una época realmente jodida
Me habían retirado el carné
por conducción temeraria y atentado contra la seguridad vial. Al parecer,
incluso llegué a decirle al policía que nos dio el alto que sabía dónde vivía y
que le llenaría el buzón con mi propia mierda. Para que luego digan que los
borrachos siempre dicen la verdad…
Yo, a duras penas recuerdo nada de
aquella noche desde que salimos del casino hasta que me desperté en los
calabozos de la comisaría. Recuerdo que bebimos y que me desperté en mitad de
la celda, junto a mi amigo E y un par de yonkis.
Después, mi mujer vino a sacarnos de
allí, pero E tuvo que volverse a casa a pata, porque mi mujer no estaba
para hostias. El amanecer despuntaba tras el descampado que hay frente a la
comisaría. Me dolía la cabeza que te cagas. Me rebusqué en los bolsillos de mi
chaqueta y saqué las gafas de sol. Me las puse, saqué un cigarro y me lo
encendí. Miré a mi mujer y me encogí de hombros.
—La he cagado, lo siento —dije.
Ella me dio una bofetada que me tiró las
gafas a un par de metros.
—Cualquier día, gilipollas, llegarás a
casa y me habré ido a tomar por el culo —me dijo.
Se subió en el coche y se marchó sin mí.
A mí también me tocó ir a pata.
Ahí comenzó una época jodida en la que
me debía mantener sereno, hacer trabajos forzados en beneficio de la comunidad
y volver a sacarme el carné de conducir. No trato de justificar una mierda las
cosas que pasaron durante esas semanas, pero estaba nervioso de cojones.
Mi mujer seguía tensa conmigo, de verdad
la sentía al borde de pedirme el divorcio. Yo trataba de complacerla en todo
para evitar que me mandase a la mierda.
Por eso accedí a pasar una tarde de
domingo en un centro comercial, igual que la mitad de los mortales. No digo que
fuese su culpa, pero si nos hubiésemos quedado en casa, aquella mierda se
hubiera evitado.
Había un atasco de cojones y yo empecé a
impacientarme.
En la radio sólo ponían música comercial
y yo era incapaz de mantenerme de buen humor con todos aquellos cabrones
tocando el claxon mientras estábamos parados en la autovía, a dos kilómetros
escasos de nuestro destino: la meca del consumismo.
Bajé un poco la ventanilla y encendí un
cigarro.
—No fumes en mi coche —se limitó a decir
mi mujer.
—¡Venga, no me jodas! —le dije,
irritado—. ¿Desde cuándo es un problema que fume durante un viaje?
—Desde que vamos en mi coche.
—Pero vamos en tu coche porque no nos
quedan más cojones —dije yo.
—No —contestó ella—. Vamos en mi coche
porque eres un capullo.
La miré en silencio unos segundos. Negué
con la cabeza y volví a hacer el amago de encenderme el cigarro.
—No fumes en mi puto coche —me dijo,
levantando un poco la voz.
—¿Qué coño quieres que haga? —le dije
gritando, con el cigarro apagado metido en la boca—. ¡Me estoy poniendo de los
nervios!
—Bájate a fumar —me dijo ella—. Cuando
termines, entras de nuevo.
La zorra no me miró ni a la cara para
escupirme esas palabras.
Preferí no discutir, por lo que me bajé
del vehículo. Encendí el cigarro y me apoyé en el lateral del capó para
fumármelo.
Cuando el coche que teníamos delante
avanzaba un poco, yo me retiraba del coche de mi mujer y caminaba en paralelo a
él, hasta alcanzar de nuevo al tipo de delante.
Lo hice un par de veces hasta que el
tipo que llevábamos detrás comenzó a impacientarse por esos dos o tres segundos
que tardaba en arrancar mi mujer entre que el coche de delante se movía y yo me
incorporaba del capó.
En el siguiente desplazamiento, el tipo
de detrás comenzó a tocar el claxon. Yo me limité a mirarlo con las manos en
las pelotas:
Cómeme el nabo, le dije en un susurro, pero
gesticulando exageradamente para que pudiese leerme los labios.
Me había tocado tanto las pelotas que,
cuando me terminé el cigarro, inmediatamente después me encendí otro.
Mi mujer bajó las ventanillas.
—Vamos, vuelve a entrar.
—No —le dije yo—. Ahora es a mí al que
le apetece tomar el aire.
El coche de delante avanza. Yo me
desperezo apoyado en el lateral del capó del coche de mi mujer, me levanto con
parsimonia y la permito avanzar, caminando en paralelo a ella.
El tipo de atrás vuelve a pitar y yo le
enseño el dedo medio.
—Vamos, tío —me grita el conductor de
atrás—. ¿Es que quieres que te atropellen?
Lo miro y resulta ser un tipo de unos
veinticinco, con ese aspecto de niñato prepotente que tanto me revienta.
—¡Te harían falta tus pelotitas y
las de tu padre para atropellarme, mamón! —le grito yo.
La escena se repite en el momento en que
el coche de delante avanza un poco.
—¡Entra en el coche! —me grita mi mujer.
—¡No me sale de los cojones! —le grito
yo a ella.
