los dedos, procurando no mancharlo de aceite, mientras con la otra mano me comía la tostada.

De vez en cuando, soltaba la tostada y daba un trago al café, aprovechando para bajar el periódico y mirar disimuladamente a la barra.

Aquella pareja comenzó a mirar a ambos lados de la barra y a recoger las bolsas, llenas de ropa recién comprada, del suelo. Era el momento, aprovecharía que el camarero se acercase a ellos para cobrarles, yo le pediría un zumo de naranja o una segunda tostada, moviendo mi espacio a la esquina de la barra, justo delante de la tragaperras, en un sitio donde nadie pueda molestarme.

Así que comencé a reagrupar mis cosas, a enrollar mi periódico y meterlo debajo del brazo, a coger con una mano la taza de café y con la otra el plato con la tostada.

Pero, al parecer, la pareja había pagado por adelantado y yo no disponía de aquellos preciados segundos con los que había contado previamente, por lo que, justo cuando me dirigía hacia la barra, la pareja salía de la cafetería y a la vez entraba un joven que ocupó su lugar en la barra.

Puesto que ya era demasiado tarde para volver a mi mesa, disimulé sentándome en la barra, al lado del joven que acaba de entrar, al que pude reconocer de inmediato, en el momento en que se descolgó la guitarra del hombro y la dejó a un lado: era el músico callejero que tanto me había recordado a mí.

—¿Me pone un café solo, con hielo? —dijo el chico—. Y de comer, una tostada de… —dudó, como sin saber qué pedir. En ese momento, llegué a su lado y él miró disimuladamente mi plato— de tomate, por favor.

Las coincidencias comenzaron a asustarme. ¿Cómo era posible que estuviese sentado al lado de mi mismo hacía veinte años?

Sentí un escalofrío por la espalda en el momento en que le trajeron el café y él apartó el sobrecito de azúcar.

—Puede guardarlo. Gracias —le dijo al camarero. Y comenzó a tomarlo tal y como le llevo tomando yo más de veinte años: solo, con hielo y sin azúcar.

Volví a desenrollar mi periódico y comencé a fingir que lo leía. No podía parar de observar aquellos ojos caídos, como los de Al Pacino en Tarde de perros, justo como han sido los míos durante toda mi vida. Oscuros y taciturnos. Con ojeras y depresión, que tan siquiera se encienden cuando su dueño sonríe.

Se relamió los labios para eliminar el exceso de aceite y pude ver cómo asomaban sus dientes, un poco separados, tal y como los tuvo mi abuelo, y mi padre y yo mismo.
Agarró un periódico deportivo que descansaba en el extremo de la barra y o comenzó a hojear de atrás a adelante, tal y como lo hace mi madre, al revés de casi todo el mundo.

Observé sus manos huesudas y sus dedos largos y fuertes, tal y como son los míos.

Estaba empezando a sentirme obsesionado. Realmente, sólo era un joven de veintipocos. Uno de tantos que, como tantos otros, tenía media melena y barba, estaba delgado y tocaba la guitarra.

Sólo era un chico normal que me recordaba a mí de joven, pero ¡qué coño! Yo sólo fui un chico normal cuando era joven.

Procuré centrarme en mi lectura para restar importancia a la situación. Me estaba dejando llevar por la paranoia, y eso no lo podía permitir. Tal vez el problema es que evito demasiado hablar con otros seres humanos y eso me hace susceptible a creerme especial y, en realidad, todos nos parecemos tanto que nos podríamos ver reflejados en otros.

Pero, al pasar la página de mi dominical, mi mirada se cruzó con su nariz: grande y alargada, con un caballete que la antoja partida y un lunar en el perfil izquierdo, justo a la altura del pliegue de la aleta que hace ese orificio nasal… justo como es mi nariz.

No pude evitar mirar su huesudo cuello, con esa nuez exageradamente grande asomando debajo de los rizos de su barba.

Miré al resto de gente que estaba en la cafetería sólo para ser consciente de que, con el resto, tendría una o dos cosas en común, pero no un número tan exagerado de ellas.
Seguí observando al chico tratando de calcular su edad: unos veinticinco.

Eso abría un preocupante abanico de posibilidades: yo llevaba veintidós años de relación con mi mujer entre el noviazgo y el matrimonio. En todos estos años, no habíamos tenido hijos, sobre todo, por mi constante negativa a traer gente a este mundo.

Pensé en todas las relaciones —esporádicas o no— que había tenido tres o cuatro años antes de conocer a mi mujer. Luego pensé en aquellas que había tenido en ese lugar en concreto y, aunque había un número considerable, no había que descartar a aquellas que no vivían en esa ciudad, ya que siempre pudieron cambiarse de sitio.

