compartiendo piso, parte 2
Durante algún tiempo,
compartí piso con mi colega El Calvo. No es que estuviera calvo
realmente, pero se rapaba constantemente la cabeza, así que comenzamos a
llamarle calvo hasta que a todos —o al menos, a mí— se nos olvidó su
verdadero nombre.
En fin, El Calvo es un tío de
puta madre y todo eso, pero la convivencia con él se me hacía casi imposible.
La razón es sencilla: El Calvo se pasaba el puto día colocado. Y, ¿sabes
qué era lo peor? Que yo también me pasaba el puto día colocado. Nuestra casa
era una jungla en casi todos los sentidos.
Lo conocí a través de una amiga en
común. Él compartía piso con esa amiga y yo lo hacía con una artista adicta a
todas —absolutamente TODAS— las drogas. Artista y drogas: una mezcla que
destrozaba mis nervios.
Yo estaba hasta los cojones de las excentricidades
de mi compañera y nuestra amiga estaba hasta los cojones del Calvo.
Por lo que nos presentó y nos animó a vivir juntos.
Ambos deberíamos haber sido conscientes
de que aquello no funcionaría desde el mismo día en que nos conocimos.
Nuestra amiga nos citó a ambos en un bar
para que comiésemos algo y nos conociésemos mejor, nos presentó y nos dejó solos.
A la hora, nos habían echado del bar.
Él estaba completamente fumado y yo
había bebido para calmar los nervios. La euforia se mezcló con el nerviosismo,
comenzamos a proponer brindis, una cosa llevó a la otra y acabamos esnifando en
el retrete para conseguir reponernos un poco.
Aquella noche fue toda una epopeya de la
cual ninguno de los dos recordaríamos una mierda, pero ambos teníamos una lista
de normas para nuestra nueva casa escritas en la servilleta de un kebab.
Así comenzó la búsqueda de un piso en el
que dejasen vivir a dos colgados y a un perro. Siempre fallaba algo. A veces,
íbamos a ver el piso y El Calvo iba completamente fumado. Otras, yo
acababa balbuceando a la hora de discutir los precios porque iba colocado de
mescalina. Otras, simplemente el casero veía a kilómetros que éramos dos
cabrones de los que no se podía fiar.
Por fin, conseguimos una pobre mujer a
la que engañar. Era una señora de mediana edad, prejubilada y viuda. Nos
alquilaba su piso por una miseria y nosotros dábamos por culo a los vecinos lo
justo.
Y no es por fanfarronear, pero, teniendo
en cuenta la cantidad de mierda que se consumía en nuestra casa en un sólo día,
era un milagro que los G.E.O. no apareciesen por la puerta en cualquier momento
y, sobre todo, que nos llevásemos bien con todos los vecinos.
La mierda nos comía casi literalmente.
Hicimos un cuadrante de limpieza que podíamos saltarnos utilizando un comodín:
pasear a mi perro. Fue la época más feliz para mi perro, que salía a pasear
cinco o seis veces al día.
La pila de cacharros se lavaba cuando
era estrictamente necesario, es decir, cuando no quedaba un sólo vaso en el que
ponerse una copa o una taza en la que tomar café.
Nuestra dieta oscilaba entre los snacks
y los platos precocinados. Muy de vez en cuando, preparábamos macarrones y lo
considerábamos alta cocina. El hecho en sí de cocinar suponía un desgaste
desmedido: demasiado tiempo delante de un fogón para dos tipos tan drogados que
son incapaces de mantener la atención durante una actividad cotidiana.
Observándolo en perspectiva, entiendo
que nuestra esperanza de vida no fuese especialmente generosa.
En fin, tampoco teníamos lo útiles
básicos para una cocina. No teníamos un colador, ni uno de esos escurreverduras,
ni nada parecido. Así que, cuando hacíamos macarrones, vertíamos el agua en el
fregadero, haciendo equilibrios para evitar que la comida callese en el lodo
que formaba el agua estancada y la pila de cacharros sucios.
De vez en cuando, los macarrones se nos
caían entre los platos sucios, los recuperábamos y los limpiábamos como bien
podíamos bajo el grifo. Era cuestión de tiempo que nos ocurriese aquello: una
infección gástrica que casi mata al Calvo y que a mí me adelgazó como diez
kilos.
Cuando dieron de alta del hospital a mi
compañero de piso y ambos nos vimos un poco recuperados, decidimos invertir
algo de dinero en comprar un escurreverduras en un todo a cien del
barrio.
Teníamos un bote en el cual íbamos
metiendo las monedas de cinco, dos y un céntimo que nos sobraban de las compras
diarias. Lo vaciamos y contamos su contenido: un euro con noventa y siete
céntimos.