—¡Estás como una cabra! —me grita el
niñato de detrás.
—¡Ten güevos a bajarte tú
también, hijoputa! —le grito yo.
El niega con la cabeza y mira sobre su
hombro, hablando alterado con alguien sentado en el asiento de atrás de su
coche.
Niego con la cabeza y lo miro
directamente a él.
El coche de delante avanza. El de mi
mujer también. Pero esta vez yo no camino en paralelo, sino que me quedo quieto
en mitad del carril.
Ese cabrón impaciente iba a desahogarme
de todo: de mi estrés, de mis trabajos forzados, de las discusiones con mi
mujer y de las clases de conducir.
Me sentía Clint Eastwood: alégrame el
día.
El niñato revoluciona el motor pisando
el acelerador, pero sin moverse del sitio, como esos tíos que hacen carreras
ilegales en las películas.
Te faltan pelotas, le vuelvo a decir en tono bajo, pero
vocalizando exageradamente cada sílaba.
Entonces, tiro mi cigarro al suelo y soy
yo el que avanza hacia su coche.
Justo cuando iba a llegar a la
ventanilla del pobre imbécil, la puerta trasera se abre y se baja un tipo de
unos cincuenta, alto y corpulento, que se dirige hacia mí apresuradamente.
Nunca supe con qué intención venía.
Tampoco le di tiempo a explicarse.
Le propiné una bofetada en la cara ante
la posibilidad de que él fuese el primero en golpearme. Para mi sorpresa, el
hombre cayó al suelo patas arriba. Resultó que, a pesar de su tamaño, era un
mierda.
—¿Quieres otra, gilipollas? —le grito y
avanzo hacia él.
—¡¿Pero estás loco?! —grita mi mujer,
histérica, detrás de mí.
Miro sobre mi hombro y veo que viene
corriendo. Me agarra del brazo y me lleva a rastras hasta el coche.
Por el espejo retrovisor de mi puerta,
pude ver cómo el niñato ayudaba a levantarse a aquel tipo, quien yo supuse que
era su padre, y volvía a montarlo en la parte de atrás del coche. Yo les enseñé
el dedo medio por el espejillo.
—¡Jódete, mamonazo! —dije.
—¡¿Es que tienes que ser así de capullo
siempre?! —me gritó mi mujer.
—¡El tipo quería pegarme! —le grité yo.
—¡Me tienes harta, joder! —me gritó. Y
comenzó a llorar.
—¡Eh! ¡Para, por favor! —le rogué en
tono calmado—. Sabes que verte llorar me mata.
—¡A mí me mata que seas así de imbécil,
joder!
En el siguiente desvío, mi mujer se dio
la vuelta y encaramos la autovía de regreso a casa. Ni centro comercial, ni
consumismo, ni nada.
El camino de vuelta lo hicimos
completamente en silencio. Yo no sabía qué decirle y a ella no le apetecía
decirme nada.
Llegamos a casa y continuó en silencio.
—Ese cabrón quería pegarme, joder —traté
de justificarme.
—Estabas dispuesto a partirte la cara
con alguien la primera vez que alguien ha tocado el claxon, así que no me
jodas.
Ella llevaba razón, pero yo también.
Quiero decir: estaba dispuesto a pelearme, pero al final fue una cuestión de
defensa propia.
Sin decir nada más, se metió en la cama
sin tan siquiera cenar.
Yo cené una botella de whisky y me quedé
dormido en el sofá, aún con las botas puestas.
Los días posteriores, fueron iguales que
lo habían sido los que precedieron a aquel incidente:
me despertaba pronto —insultantemente pronto—, acudía al hospital para mear en
un bote y demostrar que no había tomado demasiadas cosas el día anterior
—siempre podías beber un poco—, después, acudía a mi trabajo, volvía a casa
para comer sin que mi mujer me mirase a la cara, acudía cuatro horas a los trabajos
forzados —ya sólo me quedaban ochentaytantas jornadas—, acudía al curso
de reciclaje del carné de conducir, volvía a casa, le preguntaba a mi mujer qué
tal el día, ella se encogía de hombros y decía que normal sin luego
preguntarme que qué tal el mío, cenábamos en silencio y me iba a la cama.
Esa rutina, se rompió en el momento en
que alguien llamó a la puerta de mi casa, tres o cuatro días después del incidente
en el atasco. Mi mujer abrió y un hombre desconocido la llamó por su nombre.
—Sí, soy yo —contestó ella.
El tipo se presentó. Era un policía
judicial que estaba buscando a un tipo con media melena castaña, delgado, con
la nariz grande y una barba descuidada.
Mi mujer sonrió.
—Sí, aquí es —y me llamó.
El hijoputa al que le había
partido la cara en la autovía, apuntó la matrícula del coche de mi mujer y puso
una denuncia por agresión aquella misma tarde. A través de la matrícula, se
localizó a mi mujer y, por consiguiente, a mí. Se me citaba una semana más
tarde para un juicio de faltas en el que debería comparecer ante un juez y la
persona agredida.
Puto chivato.
Firmé la notificación y cerré la puerta.
