despedido


No serían ni las diez de la mañana cuando me desperté con la boca seca y media cara paralizada. En realidad, me despertó mi mujer, harta de verme llegar a casa tarde y borracho.

¿Qué coño se supone que esperaba? Se casó con la viva imagen del fracaso…

He de decir en mi defensa que no era mi mejor momento vital, en cualquier caso. Acababa de perder mi curro como psicólogo en el centro de desintoxicación y mi matrimonio estaba al borde del colapso después de mis innumerables cagadas.

Supongo que, en realidad, una cosa llevó a la otra. Cuando mi matrimonio comenzó a resentirse y el divorcio nos acechaba varias veces al día, empecé a beber más y más.

Conforme más bebía, menos pasaba por casa. No solía acudir antes de la madrugada. Mal dormía y no tenía tiempo para cuidar mi imagen. A duras penas me alimentaba de algo que no fuesen snacks en bolsa y sólo bebía café y alcohol.

No había un día en que no llegase tarde a trabajar, olvidaba mis reuniones y no cumplía con ninguno de los objetivos que mis superiores me marcaban. Supongo que es del todo justo que me despidiesen.

Mi etapa como psicólogo clausuró el día en que me personé en la oficina del director del centro porque no conseguía abrir la puerta de mi despacho.

—Hemos cambiado la cerradura porque ya no es su despacho —me dijo—. ¿No le ha llegado nuestro burofax?

—¿Cuál es mi despacho?

—Señor De Ruedas, usted ya no trabaja aquí. Necesita descansar. Recupérese. Yo mismo le redactaré una carta de recomendación para el futuro.

Sentí un mareo, como si toda la sangre se me hubiese bajado a los pies. No sabía muy bien cómo actuar, así que di las gracias y me marché.

Unas horas después, recibí en casa y por correo certificado el burofax que me informaba del despido. Ese hijo de puta jamás escribió mi carta de recomendación.

Y, de ahí, a la depresión más oscura. Ya era un mierda sin expectativas de futuro cuando tenía trabajo, ¿qué me quedaba ahora que no tendría un motivo para levantarme por las mañanas?

Mi cabeza era una debacle constante por la contradicción que sufría. Cuando trabajaba en el centro, odiaba mi trabajo. Odiaba a mi jefe, mi horario, mis funciones, mi sueldo… absolutamente todo era una mierda y ansiaba que me despidiesen, que me diesen la oportunidad de empezar de cero en otro empleo. Pero, cuando me despidieron, sentí un vacío y una desazón indescriptible. Me sentía más inútil que nunca. Mi única función, a partir de ese momento, era la de ir a sellar el paro cada tres meses para mantener una paga por no tener trabajo.

Estaba incapacitado para hacer lo único que había hecho realmente bien en mi vida.


Los días pasaron y llegó el momento en que dejé de comprobar si mi reloj estaba en hora. ¿Pa qué?

Cada día empezaba cuando me despertaba y acababa cuando me metía en la cama. El medio día se marcaba por el momento en que tenía hambre y el final de la tarde, por el momento en que acudía a la whiskería o al casino para escribir. Sitios en los que siempre es de noche y que se mantienen abiertos las veinticuatro horas.

El día en que fui consciente de mi desajuste de horario, fue el mismo en el que olvidé ir a sellar el paro. A saber: me desperté sobre las cuatro de la tarde. Desayuné un café y salí a comprar algo para comer. El medio día llegó hacia las diez de la noche, cuando comí lo que había comprado unas horas antes. Salí de casa y me metí en la whiskería hasta que me quedé sin dinero. De camino a casa, me encontré con un amigo que me invitó a tomar una copa y no recuerdo mucho más hasta que llegó la hora de dormir, cuando ya era de día.

No serían ni las diez de la mañana cuando me desperté con la boca seca y media cara paralizada. En realidad, me despertó mi mujer, harta de verme llegar a casa tarde y borracho.

—¿Sabes qué puto día es hoy? —me dijo.

Miré a mi alrededor desorientado.

—¿Domingo?

