La breve historia de Martín Roca. Capítulo 2.




Nuestro trabajo es relativamente cómodo. Somos de una multinacional —de cuyo nombre no puedo acordarme—. Nos dedicamos a vender cachivaches de alta tecnología que no puedo revelar lo que son, pero créeme, si miras a tu alrededor, encontrarás alguna cosa producida por nosotros.


¿Dónde estás leyendo esto? ¿En tu casa? ¿Un bar? ¿La biblioteca? ¿El parque de tu pueblo, perdido en mitad de la nada? Hecha un vistazo: estamos ahí. Justo a tu lado.

Como cualquier empresa multinacional que se precie, hacemos negocios que no siempre salen bien y que terminan afectado a personas que, por suerte, no pueden conseguir tan buenos abogados como la gente que me paga.

Yo soy uno de esos abogados.

Pertenezco al bufete de catorce abogados que la empresa tiene contratados.

Si te lo estás preguntando, Martín no es abogado. Ya te he dicho que es conformista y sumiso. Eso valdría para algo en un puto juzgado de paz. Pero, piensa en las grandes empresas un poco. ¡Somos tiburones! No necesitamos gente sumisa que defienda nuestros intereses. Necesitamos personas sin escrúpulos, dispuestos a destrozar a quien sea necesario para conseguir la estabilidad económica de nuestro humilde refugio en el mercado financiero.

Martín es traductor.

Trabajamos mucho con el extranjero y Martín es nuestro traductor de francés. Estudió filología o no sé qué. Un trabajo de esos pasionales, de esos que te nacen en el subconsciente y que deseas realizar a toda costa.

¿Francés, en serio? Es un romántico de los cojones. Nadie que estudie filología francesa —o como coño se llame lo que estudió Martín—, está pensando en ganar dinero.

Consiguió este trabajo por compromiso, me imagino. Es el tipo de persona que no se quedaría en casa de sus padres buscando un trabajo soñado. Se conformaría con el primero, aunque se lo ofreciese una multinacional que odia y con la que no comparte ni uno sólo de sus principios.

Lleva trabajando varios años en una oficina en la que nadie le conoce realmente. Se encierra en su despacho y se pone a traducir demandas legales de clientes franceses nada conformes con el trato/producto recibido.

Aún así, no pierde la esperanza y estudia oposiciones. Quiere ser profesor de francés, el muy cenutrio.

¡Chino mandarín, joder! Ese es el puto idioma del futuro. ¡Los chinos son más de mil trescientos millones, joder! Eso es un quinto de la población mundial. Piénsalo. En el futuro, una de cada cinco personas que compren cualquier mierda en todo el puto mundo, será chino. Si quieres que tus hijos triunfen en esta vida, apúntalos a chino. Déjate de inglés o mierdas así.

Francés… ¿En serio? Pobre Martín…

Él se imaginaría a si mismo siendo un profesor admirado, tal vez en alguna facultad o algo así. En mi facultad, nos emborrachábamos y meábamos en el tirador de la puerta del coche de nuestros profesores. Nada de admiración. Nada de pasión. Todo vísceras.

Vivimos en un mundo hostil dónde debes ser hostil si quieres sobrevivir. ¡No lo he inventado yo, joder! Me he adaptado y punto. Si no te adaptas, te pasa lo que le pasó a Martín.

Ahí estaba él, hará como un par de meses, solo y desconsolado. Se estaba comiendo un sándwich vegetal. Con lo que eso supone: sin atún ni pollo ni carne ni nada de eso. Lechuga y tomate y aceitunas y mayonesa. La cama en la que follaron todas las moscas de la puta Península Ibérica, ahora en su boca. No sé qué era, pero había algo en su postura que me despertaba cierta ternura, así que me acerqué y me senté a su lado.

—¡Eh, Martín! —le dije—. ¿Estás bien, tío?

Y él me miró. Sinceramente, nunca lo había visto tan pequeño, tan arrugado. Tenía la sensación de que estaba hablando con Grant Williams en «El increíble hombre menguante».

Sus ojos eran acuosos y su mirada triste. No contestó. Me miró, dio un torpe y sonoro suspiro, como el que dan los viejos de las películas antes de palmarla y le dio otro bocado a su sándwich.

—Martín, tío. Si hay algo que te pasa y te apetece hablar, sólo tienes que decírmelo, ¿vale? —me salió solo, en serio. No sé por qué coño dije eso.

Él se encogió de hombros y se limitó a preguntar, sin mirarme:

—¿Crees que soy mierda?

Yo no supe que decir, así que guardé silencio. Él siguió hablando. Creo que fue justo en ese momento en el que me convertí en el amigo de Martín.

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