cualquiera termina una carrera.
—Cualquiera termina una carrera. No pretendo desprestigiar a las
universidades, aunque, pensándolo bien, me la pela que así sea, es sólo que de
verdad pienso que cualquiera puede terminar una carrera. ¡Joder! Yo mismo terminé
una carrera.
»Lo único que me pidieron fue que superase una serie de exámenes.
Sinceramente: copié en todos ellos. Y no me arrepiento. Esa mierda no demuestra
nada. Sólo que tienes una capacidad memorística, cuanto menos, aceptable. O
capacidad para engañar al profesor, como era mi caso. He copiado siempre que he
podido. No he copiado para sacarme el carnet de identidad porque no se me ha
ocurrido cómo hacerlo.
»En serio, soy un fraude.
»En fin, ¿por qué venía esto…? ¡Ah, sí! Por lo de las carreras…
¿en serio quieres estudiar una carrera?
—Sí… no sé —guardó silencio mirando su cerveza—. ¡Sí, joder!
Quiero estudiar una carrera.
Me encogí de hombros.
—No creo que quieras estudiar una carrera… sinceramente, creo que…
—traté de medir mis palabras—. Sinceramente, creo que el viejo te ha
convencido de que estudies.
—No, papá no me ha dicho nada.
La miré a los ojos.
—No me jodas, ¿quieres? —dije—. También es mi padre. Sé cómo se
las gasta.
Mi hermana había venido a casa de visita. No es que me molestase,
me sorprendió sin más. Cuando mis padres se divorciaron, mi padre dejó preñada
a una veinteañera —o puede que mis padres se divorciasen porque mi padre había
preñado a una veinteañera, no lo recuerdo—, la cuestión es que la hija de
aquella relación, estaba sentada en el salón de mi casa cuando yo volví del
trabajo.
Mi mujer dijo que tenía que hacer algunas cosas en otra
habitación y que nos dejaba allí, charlando de nuestras
cosas. Estoy seguro de que ella ya sabía el motivo de la visita. En el fondo me
ofendía que todos hablasen con mi mujer para conseguir allanar el
terreno inhóspito que era hablar conmigo.
—¡Vale, sí! —reconoció al fin—. Papá me ha pedido que hable
contigo… También me ha dicho que te manda recuerdos.
Di un trago a mi cerveza.
—Creo que es un error, sólo digo eso —dije—. Sólo digo que tú
tienes un talento innato y no considero necesario que tengas una mierda de
título universitario acreditando nada…
Mi hermana volvió a mirar el vaso de cerveza.
—Sabes que no te lo pediría si no fueses mi última esperanza…
—dijo.
Yo no dejaba de pensar en que sólo miraba la cerveza. La
señalé.
—¿No te la piensas beber? —dije.
Mi hermana cabeceó impaciente.
—No me gusta la cerveza…
—¿Quieres alguna otra cosa?
—Sí —me dijo—, quiero estudiar una carrera.
—¿Alguna vez te he contado qué pasó el día en que terminé la mía?
Llegué al centro de desintoxicación, ¿te acuerdas?
—Sí, recuerdo que trabajabas en uno… —dijo, alimentando su
impaciencia.
—Pues llegué al centro y me senté a esperar a que me atendieran.
Un tipo de cincuenta tacos o cosa así me dijo que me sentase a esperar,
no es que yo me sentase porque sí —encendí un cigarro con una cerilla—. La
cuestión es que llegó con su libretita y me preguntó mi nombre y DNI y toda esa
mierda —apuré mi cerveza y le quité a mi hermana la suya—. Le dije mi nombre y
todo ese rollo. Me extrañó, joder... tenía todo en mi currículum… Pero era mi
primer trabajo, ¿qué se yo? Por cierto, ¿quieres tomar algo que no sea cerveza?
—Tranquilo, estoy bien.