Conforme fui pudiendo enfocar mi mirada, conseguí descubrir mi cartilla del paro en su mano.

—Jueves. Jueves 27 —me tiró la cartilla a la cara —. Tío, debías haber sellado hace tres días.

—Mierda…

Todo hubiese sido más fácil si ella hubiese comenzado a gritar. Si me hubiese pegado un par de bofetadas. Si se hubiese marchado de casa.

No hizo nada de eso. Sólo se dio la vuelta y se encerró en la cocina.

Pude oír cómo preparaba algo de comer mientras conseguía desperezarme en la cama. La cabeza me iba a explotar de un momento a otro.

Me acerqué a la cocina y la observé en silencio durante unos segundos, apoyado en el umbral de la puerta. Ella me daba la espalda, cortando alguna cosa sobre la encimera, llorando en silencio.

Por fin cogió mucho aire y se giró hacia mí.

—¿De qué coño vamos a vivir ahora?

Iba a contestarle lo de siempre, que ya saldría algo, que alguien compraría las cosas que escribo, que confiase en mí. Pero, al abrir la boca, me vino una náusea, así que corrí al baño a vomitar. Puede que aquella pota fuese lo que realmente salvó mi matrimonio.


Abrazado al váter pude pensar un poco. Había llegado el momento de rendirme a la realidad. Yo estaba hecho de otra pasta completamente distinta a la pasta de la que están hechos los artistas de verdad. Escribir cuatro mierdas y haber tocado en dos bares no te convierten en un referente. Había llegado el momento de poner los pies en el suelo y asumir que sólo era un pringao que debía acceder a un estilo de vida que le correspondiese.

Me duché y me recorté la barba. Aguantaría todo el día en casa, con mi resaca.

Pasé el día actualizando mi currículum y por la tarde me acerqué a una copistería a hacer una docena de copias. El agotamiento y la resaca me llevaron a la cama temprano. El día acabó sin que mi mujer me volcase una sola mirada cómplice. La entiendo y no podría culparla. Tan acostumbrada a la decepción que no se impresiona la primera vez que te ve con tu ridícula carpetita llena de currículums.

Hablando de eso, sentí cómo una parte de mí moría, una parte muy tierna, muy de cuando era niño, en el momento en que saqué mi carpeta del maletín que llevo siempre colgado. Abrí su tapa y saqué cada uno de mis relatos, todas las copias que llevo conmigo siempre, con la intención de compartirlo y que alguien me descubra, y los sustituí por un montón de currículums en los que oculto la suficiente verdad como para que alguien me haga digno de comerme sus migajas. Creo que, ese día, me hice viejo de golpe.

Decidí centrarme en la búsqueda de trabajos que no tuviesen nada que ver con mis estudios. No quería revivir momentos incómodos y supongo que asumí que no nací para ser psicólogo de ciertos colectivos. Nunca me vi en un diván, escuchando las gilipolleces de un adolescente que no puede dormir porque su novia le ha dejado, así que me especialicé en drogodependencias, conductas autolíticas y penitenciaría. Echando un vistazo a mi situación vital en aquel momento, hubiese sido del todo ilógico buscar trabajo en ese ámbito.

Así que busqué de todo lo demás: repartidor, camarero, vendedor de seguros, reponedor de un supermercado… y no tardé en encontrar trabajo de eso último.

El horario era una mierda y el sueldo aún peor.

Me contrataron en un supermercado de los de tirada nacional, dentro de un parque comercial. Mi contrato inicial era de un mes y trabajaba de lunes a domingo con un día variable de descanso a la semana por cuatro pavos la hora. Me forzaban a hacer horas extra que nunca me pagaban y nunca te daban un adelanto de la nómina. Y, puesto que soy un imbécil, trabajé como un esclavo para mantener mi puesto de trabajo.

Comencé cubriendo el turno de noche. Mi tarea consistía en acudir al supermercado cuando ya no quedaban clientes, limpiar la mierda que habían dejado los clientes, colocar en las estanterías toda la mercancía que habían descargado durante el día en el almacén y limpiar toda la mierda que habíamos dejado los reponedores. Todo ello, antes de que el turno de la mañana llegase justo antes del amanecer.