En la sección de menaje de la tienda,
buscábamos cualquier tipo de colador que se ajustase a nuestro presupuesto. Lo
había, pero después de meditarlo bien, decidimos comprar un librillo de papel
de liar ─0´85 euros─ y un litro de cerveza ─1´00 euros─.
La cuestión es que, en aquella tienda de
baratijas del barrio, encontramos a una chica que nos saludó familiarmente. El
Calvo y yo, charlamos de camino a casa y coincidimos en no conocerla de
nada, aunque no se lo dijimos a ella.
Cuando llegamos a nuestro piso,
guardamos los doce céntimos restantes de nuevo en el bote y comenzamos a usar
una camiseta vieja para colar los macarrones.
Unos días después, nos sorprendió que
nuestros vecinos de rellano, justo los que teníamos puerta con puerta,
comenzaron una fiesta que se alargó durante bien entrada la noche. El Calvo y
yo, cuando íbamos muy ciegos y deberíamos habernos ido a dormir, decidimos
tocar el timbre de aquella casa.
Nos abrió una chiquita que pronto
reconocimos como la que nos encontramos en la tienda unos días antes.
Se acojonó al vernos y nos pidió que no
llamásemos a la policía. Nosotros le dijimos que sólo queríamos apuntarnos a la
fiesta. Al parecer, los padres se habían ido de viaje o noséqué y su
hermano mayor había aprovechado para ir a pasar el fin de semana a casa de su
novia. Ella, al verse sola en casa, decidió dar una fiesta para sus compañeros
de clase.
Sólo eran unos chavales tomando litros
de cerveza que se habían quedado calientes porque tardaban demasiado en
bebérselos, pero al Calvo y a mí nos pareció de puta madre quedarnos en
la fiesta.
Pronto tuvimos que ir a nuestra casa a
por más alcohol. El Calvo salía al balcón rodeado de chavales para fumar
canutos y yo ponía copas de tequila a todo aquel que se riese de
nuestras anécdotas.
Dos horas después de nuestra llegada,
aquella casa se había convertido en un auténtico estercolero. Las bebidas se
caían, El Calvo escupía en el suelo y yo esnifaba rayas de cocaína sobre
la foto de la boda de los padres de la chica.
Al día siguiente, cuando era casi
mediodía, El Calvo y yo despertamos en el sofá de aquel salón sin
recordar demasiado lo que había ocurrido. Buscamos a la chica por la casa y la
encontramos desnuda, abrazada a un tipo en la cama de sus padres. Nos miramos
el uno al otro y dimos gracias por no ser aquel tipo, al menos hasta que no se
aclarase la edad de la chica. Le dejamos una nota en la cocina diciéndole que
nos viniese a buscar para limpiar la casa, pero ella no lo hizo.
Los días posteriores, sí que comenzó a
venir por casa, pero la chica no venía a pedir ayuda para limpiar, sino para
pillar marihuana o ponerse pedo: habíamos creado un monstruo.
A veces venía ella sola y a veces venía
acompañada del tipo con el que se acostó en la cama de sus padres. Se ponían
ciegos y comenzaban a enrollarse en el sofá de nuestra casa.
El Calvo le preguntó su edad un día y ella dijo
que tenía dieciocho, pero estaba claro que mentía.
Se volvió muy frecuente escuchar a
través de las paredes cómo sus padres gritaban para reñirle por haber llegado a
casa tarde o ciega. Ella respondía a los gritos o comenzaba a reírse como una
histérica, luego se marchaba de casa y volvía al rato, más serena.
También discutían porque ella empezó a
ir mal en los estudios y porque andaba acostándose con un tipo bastante mayor
que ella.
Poco a poco, adoptó la rutina de venir a nuestro piso cada vez que sus padres se marchaban a trabajar. Me hubiese encantado poder darle charlas sobre moralidad, pero no era la persona más indicada y, cuando todos íbamos ciegos, he de reconocer que el piso cogía un ambiente de cojones.
Y antes de que pudiésemos darnos cuenta, nuestra casa se convirtió
en un centro social del vicio, como los fumaderos de opio o cosas así.
Nuestro piso siempre estaba lleno de
gente, amigos de amigos, de todas las edades y con el factor común de ponerse
ciegos.
Yo ya había vivido esas situaciones
antes, en mi anterior casa, y sabía que nunca acababan bien, así que procuré
hablar con El Calvo en un par de ocasiones, explicarle que teníamos que
limitar el aforo de nuestra casa y comenzar a traer sólo a gente de confianza.
Poca gente y de mucha confianza, quiero decir.
Pero era imposible que hablásemos con coherencia.
Siempre andábamos ciegos el uno, el otro o los dos.
Un día abrí el portal y olía a
marihuana, pero fresca. No olía a peta. Olía como los bolsillos de la
chaqueta del Calvo, pero a lo bestia.
