en paz descanse
Siempre me
han parecido demasiado majestuosos, los tanatorios, para su verdadero uso. «Velar
a un muerto». ¿Qué cojones se supone que va a hacer el muerto si nadie
mira?
Me puse un pantalón chino azul y una camisa de rayas. Limpié
mis botas lo mejor que supe y me perfumé.
Ese cabrón me caía francamente bien.
Me puse licor de hierbas en el culo de un vaso, lo bebí de un
trago y me serví otro más largo. Mi mujer estaba maquillándose levemente los
ojos.
─Ese cabrón me caía francamente bien ─le dije.
Ella se dio la vuelta y me abrazó.
─¿Necesitas llorar? ─me preguntó.
─¿Qué? ─contesté yo─. ¡No! ¡Coño, no! Me caía bien pero no es
ningún drama ─di un trago─. El tipo se ha ahorcado. No hay mucha tragedia. Fue
su decisión.
Mi mujer cabeceó y siguió con el rímel.
Fernando. Nando, como solíamos llamarle.
Él era compañero de trabajo cuando curraba en el turno de
noche.
No hablábamos mucho, pero salíamos juntos a fumar y tomábamos
latas de cerveza que habíamos escondido en las cámaras frigoríficas, al final
de la jornada.
No sé qué coño tendría en la cabeza. Lo hizo y punto. Se puso
la soga y la gravedad hizo el resto, ¿yo qué coño sé lo que tendría en la
cabeza?
Salimos de casa en dirección al tanatorio.
─Estás serio ─dijo mi mujer─. ¿Seguro que estás bien?
─Siempre lo estoy. Serio, quiero decir ─contesté yo─. Sólo
estoy pensando.
Y era verdad.
Pasamos por la esquina del edificio donde trabajábamos Nando
y yo, y recordé que un día, mientras esperaba a nuestro relevo, él
desapareció. Cuando salí, me lo encontré follándose a la que luego se convirtió
en su pareja en la parte trasera de su coche, justo en esa esquina.
Yo no estoy seguro de que ellos me viesen. Yo tampoco miré
demasiado.
Natalia. Nati. Ella era oficinista o secretaria o algo
así. Nunca se le veía fuera de la oficina y sólo cruzaba el almacén si tenía
que darle alguna notificación a nuestro superior. Nunca coincidíamos en turno
con ella. En fin, no sé cómo lo hizo, pero lo hizo. Nando se acabó
zumbando a Nati en los asientos de atrás de su coche.
Al final la dejó embarazada y se vieron forzados a convivir
como pareja sin realmente quererse.
Ahora todo eso daba igual porque el tipo se había ahorcado.
Llegamos al tanatorio, aparcamos y nos dispusimos a entrar.
En la puerta, me encontré con varios antiguos compañeros de
trabajo hablando en voz baja, formando un círculo. A mi llegada guardaron
silencio.
─Buenas noches ─dije yo.
─Buenas noches ─me contestaron al unísono.
Pude oír cómo volvían a hablar cuando atravesé la puerta del edificio.
El tanatorio era grande y elegante, con varias salas a cada
lado. Eché un vistazo y busqué más caras conocidas en el vestíbulo.
─Pasa tú, ¿vale? ─me dijo mi mujer.
Yo asentí con la cabeza, ella me besó la mejilla y me
adelanté a la sala donde estaba Nando. Mi mujer esperó allí.
En la sala, su viuda. Llevaba varios años sin ver a Nati.
Lloraba desconsolada frente al ventanal gigantesco desde el que se veía el
féretro con su esposo.
Nati lloraba desconsolada. Estaba hinchada y
enrojecida. Su cara estaba llena de mocos y ella había engordado mucho en los
últimos años. Realmente, estaba tan cambiada que empecé a dudar de si era Nati
o si, al final, el bueno de Nando había cambiado de pareja.
Me acerqué a ella.
─¿Cómo estás? ─le dije.
Vaya puta pregunta de mierda… pero, ¿qué otra cosa puedes
preguntar en esa situación?
Ella me miró a la cara y comenzó a llorar más y más fuerte.
Yo la abracé.