La posibilidad de que ese chico fuese hijo mío era matemáticamente plausible

Sin embargo, con ninguna de las personas con las que me había acostado había terminado tan mal como para que no pudiera haberse puesto en contacto conmigo si sospechaba que estaba embarazada.

¿Y si alguna de ellas, aun sabiendo de su embarazo, decidió no decirme nada?

No, la idea era una locura ¿Qué mujer en su sano juicio se quedaría embarazada por accidente y no diría nada al padre?

¿Cómo entablar una conversación con el chico en el que me dijese si conoce a su padre biológico sin parecer un completo enfermo?

En mi cabeza se agolpa la posibilidad de que esté frente a mi vástago y el vértigo me separa de la realidad por unos instantes.

Trato de encontrar en él más detalles que me describan y mi mirada disimulada a través del periódico dominical, se cruza con su mirada disimulada a través del periódico deportivo.

¿Por qué me mira?

¿Tal vez, tal y como me ha pasado a mí, se ve reflejado en mi rostro? Sorbo el café y, de reojo, soy capaz de ver cómo me observa entrecerrando los ojos para enfocar, truco que todos los miopes conocemos por su utilidad.

Miope.

Como mi abuela.

Como mi padre.

Como mis hermanos y yo.

Vale, relájate, ¿quieres? ¿Qué porcentaje de la población mundial es miope?

Saco mi teléfono para consultar el dato en internet y, como si me hubiese recorrido un impulso eléctrico, un recuerdo me viene a la memoria.

 *     *     *

Debía de tener unos dieciocho o diecinueve años. Aquella noche, habíamos bebido mucho. Recuerdo que no me apetecía volver a casa y que todas —absolutamente todas— las ideas que nos surgían, nos parecían buenas.

Éramos un grupo de chicos recién salidos de la adolescencia, con ansias de comernos el mundo y con una prisa desmedida por ingresar en el mundo adulto.

La testosterona corría por nuestras venas invadiendo nuestra sangre de estupidez cavernaria y sexual.

Alguno de nosotros —puede que incluso fuese yo mismo—, propuso una forma rápida de ganar dinero de forma legal.

Nos pusimos en marcha.

Debían de ser las diez de la mañana. Llevábamos bebiendo desde la noche anterior y nunca pensamos en las consecuencias.

Lo hicimos.

Con nuestro DNI en la mano, prueba irrefutable de nuestra recién estrenada mayoría de edad.

Aquel grupo de chicos, todos, donamos semen aquella mañana.


*     *     *

Donar semen. Un gesto noble en favor de aquellas personas que no pueden concebir hijos de otra manera, qué duda cabe, siempre y cuando se haga conscientemente, no puedo negarlo.

Pero la carga ética que plantea el hecho en sí mismo me haría estremecerse hoy por hoy.

A parte, ser mayor de edad ante la ley, no te completa como adulto consciente.

¿Qué haya un hijo mío del que no sabía nada?

La posibilidad de abrumó.

Si yo, en aquel entonces, tendría como dieciocho o diecinueve años y el chico, ahora, tenía unos veinticinco, ¿cuántos años debería haber estado mi semen congelado como para fecundar a su madre? ¿Unos siete?

Activé mi teléfono, aunque ya no me resultaba tan importante cuál es el porcentaje mundial de miopes.

La búsqueda sería otra: «¿Cuánto tiempo puede estar congelado el semen sin que se vuelva inútil?».

Estoy dando por hecho que mi semen era de buena calidad, tal vez la pregunta al buscador de internet debería ser. «¿Qué porcentaje de jóvenes adultos que beben casi a diario tienen un semen de mala calidad?». Me imagino que, en los bancos de esperma, rechazarán el semen de peor calidad.

Pero, el chico, SIGUE MIRÁNDOME.

Entonces, mis recuerdos se desprenden de mi cerebro, como si la llegada a mi memoria de aquella mañana, hace casi treinta años, hubiese provocado un efecto dominó en mi subconsciente. ¿y si, en lugar de veinticinco años, el chico tuviese veintidós?

Eso supondría que, en el momento de su gestación, yo ya estaba saliendo con mi mujer. Llevaríamos saliendo alrededor de un año. Las fechas coincidirían con mi desliz.

*     *     *

No estaba seguro de que mi mujer pudiese perdonarme. Me imagino que yo pensaba que mi pesar de conciencia sería suficiente castigo para el resto de mi vida. Pensaba mal, claro está. Me equivocaba, porque yo había olvidado aquello.