—Vale, como quieras… Como te decía: llegó el tío y me preguntó mis
datos y todo ese rollo. Y me entregó una puta toalla y una puta maquinilla de
afeitar, ¿entiendes lo que te quiero decir?
Mi hermana se encogió de hombros.
—No, no te entiendo…
—Pues que me confundió con un yonki, por el pelo largo y la
barba o yo qué sé por qué… mi título universitario no valía de nada. O por las
pintas, o yo qué sé… llevaba el pelo por aquí y una barba así, abultada y una
camiseta de algo… mi título daba igual… ¿me entiendes ahora?
—No entiendo a dónde quieres llegar.
Cabeceé impaciente.
—¡Pues creo que está bastante claro, joder! —dije como si fuese
obvio—. ¡Que mi título universitario no sirvió para que aquel cabrón de
cincuenta tacos me reconociese como un profesional! ¡No, señor! Me
confundió con un yonki.
—¿Qué tiene que ver eso con que yo quiera estudiar una
carrera?
—¡Todo! —dije—. ¡Tiene todo que ver! ¿Quieres un título
universitario? Pues yo te doy el mío.
Llamé a mi mujer, que se asomó por la puerta del salón.
—Trae mi título universitario, ¿quieres? —le dije.
Mi hermana se ruborizó.
—No tenemos tu título universitario —dijo mi mujer.
—¿Qué coño quieres decir? —me quejé—. ¡Yo le tengo! Con mi nombre,
firmado por el rey y toda esa mierda.
—No… —dijo mi mujer—. No lo tenemos…
—Papá lo tiene —dijo mi hermana.
Miré a las dos como si fuese un condenado a muerte.
—¿En serio? —dije mirando a mi hermana. Después miré a mi mujer—.
¿Lo tiene el viejo?
Mi mujer asintió.
—Se lo mandaste hace unos años por correo.
—¿Por qué coño haría yo eso? —pregunté.
Pero después recordé que mi padre me llamó por teléfono estando yo
iracundo y después de varios días sin dormir. No recuerdo el por qué de mi
cabreo. Tampoco entiendo por qué coño cogí el teléfono. Soy de las personas que
nunca lo cogen. Pero ese día lo cogí y comencé a reprochar a mi padre la mierda
en la que me había convertido. De alguna manera responsabilizaba a ese hombre,
casi desconocido para mí, de cada uno de mis desaciertos. Despotriqué sobre
Dios y sobre la vida y sobre mi trabajo —es algo habitual en mí—. La cuestión es
que, mi padre, me dijo algo que hizo que mi cerebro colapsase, como si dos
cables pelados se hubiesen tocado o algo así. Creo recordar que me habló de los
grandes esfuerzos hechos para que yo pudiese completar una carrera o que él
nunca tuvo un título o alguna mierda por el estilo. La cuestión es colgué el
teléfono y busqué mí título universitario —con mi nombre y la firma del rey y
toda esa mierda— entre mis cosas y se lo mandé por correo.
Nunca le he dado demasiada importancia a ese tipo de cosas…
—No sé por qué coño mandaste tu título a papá, pero lo hiciste.
—¡Pídele que te lo regale a ti! —dije—. ¿Para qué quiero yo esa
mierda?
Mi hermana miró a mi mujer con los ojos tristes. Giré la cabeza
hacia ella y pude ver cómo mi mujer asentía compasiva. Dejó de estar apoyada en
el umbral de la puerta y tomó asiento junto a mi hermana. Las dos me miraron en
silencio.
—No es justo, en serio —les dije—. Si fueses mi hija, te
recomendaría que no estudiases nada.
—Pero no es tu hija —dijo mi mujer.
—Soy tu hermana.
Di una larga calada.
—He visto lo que haces, tus diseños y todo eso —dije—. No creo que
necesites una carrera universitaria. No tienes nada que aprender.
—La necesito para trabajar —dijo mi hermana.
—Tiene que poner algún título en su currículum —dijo mi mujer.
Miré a mi mujer con impaciencia.