No estaba tan mal una vez te habías acostumbrado al horario. Y yo seguía trabajando duro y dando la imagen de ser un empleado modélico, por lo que conseguí que me renovasen el contrato tres meses más y, pasado ese tiempo, me hiciesen fijo en la empresa.
 

Pero, como si en mi vida anterior hubiese sido un nazi o algo así, el destino me volvió a dar un voleo.

La gran cadena de supermercados, la gigante indestructible, se declaró en quiebra.

Los primeros puestos en ser destruidos fueron los de los reponedores nocturnos, alegando que su tarea se podía hacer en el propio horario comercial con la mitad de plantilla: dos personas más por tienda supondrían una persona por cada turno que pueda ir colocando y limpiando la mierda durante el día, por lo que se podían ahorrar cuatro de los seis sueldos nocturnos.

Como era de esperar, las rivalidades y sospechas entre compañeros se hicieron habituales y hostiles. Yo decidí quedarme al margen. Al fin y al cabo, había sobrevivido al despido de una empresa en la que llevaba años currando muy duro y, sobre todo, a la decepción a mis padres y mi mujer, que tanto tiempo y dinero habían empleado en mi formación. ¿Qué más daba si me echaban de allí también?

Así que, mientras todos confabulaban, se ponían trabas y procuraban joderse la vida, yo me colocaba los auriculares y escuchaba cualquier mierda de tertulia de las que dan por la radio de madrugada y realizaba mi trabajo de forma mecánica y sin prestar atención a mi entorno.

Tal vez por eso fui recompensado de alguna manera y, cuando llegaron los tan temidos despidos, fui de los que se salvaron.

No sólo me cambiaron a un turno de tienda abierta, sino que también me ascendieron a encargado de la tienda. Al principio me extrañó mucho. No sabía hacer un pedido, no sabía recibir la mercancía, no sabía encender y apagar los cachivaches, ni las cajas registradoras, ni las putas luces del supermercado.

Me mandaron a una tienda de barrio perteneciente a la misma tirada de supermercados. Una tienda del peor puto barrio de la ciudad. Las alarmas no funcionaban, las cámaras de seguridad lucían con los cables arrancados, habían atracado tres veces en el último año y no había ni una sola herramienta motorizada. El antiguo jefe de tienda, la había dejado después de diez años porque, y cito literalmente, «estaba hasta la polla de gentuza».

Mi horario cambió: ahora entraba a trabajar a las siete de la mañana, justo cuando salía en mi anterior turno. Aunque lo hacía a esta hora porque era la hora a la que llegaba la mercancía, no podía fichar hasta las ocho y media de la mañana porque a mi jefe le acojonaba que se le echasen encima los del sindicato. Me iba a casa a medio día para comer y volvía a media tarde para asegurarme de que la tienda se quedaba bien cerrada por la noche.

Pasé a cobrar cinco y medio la hora, pero ahora no me pagaban el plus de nocturnidad que, al parecer, estaba incluido en mis antiguas nóminas, por lo que pasé a cobrar una media de cien pavos menos al mes.

Pronto comprendí por qué mandaron a un novato sin ni puta idea como yo a aquel lugar. No teníamos muelle de descarga, por lo que los camiones soltaban la mercancía en mitad de la vía pública. Nosotros —mi compañero y yo—, debíamos pasar los grandes carros a la tienda por la puerta de atrás a pulso, ya que no contábamos con máquina eléctrica para ello. Los carros de bebida podían llegar a pesar media tonelada y daba igual si hacía frío, llovía o nevaba. Allí estábamos los dos tipos más pardillos de aquella puta empresa, calados hasta los calzoncillos cuando el sol aún no ha salido y con la jornada laboral, literalmente, sin empezar. 

La tienda no tenía calefacción ni aire acondicionado y la puerta de entrada estaba rota desde hacía meses, por lo que se mantenía abierta de par en par toda la jornada. Pronto empezamos a empalmar constipados, a padecer largas gripes, a sufrir alergias, estrés, agotamiento y, en mi caso, comencé a cagar sangre por los esfuerzos. Nunca le pregunté a mi compañero si a él le pasó lo mismo. Todo ello, sufrido a base de café y paracetamol en nuestro puesto de trabajo, como el soldado que se resigna a vivir en su trinchera.