El ascensor también y el rellano y todo
el bloque. Y cuanto más me acercaba a mi casa, más fuerte olía. Abrí la puerta
y me encontré en el puto Jurassic Park.
Resulta que a un colega del Calvo
lo habían echado de casa sus compañeros de piso porque tenía una veintena de
plantas de yerba en un cultivo interior. El Calvo habló con ellos
y les propuso sacar de allí las plantas y asunto zanjado, así que las metió una
a una en su coche y las trajo hasta nuestra casa.
Nuestro salón era un puto jardín
botánico y el tipo iba tan colocado que no estaba seguro de si alguien lo había
visto sacar las plantas, meterlas en su coche y subirlas a casa.
El cabrón me reconoció que tuvo que
hacer varios viajes y que, al final, acabó perdiendo el miedo a que lo viesen.
Me apetecía partirle la cara y casi lo
hago, pero sonó el timbre.
En ese momento, los cojones se me
cayeron al suelo y estaba convencido de que me iba a encontrar a un madero al otro lado de la puerta, pero
no. Resultó ser la hija de nuestros vecinos.
Tenía la cara descompuesta y llena de
lágrimas. Su sombra de ojos, se escurría por sus mejillas dándole un aspecto
realmente penoso.
Entró en la casa y corrió al sofá, donde
se acurrucó a llorar.
Traté de explicarle que no era buena
idea que viniese ahora y que era mejor que hablásemos más tarde, pero ella se
limitó a decirme que sus padres la habían echado de casa y no tenía a donde ir.
El Calvo y yo nos miramos. Mi cabeza empezó a
funcionar a demasiadas revoluciones y pensaba en serio que ya teníamos un
problema bastante grave entre manos: sacar toda aquella marihuana de nuestra
casa. Yo negaba con la cabeza con gesto serio, pero él y su puta cara calva,
con sus putos ojos achinados de puto fumado de mierda, le dijeron que podía
quedarse si quería.
Así, nuestra familia creció en un
miembro: una chica de edad dudosa, aficionada a todas las drogas que su cuerpo
pudiese tolerar y a enseñar las tetas cuando iba pedo.
Los tres comenzamos una pequeña red de menudeo
para quitarnos la yerba cuanto antes de encima.
Fumábamos a buen ritmo —especialmente, El
Calvo— y conseguimos colocarla toda en menos tiempo del que me había
imaginado.
Los padres de nuestra nueva compañera de
piso, nos pasaban tuppers de comida a escondidas y nos preguntaban por
ella. Nosotros mentíamos diciéndoles que estaba bien, que se cuidaba y que
había retomado los estudios.
Y un día, sin previo aviso, mi
conciencia me dio una bofetada.
No sé cómo explicarlo, pero crecí mucho
de repente y me sentía culpable por todo lo que estaba ocurriendo.
Dejé de dormir.
No podía conciliar el sueño.
Yo sólo era un tipo que quería vivir
tranquilo, a su manera, sin meterse con nadie, pero mírame. No había podido
recuperar los kilos que perdí por nuestra infección gástrica, había participado
en la perversión de una buena chica, que ahora estaba durmiendo en el sofá de
nos tiraos porque sus viejos la habían echado de casa. Había traficado
con marihuana y había hecho del mundo un lugar peor.
Mi apatía se convirtió en crónica y caí
en una fuerte depresión.
Nada me ilusionaba realmente. Había
dejado de tocar música y de escribir. No participaba en las reuniones que se
hacían en casa y sólo pensaba en beber.
El médico me recomendó tomar Prozac y
dejar de tomar el resto de cosas. Yo le hice caso sólo a medias.
Después de un par de meses, la chica
volvió a casa de sus padres y El Calvo y yo volvimos a quedarnos solos
en casa.
Unos días después, decidí abordarlo
durante el desayuno —era el único momento del día en que no íbamos colocados—.
«Creo que me piro de esta casa», le dije.
«Si te piras, yo también me piro, tío», me dijo él.
«Si eres tú el que se va, entonces yo me
quedo», le dije.
Ha sido la única vez que yo he dejado
a alguien. Porque, aunque no éramos pareja, sí que habíamos vivido
demasiadas cosas juntos.
Tantas que, continuar viviendo bajo el
mismo techo, hubiese acabado matándonos a ambos.
Era mejor volar por separado.
Un par de semanas después, El Calvo
se fue a vivir con unos colegas a otro piso. Quedé en ir a verlo a diario, pero
nunca lo hice.
Aquella misma noche, comencé a vivir
solo y, para celebrarlo, tiré por el retrete los Prozac que me quedaban y
decidí curarme la depresión a mi manera, con mi amigo Jose Cuervo.
Al día siguiente, saqué a mi perro dos
veces más de las necesarias porque me negué a realizar dos tareas: cocinar y
limpiar la pota del pasillo.
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