Adoro a mi mujer.

Siempre lo he hecho.

Pero aquello… eso no estaba programado.

Aún no era una relación consolidada, la mía con mi mujer, quiero decir. ¡No llevábamos ni un año juntos! No vivíamos juntos, no teníamos el mismo grupo de amigos y casi nunca hacíamos planes en común más allá de nuestra quedada diaria de media hora para contarnos qué tal el día.

Estoy seguro de que, si hubiesen existido los móviles, como ahora, por aquel entonces nos hubiésemos limitado a llamarnos por teléfono.

Entonces apareció una chica.

Era realmente atractiva y yo no estaba seguro de si mi relación con mi mujer iba a ser para siempre.

Me vi con aquella chica un par de veces, puede que tres.

Sólo era sexo.

No había paseos, no había complicidad, no había nada de lo que compone una relación.

Sólo sexo.

No sé qué fue lo que detonó mi decisión, pero un día, sin más, dejé de verla.

Me sentía sucio y quería volcar toda mi energía en la relación que había empezado con mi mujer. Con la misma que me casé años después. Con la misma que sigo hoy. Con la misma que no he tenido hijos.

Aquella aventura se terminó sin más, ¿sabes por qué? Porque es la primera y única que vez en mi vida que he borrado todo tipo de contacto con una chica con la que me haya acostado.

Aquella chica no sabía mi dirección, ni el teléfono de mi casa, ni mis apellidos, ni mi lugar de trabajo. No sabía nada.

Sólo sabía que me movía por unos garitos que dejé de frecuentar y que hoy ya no existen.

Es la única vez en mi vida en que pude dejar embaraza a una chica con la que me he acostado y ella no habría podido localizarme ni aunque se esforzase por hacerlo.

Pero sólo nos acostamos un par de veces, puede que tres. Una o dos veces más de las necesarias para dejarla embarazada.

*     *     *

Me urgía preguntarle a ese chico su edad. Necesitaba aclararlo todo. ¿Cómo empezar una conversación donde la edad surja como un tema normal? ¿Tendría los santos cojones de preguntarle la edad bajo la excusa: tengo un hijo que tendrá, más o menos, tus años? No, nunca he sido tan caradura.

Pero la conversación, no surgió nunca.

El chico se levantó, pagó su desayuno, se colgó su guitarra y se marchó, no sin antes, volver a mirarme con los ojos entornados y la cabeza un poco ladeada, como cuando le preguntas a un perro si quiere salir a pasear.

Salí de la cafetería con la misma sensación con la que debe bajar del ring un boxeador novato.

Pasé por la librería de varias plantas y compré un libro de Agatha Christie. Una reedición de un clásico con los detalles muy cuidados. También compré un libro de novela negra de un escritor novel.

Luego me crucé hasta una de esas tiendas de informática y audiovisuales y compré un CD recopilatorio de Peggy Lee, uno que incluía su versión de Fever. Mi mujer lleva bailando con esa canción casi desde que la conozco.

Después, en el metro, de camino a casa, pensé en que, tal vez, todo lo que me había pasado era fruto de mi paranoia. Que, tal vez, ese chico me miraba sólo porque yo le miraba a él.

No podía evitar sonarme autocomplaciente. Me sentía como un niño que trata de crearse excusas que le dejen confiar en los Reyes Magos, al menos por un año más.

En casa, le entregué a mi mujer los libros y el CD.

No le dije nada del discurso que traía ensayado. Cuando me preguntó el motivo, me limité a sonreír y a excusarme al baño.

Hijo de una fecundación artificial realizada con mis espermatozoides.

Hijo bastardo de una relación adúltera.

Nada de eso, y sólo un joven que se parece a otros jóvenes, incluyéndome a mi cuando lo era.

No lo sé.

Prefiero no pensar demasiado en ello.

Algunas noches, me despierto sobresaltado, con el corazón palpitándome como si quisiera salirse por la boca, y el brazo izquierdo dormido.

Me levanto, me voy al mueble de las medicinas y me tomo un lorazepam de un miligramo.

Me siento un rato en el sillón y me digo a mí mismo que todo está bien, a pesar de que he cambiado el destino de mis paseos solitarios por temor a encontrarme con ese chico de nuevo.

Después, vuelvo a la cama y trato de convencerme a mí mismo de que no hay nada que ocultar, de que no tengo nada que confesarle a mi mujer, de que soy ese niño que busca una excusa para seguir confiando en los Reyes Magos, al menos, por una noche más.

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