─Sé que últimamente no he sido demasiado cercano a vosotros
─le dije. Ella guardó silencio mientras se sonaba la nariz─. Más bien, en los
últimos años no he sido demasiado cercano a vosotros. Pero él y yo… ─dije
señalando hacia el cristal─, bueno, él era un cabrón que me caía francamente
bien.
La viuda me separó de un empujón leve y lloró
desconsoladamente en el hombro de una mujer que tenía a su izquierda. Esa
mujer, me miró con cara de reproche. Yo me encogí de hombros y me di la vuelta.
«Sólo se ofenden porque está muerto», pensé. «Era
un cabrón y me caía francamente bien. ¿Cuál es el puto problema?».
Me asomé al ventanal y miré a su interior. Ahí estaba él.
Lo habían vestido con un traje demasiado antiguo. En
realidad, todo él estaba demasiado desfasado.
─¿Qué te han hecho, tío? ─le dije al cristal.
Llevaba mucho sin ver a Nando. Ahí estaba.
Gordo.
Calvo.
Canoso.
Muerto.
Miré la sala y estaba llena de gente yendo y viniendo a la
ventana a la que yo estaba asomado. «Pasen y vean al suicida».
Decidí pirarme de allí.
Antes de salir al vestíbulo, me volví a acercar a Nati.
─Oye ─le dije─, si algún día quieres algo… No sé, pasarte por
casa, tomar unas cervezas o que cuidemos de tus críos, sólo tienes que decirlo,
¿vale? ─volví a señalar al cristal─ Seguro que entre sus cosas encuentras mi
teléfono. Recuerda: De Ruedas.
─¿De qué vas? ─preguntó la mujer de su izquierda.
─Sí, no entiendo qué es lo que te pasa ─me dijo Nati,
llorando y mirándome con odio.
Yo miré a ambas.
─En fin ─les dije─, tenía que decírtelo. Ya está, me veía
obligado ─hice una pausa─. Tú y yo apenas hemos hablado, pero, ese cabrón, me
caía francamente bien ─dije, volviendo a señalar al cristal.
Y salí de aquella sala y busqué a mi mujer por el vestíbulo
del tanatorio.
No la encontré, así que fui a la cafetería a por una copa y
le escribí un mensaje para que supiese dónde encontrarme.
Apareció a los pocos minutos.
─No he podido asomarme a ver a Nando ─me dijo.
─No te has perdido nada ─le dije yo.
Ella me miró con ese gesto extraño que hace con la boca
cuando no entiende algo.
─No te he visto en la sala ─me dijo.
─Estaba al lado del cristal, hablando con Nati.
Ella, acentuó más el gesto.
─Nati no estaba. Al parecer, le ha dado una crisis de
ansiedad y se marchó a descansar a media tarde.
Yo reí irónicamente.
─Nati me acaba de mandar a la mierda, tía ─le dije a
mi mujer.
Ella guardó silencio. Después negó con la cabeza.
─Has ido a ver a Nando, ¿no? Sala 4, ¿verdad? ─me
dijo.
─Mierda… ─musité yo─. ¡Me he equivocado de sala, joder!
Mi mujer comenzó a reír tan fuerte que se puso las manos para
taparse la cara. Todos creían que estaba llorando una gran pérdida, roja e
hinchada. Como aquella mujer con la que yo había estado hablando sin conocer de
nada.
Salimos del tanatorio sin pasar a ver a Nando. ¿Qué
más daba?
En el aparcamiento, vimos como Nati ─la verdadera
Nati, quiero decir─, llegaba acompañada de un familiar.
No había cambiado tanto. Me imagino que Nando tampoco.
La abracé y le di el pésame. No le dije nada de cuidar a sus
críos o que estábamos a su disposición. Ya había sido amable esa noche y casi
me echan a patadas de un puto tanatorio.
Nos montamos en nuestro coche y nos marchamos.
─Te invito a una copa ─dijo mi mujer cuando salíamos del
aparcamiento.
─Claro ─dije yo.
─Estás serio ─dijo mi mujer─. ¿Seguro que estás bien?
─Siempre lo estoy. Serio, quiero decir ─contesté yo─. Sólo
estoy pensando.
Y era verdad.
Estaba pensando en mi madre. En lo que ella solía decir: «¡Ay
que ver, mi hijo! Con todo lo que lee, y es un completo idiota».
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