—¡Que pasen un buen día! —oí que gritaba
el policía al otro lado de la puerta.
—Que te jodan —musité sin que él me
oyese mientras releía la citación.
Un puto juicio de faltas por darle un
bofetón a un tipo, ¿en serio?
—No pienso acompañarte —me dijo mi mujer
con una sonrisa.
—¿Estás disfrutando o algo así? —le dije
yo.
El juicio era en la ciudad de donde era
el tipo agredido, a casi doscientos kilómetros de mi casa.
—Esto no puede ser verdad —dije yo—. ¿Un
puto juicio de faltas, en serio?
—Al que no te voy a llevar —recalcó mi
mujer.
—No puedes hacerme esto, no puedo
conducir —le dije yo.
—Sí que puedo —me dijo ella—, porque me
tienes hasta los cojones. Es un puto milagro que no me haya ido de esta casa.
Da gracias.
—¡Tengo que desplazarme, joder!
—¡Cógete el puto autobús: no es mi
problema! —me dijo. Después sonrió y siguió a sus cosas.
—Un juicio de faltas es como… como
cuando te peleabas con tus hermanos y tu madre te decía: venga, haced las
paces, que sois hermanos, ni siquiera necesito un puto abogado. ¿De verdad
tengo que ir en autobús a esta mierda?
—O eso, o que te detengan por no acudir.
Tú mismo —me dijo con voz de sádica.
Realmente, fue una época de mierda.
Confiaba en que se le pasaría el cabreo conforme la semana avanzase y acabaría
cediendo, pero eso no ocurrió.
Tuve que solicitar el día libre en mi
trabajo alegando asuntos propios, sin embargo, tanto en los trabajos
forzados como en el reciclaje del carné, tuve que dar explicaciones sobre mi
ausencia y mostrar la citación del juzgado para justificarla.
Llegó el día del juicio y cogí un
autobús que le llevaba a mi ciudad a la del agredido. Llegué un par de horas
antes de tiempo y tuve que esperar, con mi camisa arrugada y mi corbata mal
anudada en la sala de espera de los juzgados.
El tipo alto y gordo llegó. Mi miró a la
cara y luego bajó la vista. Se colocó justo al lado de la puerta de la sala
donde se celebraría el juicio.
Y llegó el momento. Entramos en la sala
y el tipo se quitó el abrigo. Entonces me fijé en un detalle en el que no me
fijé en el momento de la pelea: el
tipo, llevaba un alzacuellos.
Juro por lo que más quiera que, en el
momento del bofetón, no era consciente de que estaba pegando a un cura. Pero
bueno, el daño ya estaba hecho.
El juicio comenzó con el propio juez
hablando de lo importante que era ser una persona civilizada para poder vivir
en sociedad. Después, pidió que expusiéramos los hechos, primero la víctima
y luego el agresor.
El cura dijo que iba con su sobrino a
dar una vuelta por ahí y que yo empecé a discutir con el chaval. Que, en un
momento dado, él creyó que yo iba a agredir al chico y se bajó del coche para
hablar conmigo y que yo, sin mediar palabra, lo abofeteé.
Yo, en mi defensa, me limité a decir que
no sabía que era cura y que creía que me quería pegar él a mí.
—Entiendo que estás arrepentido —me dijo
el juez.
—Mucho —mentí.
El letrado nos dio un par de actas que
teníamos que firmar y ya estaba todo solucionado. Un apretón de manos, un perdóname,
un te perdono y todos contentos.
Cuando firmé el acta que tenía que
llevarse el cura, añadí debajo de mi firma la frase: pondré esto en mi
currículum.
El juez se percató y nos cambió los
papeles para que el cura no llegase a verlo.
—Señor de Ruedas, le agradecería que se
quede un ratito más conmigo.
El cura se fue y el juez me dio la chapa
sobre que podía haberme buscado un lío, que iba a hacer como que no había visto
nada pero que, si aquel hombre hubiera leído aquello y se hubiese sentido
ofendido, podría haberme vuelto a denunciar y eso hubiese podido causarme más
problemas, que ya estaba en edad de centrarme y todo eso.
Le agradecí los consejos y me justifiqué
diciendo que sólo era una broma. Mentí de nuevo.
Cuando salí del juzgado, llamé a mi
mujer por teléfono.
—¿Qué? —contestó en tono seco.
—Que era cura —le dije yo.
—¿Qué coño dices?
—El tipo al que pegué, era cura.
—Jura —dijo ella.
—Te lo juro.
Y comenzó a reírse.
—Vuelvo a casa —le dije. Y colgamos el
teléfono.
Hicimos las paces esa misma tarde. Por
la noche, la llevé a cenar y follamos como dos adolescentes.
En la nevera de casa, cogida con un imán
de propaganda de una pizzería con reparto a domicilio, descansa suspendida el
acta de aquel juicio.
Pondré esto en mi currículum.
Madrecita que colgao el nota... Eso ha pasado de verdad o q??
ResponderEliminarPues es que no sé si me ocurrió de verdad o no. Tendría que hablarlo con Andrea (mi abogada) antes de contestarte. ¡Gracias por tu comentario y un saludo!
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