Eran habituales los accidentes, los carros que se caían, las manos que se pillaban con las puertas, los golpes y aplastamientos. Pero también estaban prohibidas las bajas médicas: «somos los que somos», solía decir el hipócrita del jefe, como si realmente formase parte del equipo, «si alguno de los dos se diese de baja, el otro tendría que doblar turno».

Y, como si fuese parte de un plan macabro orquestado por un Dios que me odia, aquellas palabras se convirtieron en proféticas: un nuevo golpe azotó la empresa, un segundo round para aquella crisis. La empresa caía más y más y volvieron a recortar en personal.

Ahora tenía que hacer las mismas cosas que hacía y, además, hacer todas las que hacía mi compañero que ahora, el muy cabrón, disfrutaba de su paro y buscaba otro trabajo mientras cobraba el subsidio por desempleo.

Las estanterías comenzaban a estar vacías: mi empresa no pagaba a sus proveedores, por lo que dejaron de servirnos la mayoría de productos. Además, no tenía tiempo para hacer bien los pedidos y mucho menos para colocar el poco género que recibíamos. Los clientes se quejaban y yo era incapaz de controlar la situación.

El agotamiento y el estrés minaban mi paciencia y discutía con mi mujer más aún que cuando estaba todo el día borracho. Sin embargo, no tenía la valentía suficiente como para mandarlo todo a la mierda. Siempre estaba esperando que algo nuevo pasase, que mi mujer encontrase un trabajo mejor, que a mí me ofreciesen algo más decente, que la empresa se arreglase o que alguien pagase por mis escritos.

Volví a caer en la trampa de dejarme la vida por mantener un trabajo que odiaba y que me diese dinero para vivir una vida que odiaba.

Un día decidí enfrentar a mi jefe.

—Quiero que me despidas —le dije.

—Puedes largarte cuando quieras —me dijo él—. Sólo tienes que firmar tu renuncia.

—No quiero una renuncia. Quiero que me despidas —le dije—. Con mi paro, mi finiquito y mis derechos.

Guardó silencio unos instantes.

—No —se limitó a decir.

Yo me di la vuelta y continué con mi trabajo, odiándome un poco más que el día anterior.

Terminé mi jornada y fui a ver a mi colega Nevo. Él curraba en un bar con no muchas mejores condiciones que yo, y yo solía llevarle el exceso de monedas que generábamos en la tienda para cambiarlo por billetes.

Él llenaba su caja de suelto y me invitaba a una cerveza. Ambos ganábamos.

—¿Qué tal el día? —me preguntó Nevo en aquella ocasión.

—De puta madre. Hoy casi me despiden —le contesté.

—¿Por qué será que todos queremos que nos despidan?

—Porque esta puta vida no es para nosotros, hermano.

Guardamos silencio el tiempo suficiente como para saber que nos acabábamos de arruinar el fin de semana y seguimos hablando de plantas, tías y drogas.

Y ahí estaba yo, acudiendo a casa después de otro día de mierda. Dejando que el trabajo me domine una vez más. Babilonia ha vuelto a ganar la pelea.

Y ahí seguía yo, metido en el ascensor de mi bloque, mirando mi ridículo reflejo con un uniforme sudado, frio y lleno de mugre, deseando que me despidiesen para poder volver a empezar de cero.

¿Qué coño se supone que esperaba? Mi mujer se casó con la viva imagen del fracaso…
 



Comentarios

  1. Que largo es el camino, parece que no tiene final. sigue buscando, no desesperes.
    Aunque muchas cosas se repitan, ninguna es igual.
    Busca, busca,busca.....

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    1. Me imagino que los que estamos destinados a ganarnos la vida con otros medios, lo acabaremos consiguiendo... Gracias por tu comentario y, sobre todo, por tu consejo. ¡Un abrazo!

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