Di un trago a la cerveza de mi hermana sintiéndome acorralado.
—Aritza —le dije—, ¿te importa si hablo con mi mujer un momentito?
Mi hermana asintió sin más. Tampoco me hubiese importado en lo más
mínimo si tuviese alguna objeción, la verdad.
Mi mujer salió de la habitación y yo la seguí hacia el pasillo.
Cerramos la puerta del salón por fuera y me puso esa cara. La misma cara
que pone cuando llego a casa demasiado pasado: una mezcla entre reproche
y ansias porque le dé una explicación a sabiendas de que no podré convencerla
de nada.
—¿Qué coño te pasa? —le pregunté.
—¡No, joder! —me dijo— ¿Qué coño te pasa a ti?
Reí sarcásticamente.
—Me pasa que casi siempre que cenamos fuera te digo: «hoy
comeremos en un restaurante y que se jodan los pobres, que no pueden».
¿Sabes por qué puedo decir eso sin ofender a nadie?
Mi mujer me miró en silencio.
—¿Lo sabes o no? —le pregunté impaciente.
—Ilumíname… —me dijo con sarcasmo.
—¡Porque nosotros somos los putos pobres, joder! ¿No lo
ves? No ofendo a nadie porque yo soy el puto pobre que no se lo puede
permitir.
Mi mujer cabeceó.
—Ella no tiene la culpa.
—¡Yo tampoco, joder! Tendrá que aprender que la vida es así y que
a veces nos toca ganar y otras jodernos sin más.
—¿Sabes qué? —dijo mi mujer—. Creo que, en el fondo, la culpas por
lo de tus padres.
—¿Qué coño dices? —dije en un susurro que pretendía ser un
reproche.
—Digo que culpas a Aritza de que tus padres se separasen y por eso
no quieres ayudarla.
—¡Hay que joderse! —dije, riendo con sorna—. ¡Ahora resulta que
estoy casado con el puto Sigmund Freud y no tenía ni idea!
Mi mujer me miró con gesto serio.
—Estoy hablando completamente en serio —me dijo—. Estoy seguro de
que, si tuvieses los cojones suficientes como para publicar tus novelas,
buscarías el dinero donde fuese.
Negué sin mirarla a la cara.
—No es justo que digas eso…
—¡Atrévete a decirme que no llevo razón! —dijo mi mujer.
—No llevas razón. Quiero a Aritza como a una hermana.
—¿No lo ves? —dijo mi mujer señalándome—. No es que puedas
querer a Aritza como a una hermana. ¡Es que, Aritza, es tu hermana, capullo!
Tocado…
—Lo sé —traté de justificarme—, es sólo una forma de hablar.
—No lo es —dijo mi mujer—. No consideras que es tu hermana porque
no es hija de tu madre.
Ambos guardamos silencio.
—No consideras que es tu hermana porque no es hija de una señora a
la que no soportas —concluyó.
…y hundido.
Negué con la cabeza y abrí la puerta del salón dispuesto a
disculparme con mi hermana. La miré a los ojos y tuve la mejor idea de la
noche.
—Espera un momento —le dije a mi hermana con su mirada
atónita.
Cerré la puerta del salón de nuevo y le dije a mi mujer:
—¡El facha tiene dinero!
Mi mujer puso el gesto que pone cuando no entiende nada. Volví a
abrir la puerta del salón y me dirigí a mi hermana.
—Ari, voy a hacer la cena —dije—. Me imagino que te quedas
a cenar…
Ella me miró malhumorada.
—No sé cómo lo haremos, pero te ayudaremos a pagar tus estudios
—dije.
Mi mujer me miró ojiplática y mi hermana también. Justo
cuando se iban a abalanzar sobre mí para abrazarme, las separé con los
antebrazos.
—Sólo te pido —dije mirando a mi hermana a los ojos—, que no me
vuelvas preñada de algún perroflauta.
Mi hermana asintió con una amplia sonrisa. Años más tarde, se casó
con un compañero de clase que parecía un puto hippy trasnochado y yo
llegué tarde a su boda porque la noche anterior había estado de borrachera.
—Gracias —dijo mi hermana—. A los dos.
Mi mujer y ella se abrazaron.
—Voy a cagar —le dije.
De camino al baño, me di la vuelta.
—Aritza, ¿cuánto dinero necesitas para que te enseñen a pintar monigotes?
Mi hermana me miró desorientada.
—La matrícula son unos mil pavos —me dijo. Luego miró al
techo pensativa—. Lo peor es que necesito un ordenador y material y libros… no
sé. Necesito mucho dinero. Os juro que os lo devolveré.
—¡Ya, ya! —dije, volviéndome hacia el baño de nuevo.
Pero no me estaba cagando. Es sólo que, al hablar de mi madre, mis
novelas y todo ese rollo, me acordé de alguien.
Me encerré en el baño y saqué mi teléfono. Busqué entre mis
contactos: Santifollamadres.
—Hola, Santiago —le dije al auricular.
—¡Qué alegría hablar contigo!
El marido de mi madre, ese cabrón sin criterio y gran admirador de
mi trabajo, sería el socio capitalista de los estudios de mi hermana.
Nos adulamos un rato para demostrar que nos queremos tanto que nos
falta poco para lamernos los pijos si nos volvemos a ver. Me reprendió
que discutiese con mi madre las pasadas navidades y yo le pedí disculpas por mi
actitud —nunca me arrepentiré, por cierto—.
—Necesito financiación para publicar una novela —le dije—. Unos
cinco mil.
—¡Me pondrás en agradecimientos, al menos!
—Por supuesto —mentí—. Puede que incluso te dedique el libro: «A
Santiago, casi un padre. Más que un amigo».
El pobre diablo guardó silencio unos instantes.
—¡Claro! —dijo—. Cuenta con el dinero.
—Perfecto, te mando mi número de cuenta por mensaje.
Se quedó hablando un rato sólo. Yo ojeé mi correo electrónico en
el propio teléfono, con su vocecilla de fondo.
—Lo dicho, Santiago —concluí—. Muchísimas gracias, te lo devolveré
cuando pueda.
—Sin problema —me dijo—. ¡Tenemos que vernos más!
—Por supuesto —le dije.
Colgamos y yo tiré de la cadena para disimular.
Pensé en devolverle el dinero conforme mi hermana me lo devolviese
a mí, pero nunca me lo devolverá. Fue mi regalo de boda, para tratar de
solucionar aquello que ya sabes —lo de que llegase tarde al enlace y todo ese
rollo—.
Años más tarde, mi hermana y yo discutimos al teléfono por un
asunto que ni recuerdo.
La cuestión es que acabé echándole en cara que ella había
terminado sus estudios gracias a mí. Supongo que la genética es tan puta que a
veces te convierte en tu propio padre, y eso asusta mucho.
La cuestión es que ella reaccionó tal y como yo lo hubiese hecho:
me colgó el teléfono con la conversación a medias, dejándome con la palabra en
la boca.
Un par de días más tarde, recibí un correo certificado.
Hoy por hoy, enmarcado en el salón de mi casa, cuelga un título
universitario a nombre de Aritza de Ruedas, con la firma del rey y toda
esa mierda.
No podría estar más orgulloso de ella.
Aúpa!!!!
ResponderEliminarMe encanta !!
Y te lo dice alguien que no se entretiene nunca a leer ..... Ya que lo mío son los dibujos..... Jajaja .
Porcierto ... Dibujo de forma autodidacta..... Ni carrera ni ostias .... Jajaja un abrazo y me mola mucho .
Te voy a leer más !
Nos vemos en los directos!!!!
Me alegro mucho, Jordi!! Siempre serás bienvenido, ya lo sabes. Eres la viva imagen de que no se necesita un título para ser un maestro. Nos vemos en los directos!
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